A los atizadores de las campañas contra la Iglesia les encantaría que surgieran enfrentamientos eclesiales. Salvador Bernal reflexiona acertadamente sobre esta cuestión
La semana pasada leí el comentario de la defensora del lector del diario El País. Reconocía el amplísimo espacio dedicado a los escándalos sexuales: 141 noticias y reportajes desde principio de año. Y eso en un periódico que no tiene en sentido estricto información religiosa. Pero han debido de ser más numerosas aún las quejas de los lectores, especialmente ante los titulares empleados, más escandalosos aún que los hechos relatados.
Muchos de las excusas caían por su base unos días después, cuando se presentaba un comentario profundo del Papa sobre la vida de la Iglesia, como “dura condena de Benedicto XVI a la actitud de la curia ante los abusos”. Al leerlo, recordé la arcaica tendencia del fundamentalismo laicista a enfrentar a unos creyentes con otros, como si se tratase de juegos políticos, en la línea del “amigo y enemigo” de Karl Schmitt.
Y me vinieron a la memoria —cosas de la edad— los tiempos del Concilio Vaticano II. Las confrontaciones dialécticas eran casi diarias, no sólo en el terreno doctrinal de fondo. Casi siempre había una especie de jefes de fila que se oponían a otros. Si no eran los de la periferia contra Roma, era un obispo de Brasil contra un cardenal de Europa.
ReligionConfidencial.com
ALMUDÍ
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La semana pasada leí el comentario de la defensora del lector del diario El País. Reconocía el amplísimo espacio dedicado a los escándalos sexuales: 141 noticias y reportajes desde principio de año. Y eso en un periódico que no tiene en sentido estricto información religiosa. Pero han debido de ser más numerosas aún las quejas de los lectores, especialmente ante los titulares empleados, más escandalosos aún que los hechos relatados.
Muchos de las excusas caían por su base unos días después, cuando se presentaba un comentario profundo del Papa sobre la vida de la Iglesia, como “dura condena de Benedicto XVI a la actitud de la curia ante los abusos”. Al leerlo, recordé la arcaica tendencia del fundamentalismo laicista a enfrentar a unos creyentes con otros, como si se tratase de juegos políticos, en la línea del “amigo y enemigo” de Karl Schmitt.
Y me vinieron a la memoria —cosas de la edad— los tiempos del Concilio Vaticano II. Las confrontaciones dialécticas eran casi diarias, no sólo en el terreno doctrinal de fondo. Casi siempre había una especie de jefes de fila que se oponían a otros. Si no eran los de la periferia contra Roma, era un obispo de Brasil contra un cardenal de Europa.
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