Una de las notas de la personalidad madura es la capacidad de conjugar el despliegue de una actividad intensa con el orden y la paz interior.
Cuando San Agustín, ya anciano, escribía «pax omnium rerum tranquillitas ordinis, la paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden»[1], lo hacía desde la experiencia de quien llevaba años viéndose requerido constantemente por todo tipo de tareas: el gobierno pastoral de la porción del Pueblo de Dios que tenía encomendado; su abundante predicación; los retos que presentaba una época convulsa, de cambios sociales y culturales.
No es este, pues, un aforismo escrito en el sosiego del retiro, sino en el fragor de la vida diaria, con todos sus imprevistos y vaivenes. La coherencia de este santo era una conquista cotidiana; con el paso de los días, su esfuerzo por “centrar el tiro” afianzaba más y más su carácter.