Pueden existir, sin mala voluntad, muchas personas cuya manera de amar se fundamente, al menos en una grandísima proporción, en el reflejo de lo que el otro provoca en la propia subjetividad.
Con chicos jóvenes visitábamos la Casa Cuna de Santa Cruz de Tenerife los sábados. Regresábamos contentos al ver que dábamos un rato de felicidad a esos niños y niñas −que tanto habían sufrido− con nuestros juegos, bromas y entretenimientos.
Y les cogíamos cariño. Un día se quiso apuntar un estudiante del último curso del Bachiller. Me alegró; le ayudaría a madurar, porque exteriormente aparentaba descuido: en el modo de vestir, en la relación difícil con sus padres, muchos suspensos… Le pregunté por qué quería venir, y me respondió: “porque quiero tener una experiencia fuerte”.