domingo, 10 de enero de 2010
¿Quién perfila el rostro del hombre?
domingo, 10 de enero de 2010
José Luis Restán
PaginasDigital.es
Dios que salva lo humano. Ése es el centro del magisterio de Benedicto XVI dirigido a los cristianos que a menudo nos enfangamos en problemas de estrategia y organización, pero también a los hombres que buscan a tientas en la niebla, que quizás maldicen, o que son presa de la última moda literaria que ataca frontalmente a Dios como enemigo del hombre.
Son los Saramago, Dawkins y Onfray haciendo el agosto en nuestras librerías de consumo masivo: el peor Nietzsche redivivo, pero sin la genialidad desesperada del filósofo alemán. El Papa lo sabe y baja a la arena.
En su discurso resumen del año a la Curia, el Papa evocaba su viaje a la República Checa diciendo que «tenemos que preocuparnos de que el hombre no arrincone la cuestión de Dios, cuestión esencial de su existencia, tenemos que preocuparnos de que acepte la cuestión y la nostalgia que en ella se esconde».
Además apuntaba que las personas que se consideran agnósticas o ateas sienten una lógica prevención cuando hablamos de una nueva evangelización, porque no quieren verse convertidas en objeto de misión, ni renunciar a su libertad de pensamiento y de voluntad.
Pero aun así, advierte Benedicto XVI, la cuestión sobre Dios sigue interpelándoles. Y recordando el espacio reservado en el templo de Jerusalén para que los gentiles pudiesen orar a un Dios que buscaban pero aún no conocían, ha planteado esta singular propuesta: «pienso que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de "patio de los gentiles", donde los hombres puedan de algún modo engancharse con Dios, sin conocerle y antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio se encuentra la vida interior de la Iglesia».
Ahí queda esta propuesta, que no puede dejarnos indiferentes a la hora de plantear el modo de hacer presente la fe en este momento histórico.
Ya en la primera Misa del año nuevo el Papa ha pronunciado una originalísima y sugestiva homilía sobre el rostro de Dios y el rostro de los hombres. El rostro es la expresión por excelencia de la persona, ya que hace aflorar los sentimientos, pensamientos e intenciones del corazón.
Y aunque Dios es por naturaleza invisible, la Biblia se refiere continuamente a su rostro porque es un Dios que se revela, que dialoga con el hombre y se da a conocer, hasta llegar a tomar en Jesús un rostro humano. Y aquí se abre paso la gran cuestión que plantea el Papa, el corazón de su predicación navideña de este año: «¿pero quién, sino Dios, puede garantizar la profundidad del rostro del hombre?».
Imposible no recordar el memorable discurso ante la estatua de la Inmaculada, cuando habló de una convivencia social que nos hace ver sólo la superficie y perder la percepción de la profundidad de los rostros humanos que la componen, convirtiéndolos en objetos intercambiables y consumibles. Si el hombre silencia su sed de significado total, si censura su deseo de un abrazo que no acabe, de una justicia y una felicidad que no puede construir con sus propias fuerzas, entonces se vuelve epidermis, pura reacción, triste mecanismo del carpe diem.
Dios fuente y destino del hombre, pero también camino y recurso para su aventura histórica. «Quien tiene el corazón vacío no percibe más que imágenes planas, privadas de espesor... en cambio cuanto más estemos habitados por Dios estaremos en condiciones de detectar en el rostro del otro a un hermano, no un medio sino un fin, no un rival o un enemigo sino otro yo». ¡Impresionante, sencillo y profundo a la vez!
Como aguda y sustancial es la observación del Ángelus del pasado domingo, cuando retomó la indispensable cuestión de la esperanza ante un año difícil por tantas cosas. Sería estúpido apoyarla en las esotéricas profecías que pueblan espacios televisivos y anaqueles de grandes librerías, pero tampoco podemos sostenerla en las necesarias previsiones de los economistas ni en los proyectos de unos políticos cada vez más separados del sentir y de la experiencia constructiva del pueblo.
De nuevo resuena Spe Salvi, documento de cabecera para los cristianos de este turbulento comienzo de siglo: «Nuestra esperanza está en Dios, no en el sentido de una genérica religiosidad o de un fatalismo encubierto de fe. Nosotros confiamos en el Dios que en Jesucristo ha revelado de manera completa y definitiva su voluntad de estar con el hombre, de compartir su historia... Ésta es la gran esperanza que anima y a veces corrige nuestras esperanzas humanas».
Afortunadamente, ni la tierra es del viento (como dice algún vate de La Moncloa) ni la historia pertenece al mero juego de los poderes de este mundo. Es razonable tener esperanza porque la historia tiene un sentido, porque a través de tantos dramáticos meandros responde al designio del amor de Dios que ha llegado al impensable movimiento de hacerse carne y acampar entre nosotros.
Eso sí, ese designio divino no se cumple automáticamente sino que requiere la libre acogida de cada hombre y mujer. Por eso dice Benedicto XVI que 2010 será más o menos "bueno" no en función de que se den las mejores circunstancias que cada uno sueña, sino en la medida en que colaboremos con la gracia de Dios.
Menuda ducha fría para tantos vanos discursos de estas fechas, pero sobre todo qué respiro, qué canto a la libertad y al valor irreducible de cada vida humana. Qué certeza serena y razonable sobre el futuro. La que todos necesitan.
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