domingo, 14 de marzo de 2010
Humanísimo Delibes
Escribo este artículo con el alma en los zancajos, palpando las paredes de la escritura como un ciego al que acabasen de encerrar en una cárcel que no conoce. Las palabras se resisten a acudir a mi pluma; llegan vestidas de luto, en procesión exhausta y cabizbaja, como si renegaran de su sonoridad.
En cada una de esas palabras anida la orfandad, porque se me ha ido un maestro al que tributé mi veneración desde la infancia, al que he leído sin descanso desde entonces, como quien acude a un manantial de aguas cristalinas cada vez que lo acucia la sed. Hoy me ocurre lo mismo que a esas viejas casonas atestadas de muebles a las que la mudanza de sus amos convierte en hangares lóbregos. ¿Quién se atreverá a habitarlos después de que su dueño se haya marchado?
Cuando un amigo se nos muere, algo de nosotros mismos se muere con él. Con la muerte de Miguel Delibes se muere un poco la literatura, que ha sido la vocación que ha iluminado mis días, la vocación que su alto ejemplo alimentó, allá en mi juventud provinciana y retraída. No tuve la suerte de contarme entre sus amistades; pero la admiración que siempre le he profesado ha sido una forma de silenciosa y obcecada amistad.
Para testimoniarla, en los anaqueles de mi biblioteca se alinean, comprados con las propinas de los domingos, los modestos volúmenes de bolsillo de la editorial Destino, donde Delibes fue publicando, con impertérrita lealtad, casi toda su obra. En ellos he encontrado siempre una literatura empeñada en el hombre, una respiración fraterna que detiene su mirada en los humillados y en los ofendidos, en los débiles y en los solitarios, en ese magma de herida y trémula humanidad que se ha quedado sin voz, que se ha quedado sin norte, que se ha quedado sin resuello. Y sobre toda esa humanidad sufriente la escritura de Delibes descendía como un bálsamo reparador.
José Manuel de Prada
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