DE manera recurrente, siempre que ocurren atentados graves, surgen las mismas preguntas: ¿es compatible el islam con la democracia? ¿Qué incita a un musulmán nacido y crecido en Europa a atentar contra la sociedad? Y ya, en el extremo de la cretinez masoquista, «¿Qué hemos hecho mal [nosotros]?».
Tras dejar sentado que negar la capacidad de los musulmanes para adaptarse a la democracia es arrebatarles su condición humana –lo que nosotros no haremos– y que los problemas de adaptación psicosocial los viven diversas minorías y no por ello reaccionan acuchillando, atropellando o poniendo bombas, a esos interrogantes podrían sumarse otros, que de ordinario se suelen escamotear: ¿Qué están haciendo mal esos inmigrantes musulmanes?
¿Por qué, fuera de declaraciones retóricas para la ocasión –y de muy poquitas personas, aunque TVE se esfuerce por publicitar como de grandes masas minúsculas concentraciones– los musulmanes, según sus gustos y leal entender, no intentan integrarse en la sociedad española, abierta y acogedora como es? ¿Por qué no abandonan el victimismo y comprenden que integrarse no significa ser asimilados y desaparecer como grupo, sino participar a todos los efectos y con todas las prerrogativas y responsabilidades de los mismos derechos y obligaciones que el común de los españoles? Algunos musulmanes varones –y poquísimas mujeres– lo hacen, si bien con un coste personal altísimo (familia, amigos, status): bienvenidos sean.
Y no hay que ocultar que el «derecho a la diferencia» que proclaman los multiculturalistas, en realidad no favorece la libertad individual y la igualdad ante la ley y el Estado –como afirman nuestra Constitución y nuestras leyes– sino la imposición del grupo sobre las personas, el encerramiento en guetos contrarios a toda noción integradora. La pretensión de trasplantar a Europa legislaciones discriminatorias, estableciendo normativas distintas para los ciudadanos en función de su fe religiosa, no parece deba entusiasmarnos, por significar un retroceso claro hacia el sistema legal del Medievo.
Nada de esto inquieta a los multiculturalistas que, para ser consecuentes, deben aceptar que la peculiaridad cultural justifica el derecho a la poligamia, la mitad de la herencia para la mujer que para el varón o, en casos más dramáticos, la ablación, la pena de muerte para apóstatas u homosexuales, o la prohibición taxativa de casar mujer musulmana con hombre que no lo sea, tal como establecen los códigos de casi todos los países musulmanes.
Cuando hay códigos. Como bien afirma la tunecina Kultum Meziou: «las divergencias entre las escuelas jurídicas en el seno de un mismo rito y entre los autores, en nada perturban el modelo común de la familia musulmana, puesto que se encuentran principios idénticos que caracterizan el conjunto: la filiación se legitima necesariamente por lazos de sangre y se prohíbe la adopción, mientras que, en cambio, se admite la poligamia; y el lazo conyugal, igual de frágil en todas partes, depende únicamente de la voluntad del marido, mientras que la mujer se halla siempre en condiciones de inferioridad».
Los conflictos reales en la yuxtaposición de comunidades (que no mestizaje, por la misma endogamia que señalamos), tal como se dio en el al-Andalus de la supuesta convivencia perfecta, a la larga acaban estallando, lo cual debe evitarse por vías más racionales, si bien incómodas, que la mera aceptación de cualquier imposición que quieran establecer los recién venidos. Porque el islam no es una religión que se pueda vivir en la intimidad: necesita de la ocupación del espacio público y de omnipresencia para presionar al individuo a todas horas.
De ahí la exigencia de servicios médicos duplicados (para hombres y mujeres); rechazo de cualquier autoridad femenina pública; duplicación de alimentos en escuelas, ejército, cárceles; restricciones a otras comunidades religiosas para «no ofender sentimientos» (los ingenuos Belenes navideños, v.g.), aunque en este capítulo no suelen ser los musulmanes quienes crean el conflicto, sino sus émulos indígenas progres, ateos y bien ateos, cuyo móvil es simple odio al cristianismo, no amor al islam; dislocación de horarios y sistemas de trabajo (oración, ramadán, fiesta semanal), con imposición del criterio religioso islámico.
El Ministerio de Educación –¡los políticos atentos a conservar sus cargos, aun a costa de cualquier cesión!– ha aceptado implícitamente y sin publicidad otorgar un trato de favor para alumnos musulmanes en las fechas de la Selectividad con motivo del ramadán. A mí –como a todo profesor universitario– me habría dado risa que un estudiante católico pidiera cambio de fechas por deber asistir la víspera a una vigilia nocturna, una procesión, unos ejercicios espirituales. Si quieren igualdad, bienvenidos. Pero igualdad. De nuevo son las inconsecuencias y temblores de nuestros políticos los que crean el problema, el agravio comparativo.
El último hallazgo propagandístico de una progresía que conoce poco y mal el islam es recordar que el mayor número de víctimas del terrorismo islámico lo componen musulmanes y mueren en sus países. Han descubierto la piedra filosofal, el argumento aplastante contra los islamófobos, reales o imaginarios. El dato es verídico, pero –como bien me dice un querido amigo de Pontevedra, con agudeza galaica– la pregunta obligada es cuántas de esas víctimas musulmanas perecieron por acciones de terroristas cristianos. En todo caso, un crimen no justifica otro. Y tampoco se dio ninguna relevancia al asesinato de ciento sesenta escolares cristianos en una residencia en Kenia: quedaban lejos, eso era todo.
Es fácil pero poco útil aducir, como prueba incontestable, las pocas alusiones a la tolerancia religiosa que aparecen en el Corán, o sus contrarias (muchísimas más), pero no creo que haya españoles reticentes a admitir con normalidad absoluta –igual que se acepta a protestantes, ortodoxos o budistas– a musulmanes (y musulmanas) carentes de objeciones a que sus hijas matrimonien, o se enreden o hagan lo que les plazca, con cristianos; que no sean partidarios de prohibir la extensión de otros credos en sus países de origen; y que condenen, con actos, la pena de muerte para musulmanes por apostasía.
Los tres ejes clave para la convivencia. Si además visitan por curiosidad intelectual o turística nuestras hermosas catedrales, museos, palacios, salas de concierto, bibliotecas, tanto mejor. Y, por supuesto, con todo el derecho a conservar (en su casa) sus tabúes alimentarios, sus folclóricos ropajes (sin poner en riesgo la seguridad colectiva), su onomástica, sus querencias y creencias, gustos, nostalgias. Pero no nos culpen a nosotros de cuanto no están dispuestos a hacer: integrarse, normalizar de verdad su situación respecto a la sociedad que les acoge, lo deseable para todas las religiones, incluido el islam.
Serafín Fanjul
abc.es
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