El Dr. Cabellos reflexiona acertadamente sobre el sentido de la vida humana. Hace referencia al testimonio de Rosa Cruz. Al final tenéis un enlace para verlo
Pensando en dos hechos recientes, que luego resumo, me han venido al recuerdo unas conocidas palabras de Juan de la Cruz: «volé tan alto, tan alto, que le di a la caza alcance». No voy a referirme al nivel de unión con Dios logrado por el santo carmelita, sino al nivel de nuestros pensamientos y, en consecuencia, de nuestros proyectos vitales.
Los sucedidos a los que me refería son muy distintos entre sí, pero revelan dos actitudes muy diversas para proyectar la vida. El primero es un programa de televisión de los llamados culturales; el fondo eran temas muy de nuestro tiempo: fuentes de energía que se agotan, cambio climático, crisis económica, el mundo previsible para los que nos sucedan, envejecimiento de la población europea, final de algunos recursos como la pesca, etc. Todo muy técnico, con un cierto nivel, muy real, muy estadístico. Y lo previsible resultaba catastrófico, aunque no se expresara así por los participantes en la transmisión.
El otro asunto es sencillo, duro y ejemplar. Era una entrevista, también para una televisión —que ahora anda por la red—, a una mujer de sesenta y pico años a la que han amputado piernas y manos. Es una cristiana convencida, que ve el futuro despejado por una gran esperanza. El entrevistador andaba entre incrédulo, perplejo y entusiasmado al observar el aplomo, la sincera manera de expresar que su vida valía la pena. Ha trabajado siempre en el hogar, pero le importaban multitud de temas: desde la poesía a la canción, pasando por mil cosas, entre las que entraban cómo va a conseguir nadar en la piscina, los muchos deportes que le interesaban o cómo aportar ciencia a las tareas domésticas (1).
He relacionado los dos asuntos porque los he visto con un margen de cuatro días. Y vuelvo a las poéticas palabras de san Juan de la Cruz para considerar que la mujer amputada iba mucho más lejos que todos los expertos, y la gente de la calle, que lamentaba el futuro incierto. No deseo ahora dar lecciones de fe o esperanza en el sentido cristiano de esas virtudes, aunque sea obvio que ahí están.
He pensado, más bien, en el porqué de nuestra falta de fe en el hombre. Y es cierto que, de algún modo, nos lo hemos ganado a pulso. Porque esta civilización del bienestar y del consumismo, que ahora se tambalea o quizás se cae, pensando supuestamente en el hombre, lo ha ignorado. Y la sencilla razón de que así ocurra es que estamos fabricando un sucedáneo del ser humano, efecto de polarizarnos en un aspecto de nuestra vida, que no es el más importante. Nos hemos quedado con la ciencia empírica que parece arreglarlo todo —la salud, el transporte rápido, conocimientos inmediatos vía internet, etc.—, pero ¿es eso todo en el ser humano? La ciencia y la técnica son fruto humano, pero ¿qué es el hombre?
Posiblemente, fallamos en la cuestión del sentido, quizás obviamos las famosas cuestiones de quién soy yo, de dónde vengo, adónde voy, qué hay tras la muerte... Se puede vivir sin planteárselo, pero esa actitud pasa factura: el hombre no piensa, el hombre desconfía del hombre porque ha abaratado su esencia. Tal camino, cuando faltan cosas e ideas, ni siquiera permitirá decir aquello de Alejandro Magno: me queda la esperanza.
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