viernes, 10 de febrero de 2017

La esperanza fuente del consuelo mutuo y de la paz




Durante la Audiencia general el Santo Padre explicó que la esperanza cristiana no tiene una dimensión solo individual sino comunitaria.

Siguiendo con la lectura de la Carta a los Tesalonicenses, reflexionamos hoy con san Pablo sobre la El miércoles pasado vimos que san Pablo, en la Primera Carta a los Tesalonicenses, exhorta a permanecer arraigados en la esperanza de la resurrección (cfr. 5,4-11), con aquellas bonitas palabras “estaremos siempre con el Señor”. En el mismo contexto, el Apóstol muestra que la esperanza cristiana no tiene solo un aspecto personal, individual, sino también comunitario, eclesial. Todos esperamos. Todos tenemos esperanza, pero también comunitariamente.
Por eso, la mirada de San Pablo se amplía inmediatamente a todas las realidades que componen la comunidad cristiana, pidiéndoles que recen unas por otras y se apoyen mutuamente. ¡Ayudarse mutuamente! Y no solo ayudarnos en las necesidades, en tantas necesidades de la vida ordinaria, sino ayudarnos en la esperanza, apoyarnos en la esperanza. Y no es casualidad que empiece precisamente haciendo referencia a aquellos a quienes se les confía la responsabilidad y la guía pastoral

Son los primeros llamados a alimentar la esperanza, y eso no porque sean mejores que los demás, sino por fuerza de un ministerio divino que va mucho más allá de sus fuerzas. Por ese motivo, tienen más necesidad que nadie del respeto, la comprensión y el apoyo benévolo de todos.
La atención se pone luego en los hermanos que corren más riesgo de perder la esperanza, de caer en la desesperación. Y siempre tenemos noticias de gente que cae en la desesperación y hace cosas feas, ¿verdad? La desesperanza les lleva a tantas cosas feas… Se refiere a quien está desanimado, a quien es débil, a quien se siente abatido por el peso de la vida y de sus propias culpas y ya no consigue levantarse. En esos casos, la cercanía y el calor de toda la Iglesia deben hacerse aún más intensos y amables, y asumir la forma exquisita de la compasión, que no es solo apiadarse: la compasión es padecer con el otro, sufrir con el otro, acercarme al que sufre con una palabra, con una caricia, ¡pero que salga del corazón! ¡Eso es la compasión! Para quien necesite alivio y consuelo. Esto es muy importante: la esperanza cristiana no puede descuidar la caridad genuina y concreta.
El mismo Apóstol de las gentes, en la Carta a los Romanos, afirma con el corazón en la mano: «Nosotros, los fuertes −los que tenemos la fe, la esperanza, o no tenemos tantas dificultades− debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles, y no complacernos a nosotros mismos» (15,1). Llevad, cargad las debilidades ajenas. Y ese testimonio no se quedará encerrado en los confines de la comunidad cristiana: resuena con todo su vigor también fuera, en el contexto social y civil, como llamada a no crear muros sino puentes, a no devolver mal con mal, a vencer el mal con el bien, la ofensa con el perdón −el cristiano jamás puede decir: ¡me las pagarás!, nunca; eso no es un gesto cristiano; la ofensa se vence con el perdón−, a vivir en paz con todos. ¡Esa es la Iglesia! Y eso es lo que hace la esperanza cristiana, cuando asume los rasgos fuertes y al mismo tiempo tiernos del amor. El amor es fuerte y tierno. Es hermoso.
Se comprende entonces que no se aprende a esperar solos. Nadie aprende a esperar solo. No es posible. La esperanza, para alimentarse, necesita necesariamente de un “cuerpo”, en el que los diversos miembros se apoyen y se animen mutuamente. Esto quiere decir entonces que, si esperamos, es porque muchos hermanos y hermanas nuestros nos han enseñado a esperar y han mantenido viva nuestra esperanza. Y entre ellos, se distinguen los pequeños, los pobres, los sencillos, los marginados. Sí, porque no conoce la esperanza quien se encierra en su propio bienestar: espera solo en su bienestar y eso no es esperanza: es seguridad relativa; no conoce la esperanza quien se encierra en su propia realización, quien se siente siempre a gusto… Los que esperan son, en cambio, los que experimentan cada día la prueba, la precariedad y su propio límite. Son esos hermanos nuestros los que nos dan el ejemplo más hermoso, más fuerte, porque permanecen firmes en su confianza al Señor, sabiendo que, más allá de la tristeza, de la opresión y de la muerte inevitable, la última palabra será la suya, y será una palabra de misericordia, de vida y de paz. Quien espera, espera oír un día estas palabras: “Ven, ven a mí, hermano; ven, ven a mí, hermana, para toda la eternidad”.
Queridos amigos, si −como hemos dicho− la morada natural de la esperanza es un “cuerpo” solidario, en el caso de la esperanza cristiana ese cuerpo es la Iglesia, y el soplo vital, el alma de esa esperanza es el Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo no se puede tener esperanza. Por eso el Apóstol Pablo nos invita al final a invocarlo continuamente. Si no es fácil creer, mucho menos lo es esperar. Es más difícil esperar que creer, ¡es más difícil! Pero cuando el Espíritu Santo habita en nuestros corazones, es Él quien nos hace entender que no debemos temer, que el Señor está cerca y cuida de nosotros; y es Él quien modela nuestras comunidades, en una perenne Pentecostés, como signos vivos de esperanza para la familia humana. Gracias.

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