La única peculiaridad quizá del secreto de la confesión es que no admite excepciones.
A propósito del secreto de la confesión, tratado estos días con ocasión de la lucha contra los abusos clericales, he recordado un leve suceso personal. Mi hermano Fernando −fallecido demasiado joven− tuvo el acierto de profesionalizar su gran afición, y se especializó en Derecho deportivo. 

Hace años le pregunté en una comida familiar sobre un conocido jugador de baloncesto que aparecía por aquellos días en la prensa. 
Con toda sencillez me contestó que no podía decirme nada, porque... era su abogado: toda una lección práctica de silencio de oficio, de secreto profesional, una práctica esencial para la confianza humana, antes aún y al margen de tantas leyes y reglamentos sobre protección de datos. Por eso, no es lícito grabar las conversaciones de un presunto delincuente con su defensor. Fue el gran error de Baltasar Garzón.
También los periodistas debemos vivir esa confidencialidad, protegida jurídicamente en algunos ordenamientos democráticos con la no revelación de la fuente de las informaciones. No sé si se ha desarrollado el artículo 20 de la Constitución española, que reconoce diversos derechos relacionados con la libertad de pensamiento y de información. 
Al final del párrafo primero se afirma que “la ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades”. La cláusula es una particularidad del contrato laboral de los periodistas, que puede aplicarse en el caso −en estos tiempos, no infrecuente− de cambios en la propiedad de los medios de difusión. 
El secreto, específicamente, se refiere a las fuentes. Su contenido es diverso, lógicamente, al de otras profesiones, que suele establecerse en los respectivos códigos deontológicos de los colegios o asociaciones.
La única peculiaridad quizá del secreto de la confesión es que no admite excepciones. El sacerdote está dispuesto a perder su vida antes que revelar la confidencia del penitente. No es afirmación teórica, como se comprobó, por desgracia, en los regímenes totalitarios del siglo XX. 
Aunque probablemente el confesor no actuará por miedo a la sanción, la pena canónica no puede ser más dura para quien viole directamente el sigilo sacramental: excomunión automática (latae sententiae) reservada a la Sede Apostólica.
Se trata de una realidad religiosa vivida pacíficamente en occidente, como recordaba hace unos días en el diario El Mundo el profesor Rafael Navarro-Valls, con referencia a las reglas procesales del Tribunal Penal Internacional, y a diversas sentencias de tribunales de EEUU que defienden la privacidad del sacramento: el confesor no puede considerarse “denunciante obligatorio” (mandatory reporter) según la ley civil.
Se comprende la clara reacción de los obispos de Australia, en respuesta oficial de la Conferencia a la aplicación legal de las recomendaciones que hizo en 2017 una Real Comisión que investigó los abusos sexuales a menores en instituciones públicas y privadas, religiosas y laicas: los sacerdotes no violarán el secreto de confesión para denunciar casos de abusos a menores, como tampoco se revela la identidad del penitente en ningún otro pecado. 
El informe atacaba también el celibato, aunque, como informaba el día 3 Aceprensa, “de los propios datos del informe se desprende que el 70% de los abusadores australianos no tenían ningún compromiso de vivir el celibato”.
La abolición del secreto no supondría mayor protección para los menores que las duras normas vigentes hoy en el ámbito eclesiástico, para prever ese tipo de crímenes. En ese caso “sería menos probable que un perpetrador o una víctima revelaran esto en confesión si se minara la confianza en el sigilo sacramental. Y así se perdería la oportunidad de animar a un perpetrador a que lo declare a las autoridades o a que las víctimas busquen seguridad”.
En este contexto, añadiré una idea que me ronda por la cabeza desde que se planteó esto, activada tras la lectura de comentarios inconsistentes aparecidos más recientemente en prensa española: no hace falta revisar el secreto de la confesión, porque nunca ampara delitos, de acuerdo con otro principio clásico de la moral cristiana; no cabe perdón sacramental para los pecados contra la justicia si no hay restitución del daño causado.
Al escribir estas líneas, no tengo a mano un tratado teológico, y me he limitado a lanzar una búsqueda en la edición digital del Catecismo de la Iglesia, que confirma ese principio, aun sin entrar lógicamente en detalles, tampoco necesarios aquí. A propósito de uno de los elementos de la “satisfacción”, recuerda la necesidad de reparar, como exigencia de la justicia: “por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas” (1459; vid también 2412 y 2414 sobre fraudes y robos).
En la Facultad de Derecho aprendimos el alcance de la restitución, de la mano de los clásicos: definían el derecho, objeto de la justicia, como quod est alteri debitum ad aequalitatem, es decir, restaurar la situación previa, para quedar "en paz" (una paz objetiva, más allá de la de la propia conciencia). El contenido exacto se determina por contratos o leyes generales, a los que −en el caso de abusos− remitirá el buen confesor, como gran aliado del exigible cumplimiento del orden jurídico: quien no restaure el derecho lesionado, no puede recibir la absolución.
Salvador Bernal, 
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Juan Ramón Domínguez Palacios
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