jueves, 1 de noviembre de 2018

Templanza, sobriedad


La templanza nos permite disfrutar de los bienes con libertad, sin permitir que nos dominen ni esclavicen. Todo hombre y mujer se reconocen frágiles ante los elementos, les resulta imprescindible poseer bienes con los que resolver la existencia.

Es necesario un mínimo de bienestar para practicar los valores. También es natural que, como seres vivos, sensibles e inteligentes, deseemos lo agradable, busquemos lo grato y placentero. Templanza es equilibrio en esta inclinación a lo agradable. 

Consiste en una armonía interior que permite a la persona elegir bien: modera estas inclinaciones para que no nos perjudiquemos, para que el afán de tener más no nos esclavice y los placeres no nos dominen.

La templanza permite que nuestra vida no pierda el norte. Si los placeres, los vicios, la avaricia de dinero acaparan la vida de las personas, estas pierden de vista el fin para el que han nacido, que es amar a los demás, hacer el bien, ser felices. Y es difícil el equilibrio y la armonía: heridos por la debilidad original, estas inclinaciones pueden llegar a ser muy fuertes.

Si son arrastradas por ellas, las personas renuncian a su grandeza y a su dignidad; se empequeñecen atraídas por unas metas que, una vez alcanzadas, no proporcionan la felicidad que se buscaba, se quedan presos de las cosas y de los placeres. Así, el hombre se encuentra ciego ante el horizonte y no camina, no crece, no se dirige a su plenitud humana.

La templanza es el escudo que protege de la ambición desmedida, de la avaricia, la codicia, la gula, la ira, la envidia, la lujuria, el excesivo lujo, vicios, apegos desordenados que llevan siempre a la tristeza, a la incapacidad para tener otros valores. A veces, algunas actividades, costumbres, aficiones que son en sí buenas se convierten en indispensables y les dedicamos excesiva atención y tiempo; de alguna forma, nos atan o nos impiden dedicarnos a deberes importantes.

La templanza es esa protección y amparo que nos permite mantener el equilibrio necesario para ayudar a los demás y ser felices.

Afán por el dinero: la codicia

El mal siempre comienza cuando aparece la codicia, el amor desmedido al dinero, cuando se desea tener siempre más, de un modo imparable para fines propios, para lujos, placeres y caprichos. El afán de poseer muchos bienes y darse a la buena vida pervierte el corazón del hombre. El lugar que debían ocupar los demás lo llena ahora el dinero, los bienes materiales que se han convertido en males.

Es una especie de epidemia que afecta a todos: a grandes y pequeños, a hombres y a mujeres, al que ya tiene y al que carece de todo. La codicia es una semilla que crece y lo invade todo. Arraiga en el alma. Echa fuertes raíces difíciles luego de arrancar. El amor a las riquezas se parece al agua salada; cuanto más se bebe, más sed da. El afán desmedido por poseer más nunca tiene fin, nunca se satisface y lleva a la infelicidad.

Se intenta llenar con bienes materiales un vacío interior, y eso es imposible. Nuestro corazón está hecho para Dios y solo Él puede llenarlo. Son abundantes las noticias sobre personas corruptas que evaden grandes capitales a paraísos fiscales, defraudan a la hacienda pública, invierten el dinero de los clientes en beneficio propio exclusivamente, participan en negocios delictivos… Siempre podemos ayudar a los demás para que comprendan cuáles son los verdaderos bienes y cuánta es la importancia de no idolatrar el dinero; recordarles que «no bajan con el rico al sepulcro sus riquezas».

El buen uso de la riqueza

Con gran facilidad, la abundancia de bienes hace olvidar que la vida es camino. El poeta castellano lo dice así: «este mundo bueno fue / si bien usásemos dél / como debemos, / porque, según nuestra fe, / es para ganar aquel / que atendemos»[ Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre].

Esta visión clara sobre el sentido de la vida humana, de la vida de cada uno, abre la generosidad de muchas personas: cientos de proyectos sociales nacen y se desarrollan financiados gracias a esta solidaridad.

Hospitales, colegios, centros de formación profesional, universidades, nuevas iglesias, centros de formación para sacerdotes, asociaciones sin ánimo de lucro, centros de acogida para personas con escasos recursos, comedores gratuitos: son innumerables las iniciativas en las que los ricos pueden ayudar.

Quienes se dedican a la empresa, naturalmente han de buscar obtener ganancias económicas razonables, como justa retribución de sus esfuerzos y del servicio que prestan a la sociedad. Pero han de evitar la tentación de buscar el dinero, el poder o el éxito profesional por encima de todo. (…) El dinero –como el poder o el prestigio– es solo un instrumento; no debe convertirse en un fin.

 Las grandes diferencias sociales y económicas que existen están reclamando la generosidad de los que más tienen. Solo así puede ir desapareciendo la injusticia. Cerrar los ojos ante la miseria que padecen tantas familias, ante el hambre de miles de niños, ante las carencias que sufren personas cercanas y lejanas, es una injusticia tan grande que no se puede medir.

Comemos para vivir, y no al revés. Sin embargo, la historia y el presente ofrecen espectáculos y acontecimientos que parecen desmentir esta afirmación tan natural. Porque se puede idolatrar la comida, se puede llegar al sibaritismo extremo y se puede comer y beber hasta la saciedad, sin decir basta, a pesar de los perjuicios sobre la salud. La gula rebaja al hombre: obnubilado por el comer pierde dignidad y grandeza, y esto ofende también a Dios, que nos creó para cosas grandes, buenas, maravillosas.

Es irracional consumir, por instinto, por avidez o placer, cantidades desproporcionadas. Esta ausencia de dominio degrada a las personas. No debemos magnificar la comida, como les ha ocurrido a algunas personas: comer no es un fin, sino medio para estar sanos y fuertes. La valoración excesiva del comer indica pobreza de valores. Enaltecer la comida -como ocurre en no pocos ambientes– demuestra que un materialismo egoísta se ha apoderado de las personas y ya no se ve que existen valores y bienes mucho más nobles.

Este es un consejo lleno de sabiduría: «come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra»[Miguel de Cervantes, El Quijote, II, 43].

La Biblia habla del vino que alegra el corazón del hombre, y sabemos que es cierto. Sin embargo, con el exceso en la bebida el hombre actúa contra sí mismo, no solo porque daña la salud, sino por los efectos de la embriaguez: embota los sentidos, impide la relación con los demás, provoca violencia, envilece y, si se convierte en vicio, impide trabajar y preocuparse por los demás.

Al fin, la persona no puede pasar sin la bebida y esta dependencia le provoca un fuerte desprecio de sí mismo. Un hombre de bien encuentra múltiples motivos para ser sobrio y razonable.

Comprar por capricho

 «Conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente»[San Josemaría Escrivá]. Un consejo para los hombres y mujeres de todos los tiempos y para todos, válido muy especialmente para nuestra sociedad de consumo. Es fácil dejarse fascinar por multitud de productos que se anuncian; mercados y escaparates ofrecen y presentan como necesarios caprichos en los que muchos cifran su felicidad.


Aprender a no enfadarse

La ira también se dirige contra la templanza, es una reacción incontrolada. Las personas que se enfadan con violencia perjudican y amargan a los de alrededor; a veces sus reacciones surgen por cuestiones banales. Las personas susceptibles y suspicaces tienden a enfadarse, aunque no existan motivos suficientes. 

Bastaría con que fuesen algo más razonables, más inteligentes, para comprender que ese comportamiento está fuera de lugar, desentona y resulta ridículo. La ira puede, también, permanecer soterrada: no aparece, pero interiormente se convierte en rencor. Así, existen personas que conservan durante mucho tiempo el recuerdo de la injuria recibida. En ocasiones, el afán de comodidad lleva a reaccionar mal ante un pequeño esfuerzo. 

Estas reacciones indican debilidad y, después de todo, se ve que la ira no sirve para nada y que mejor hubiera sido no enfadarse. Un sabio de la antigüedad se hace estas preguntas acerca de los enfados tontos: «¿De qué proceden en verdad esos accesos de ira por una tos o estornudo, por una mosca que no han espantado bastante pronto, por encontrar en nuestro camino un perro, por caer inadvertidamente una llave de la mano del esclavo? 

¿Soportará con tranquilidad los gritos populares, los sarcasmos del Foro y de la curia, aquel a cuyos oídos ofenden el ruido de una silla arrastrada? ¿Soportará el hambre y la sed en una guerra de estío el que se irrita contra el esclavo que ha disuelto mal la nieve en el vino?»[ Séneca, De la ira, II, XXV].


Todo está en reflexionar, restar importancia a lo que molesta, dejar de pensar en lo que nos ha irritado e intentar olvidarlo pronto.

Valor ejemplar de la templanza

El ejercicio de la templanza –este elegir entre los bienes los mejores– queda patente a los ojos de los demás: el trato cercano con las personas que ejercen esta virtud descubre que se trata de hombres y de mujeres muy libres, gente que no está atada a las riquezas, a los placeres, a la comodidad, a la fama.


Quienes han puesto el corazón en el verdadero tesoro gozan de la alegría y la paz que las cosas de la tierra no pueden dar. Por eso, son personas atrayentes, convincentes: sin alarde, sin llamar la atención, sus actos indican que hay más felicidad en dar que en recibir, en vivir desprendidos, que afanados por atesorar, en superar la inclinación al placer que en ser esclavos de las tendencias más bajas.

No conviene adaptarse a los niveles más bajos de la naturaleza humana, a pesar de que nuestro mundo haya vestido de glamur tantas actitudes que rebajan la dignidad de las personas. La templanza es virtud muy visible, sus actos son evidentes a los demás, aun cuando no sean llamativos; la sobriedad es el espejo en el que se descubre una vida plena y libre: detrás de ella se ve a alguien que ha elegido no vivir como un ave de corral, sino volar como las águilas, cerca de Dios. 

Los cristianos, en este contexto, pueden –Dios lo quiere así– ser reflejo vivo de Jesucristo, que nació y vivió pobre, llevaba una túnica de buena calidad, comió y bebió con personas de toda condición, en ocasiones no tuvo un techo donde dormir, algunos días no tenía tiempo para comer, no montó a caballo sino en burro y así recorrió a pie los caminos de Palestina de norte a sur. Al hablar de felicidad y bienaventuranza nombró a los pobres, los pacíficos, los limpios de corazón, los que lloran, los misericordiosos… “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el reino de los cielos”.

Juan Ramón Domínguez-Palacios

No hay comentarios:

Publicar un comentario