domingo, 25 de agosto de 2019

Amor de hombre

El papa Francisco acaba de anunciar la canonización del cardenal John Henry Newman para el próximo octubre en Roma. Newman es uno de los intelectuales ingleses más importantes del siglo XIX. En las universidades anglosajonas es texto de referencia su The idea of a University (1852), breve tratado sobre lo que debería ser una universidad. 

El escritor ateo Aldous Huxley, en su famosa distopía Un mundo feliz (1932), situó los escritos de Newman, junto con la Biblia y las obras de Shakespeare, entre los libros prohibidos por el controlador mundial, pues despertaban en el pueblo oprimido demasiadas ansias de pensar por su cuenta (algo que el poder tiránico no puede permitir). 

Beatificado por Benedicto XVI en su histórica visita al Reino Unido en el 2010, los restos del cardenal Newman fueron exhumados unos meses antes como parte del proceso, pero la mudanza de su cuerpo tuvo eco más allá del pedazo de tierra en el que descansaba. La controversia se centró en el curioso hecho de que Newman no estaba solo en su tumba, ya que había pedido ser enterrado en la misma parcela en que lo estaba otro sacerdote que le había sido muy próximo. 

“Me amó con una intensidad de amor que no podía explicar”, escribió Newman tras la muerte del padre Ambrose St John, quince años antes de que se produjese la suya. El objetivo de la exhumación era trasladar los restos de Newman a un sarcófago en el Oratorio de Birmingham, con el fin de que el pueblo pudiera acercarse más a las reliquias de este venerado pensador. Pero un conocido activista gay se opuso. “El entierro sólo tiene un objetivo: encubrir la homosexualidad de Newman y negar su amor por otro hombre”, alegó Peter Tatchell. 

Al final resultó que no había restos que trasladar. El ataúd, que no estaba forrado de plomo, se había descompuesto. Pero la controversia saltó a los medios, haciendo sombra a los grandes méritos intelectuales de Newman, sembrando la duda en la gente de si era verdad que Newman era homosexual y la Iglesia católica lo estaba tratando de ocultar. Si se le hubiera preguntado a Newman, la propia pregunta le habría parecido extraña. 

Para él, la idea de “ser homosexual” habría sido una categorización desconocida e incluso inútil; lo que importaba era lo que la gente hacía. Y en esa cuestión, sus contemporáneos y sus biógrafos están de acuerdo: Newman nunca rompió su voto de celibato. Muchas de sus amistades fueron intensas y con una carga emocional extraordinaria, pero siempre fueron castas. Esa confusión entre homosexualidad y celibato persiste hasta el día de hoy. 

El periodista gay francés Frederic Martel, en su último libro Sodoma (2019), acusa a muchos obispos y clérigos del Vaticano de ser homosexuales porque no entiende –y de la incomprensión salta a la burla– el compromiso de celibato que han hecho. Es una distinción importante que Newman nos puede ayudar a entender. A los 16 años, Newman experimentó una moción interior: “Era la voluntad de Dios que yo llevara una vida célibe”. 

Como anglicano, no despreciaba el matrimonio y pensaba que era algo bueno para la mayoría de la gente: “Creo que los párrocos rurales deberían, como regla general, casarse, y estoy seguro de que la mayoría de los hombres también deberían casarse”. Pero él eligió el celibato, primero como anglicano y –a partir de mediados de los años 40 del siglo XIX– como sacerdote católico. Para Newman este era un estado de vida que le permitía amar a Dios sobre todas las cosas, y amar a los demás muy intensamente, como lo había hecho Jesucristo. 

 Newman tenía una extraordinaria capacidad de amistad profunda con muchas personas, hombres y mujeres, como atestiguan sus 20.000 cartas recogidas en 32 volúmenes. A menudo escribía a sus amigos como carissimo –“queridísimo”– pero su época era más inocente, mucho menos sospechosa de las fuertes expresiones de amor entre hombres. Y no tenía miedo de ser muy cercano a algunas personas. “La mejor preparación para amar al mundo en general, y amarlo debida y sabiamente –escribió en una carta–, es cultivar una amistad y un afecto íntimo hacia los que están a tu alrededor”. 

De ahí su profunda amistad con los que le rodeaban: John Bowden como estudiante, Richard Hurrell Froude y Frederic Rogers como profesor en Oxford, y Ambrose St John como sacerdote católico. Ambrose St John había coincidido en Oxford con Newman; se hicieron católicos juntos, y fueron ordenados sacerdotes en Roma al mismo tiempo. Cuando Newman fundó el Oratorio en 1848, St John fue uno de los primeros miembros. Siendo quince años más joven que Newman, cuando murió repentinamente a los 60 años, Newman quedó destrozado. “Nunca he pensado que ningún duelo pueda ser igual al de un esposo o una esposa –escribió–, pero siento que es difícil creer que uno puede ser más grande, o que el dolor pueda ser mayor que el mío”. 

Unos quince siglos antes, san Agustín escribía en sus Confesiones de un modo igualmente afligido sobre la muerte no de su amante, sino de su mejor amigo. “Mis ojos lo buscaban por todas partes, pero no lo veían; y odiaba todos los lugares porque él no estaba en ellos, porque no podían decirme: ‘Mira, él viene’, como lo hacían cuando estaba vivo y ausente’’. En la última página de la Apología de Newman podemos leer la lírica dedicatoria que hace a sus hermanos oratorianos, especialmente a “Ambrose St John, a quien Dios me dio, cuando se llevó a todos los demás; que son el vínculo entre mi antigua vida y la nueva; que ahora, durante 21 años, han sido tan devotos de mí, tan pacientes, tan celosos, tan tiernos”. 


La famosa novelista George Eliot, contemporánea suya, quedó muy impresionada. “Por favor, marca ese hermoso pasaje en el que da las gracias a su amigo Ambrose St John –le escribió a un amigo–. No hay nada que me guste más que ver que el dulce amor fraterno es una realidad en el mundo”. 


San John Henry Newman pasará a la historia como un gigante intelectual con un legado que tardaremos décadas en entender con la profundidad debida. Pero cuando sea canonizado, el nuevo santo también nos recordará uno de los frutos más valiosos del celibato sacerdotal bien vivido: el poder amar a muchas personas –una a una– muy intensamente, con un amor casto, desintere­sado, de amistad, de servicio, de entrega total de sí.

Jack Valero
lavanguardia.com

Juan Ramón Domínguez Palacios 




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