Una imagen que pervive en mi memoria con especial viveza. La imagen de Juan Pablo II sentado en una silla frente a su frustrado asesino, ocuparía aquella noche los telediarios del mundo entero
Tal día como ayer, 27 de Diciembre, en 1983, Juan Pablo II fue a la cárcel de Rebibbia, al noroeste de Roma, para hacer suya la obra de misericordia querida por el Maestro: “Estuve en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25, 36). El futuro santo sabía que Cristo le esperaba entre aquellos reclusos, que eran más de mil entre varones y mujeres. Se detuvo dos horas largas con ellos. Con la mitad, en un encuentro presencial y el resto lo siguió por circuito cerrado de televisión. Con Alí Agca, el hombre que atentó contra su vida el 13 de Mayo de 1981 en la plaza de san Pedro, tuvo una entrevista especial de veinte minutos.
La imagen de Juan Pablo II sentado en una silla frente a su frustrado asesino, ocuparía aquella noche los telediarios del mundo entero: en el Telegiornale italiano fue la imagen estrella de apertura como pude ver por residir en Roma. Una imagen que pervive en mi memoria con especial viveza.
El papa Wojtyla nos ofreció un perpetuo testimonio de perdón y, por lo mismo, siempre actual. Su perdón de corazón brotó instantáneo, como la sangre de su cuerpo al impacto de las balas aquel 13 de Mayo. Y cuatro días después, el domingo 17, en la Plaza de san Pedro, lo hizo público. Repleta de gente como si nada hubiera ocurrido el miércoles anterior, los allí congregados pudimos oír, en un hilillo de voz, llegado desde su postración en el Policlínico Gemelli, sus palabras: "Sé que estos días, especialmente en esta hora del ‘Regina coeli’, estáis unidos a mí. Emocionado, os doy las gracias por vuestras oraciones y os bendigo a todos. Me siento particularmente cercano a las dos personas que resultaron heridas juntamente conmigo. Rezo por el hermano que me ha herido, al cual he perdonado sinceramente”. Año y medio después, en aquella Navidad de 1983, reiteraba su perdón e iba mucho más lejos: nos dejaba a todos un mensaje imperecedero de dos grandes verdades.
Dios es Padre y Amor sin fronteras; siempre perdona; sea cual haya sido nuestra vida anterior nos ofrece su clemencia y, con ella, la alegría de sabernos acogidos en su perdón misericordioso, si no lo rechazamos. También: quien se sabe perdonado por Dios, Fuente de Bondad, puede hacerse a su vez fuente de perdón y de paz para los otros. Dos realidades, inseparables, que se reclaman mutuamente porque se originan en el mismo Hontanar: en el “Dios que es amor” (I Jn. 4, 8). Buena parte de nuestra felicidad reside ahí: en la paz del corazón, libre de cadenas que atan.
No fue casualidad el tiempo del año, ni el día que el papa escogió para expresar esas verdades. Tiempo de Navidad, cuando el amor de Dios, en Cristo, llegó para perdonar y salvarnos a todos. Así, su Vicario en la tierra se hizo presente en la cárcel para ofrecer la cercanía del divino Maestro. Y entre aquellos días escogió el 27, especialmente significativo: la fiesta de san Juan, el apóstol que, inspirado por el Espíritu escribió: “Dios es amor”. A esto se refirió expresamente en el encuentro con los reclusos: a Dios que, por ser amor infinito, perdona y nos invita al perdón.
Al salir de la celda en la que Wojtyla habló con su agresor nada declaró; poco más tarde solo comentaría: “Las cosas sobre las que conversamos se mantendrán en secreto entre él y yo; hablé con él como con un hermano al que he perdonado, y quien tiene toda mi confianza”. Reacción y conducta ejemplares las del papa, que invitan a plantearnos preguntas muy personales: ¿Nos comportarnos así con quienes nos han causado algún mal? ¿Guardan nuestros corazones motivos de agravio −reales o, desdichadamente infundados− que el amor de Dios nos pide perdonar?
El estrés al que la vida nos somete, con roces y tensiones en el trabajo, agobios económicos, etc., suscita motivos para sentirse ofendidos, y llega también al ámbito de la vida familiar. Así brotan enfrentamientos entre las personas. Experimentamos que los resentimientos no solo nos distancian de otros sino, en primer lugar, de nosotros mismos: son como ataduras interiores que roban la paz del corazón, porque nos apartan del amor de Dios y resultamos ser los primeros perjudicados.
Este es el mensaje que Juan Pablo II, con sus gestos y palabras nos dejó en aquel encuentro: animarnos al perdón mutuo, sabiendo que cada uno de nosotros somos, ante todo, objeto del perdón que Dios nos ofrece.
Después de estar con Alí, departió durante dos largas horas con los restantes reclusos: en la Capilla del penal les dirigió palabras de aliento y esperanza, animándoles a rehacer su vida confiados en Dios. Vale la pena recordar algunas de sus palabras:
“Deseo para (…) cada uno de vosotros y vuestras familias, un mejor porvenir. Os dejo esta verdad fundamental: la seguridad de que Cristo está entre vosotros (…), porque a todos nos ha dicho: si habéis visitado a un prisionero, me habéis visitado a mí”. Después, desde aquella cárcel de Roma, el corazón del papa parecía abrirse no solo a los reclusos sino al mundo entero.
Con vistas al inminente Año Nuevo, proseguía: “La luz que nos trae la Navidad, es la estrella que conduce a los hombres como guió a los Magos; diría que los conduce por caminos largos, (…) que conducen, al fin, a un punto seguro. Este punto seguro de toda realidad humana es Dios que, en Cristo, nos ha revelado que es Amor”. Por eso, concluía deseando a todos “un año mejor que el que está para terminar. Será un año mejor si en nuestro corazón conseguimos dejar más espacio a Dios, que es amor”. Aquí −me permito apuntar− está la clave de todo el mensaje: que cada uno deje en su vida “más espacio a Dios”, fuente de toda paz y perdón. También ahí está el secreto de que los deseos de ese ”¡Feliz Año Nuevo!” que dirigimos a conocidos y amigos, no queden en una frase hecha sin convertirse en realidad. ¿Quién, en este terrible año del Covid-19, no anhelará para todos un año mejor que el que está a punto de terminar? Hoy, Juan Pablo II nos lo volvería a desear con especial intensidad: “dejar más espacio a Dios”.
Permítase retomar la entrevista con Alí Agcá. Un conocido periodista de la prensa vaticana, Svidercoschi, comentó que Alí, incrédulo ante cómo pudo fallar en su intento de asesinar al papa, le habría preguntado: “Pero, ¿cómo es posible que usted no esté muerto?”. Sabido es el comentario de Juan Pablo II; en la reunión con los otros reclusos, les dijo: “He podido estar con la persona que ya conocéis y que atentó contra mi vida; pero la Providencia ha conducido las cosas a su manera, diría excepcional, (…), maravillosa”. Fue más explícito aún al cumplirse un año del atentado, cuando acudió a Fátima; allí, en la Capilla de las apariciones, decía a la multitud: “Deseo haceros una confidencia: (…) al retomar la conciencia después del atentado (…) mi pensamiento se dirigió inmediatamente a este Santuario, para dejar en el Corazón de la Madre celestial mi agradecimiento por haberme salvado del peligro”.
Una de las balas que iba a acabar con su vida, la regaló al Obispo de Fátima para la Virgen. Luce hoy en la corona de María. ¿Por qué no acudir también nosotros a Ella, y pedirle su protección para este Nuevo Año que ahora comienza? Un aplauso a la ciencia y bienvenidas las deseadas vacunas, pero sin olvidar nunca que donde esté la protección de una Madre…
Con mis mejores deseos a todos en el Año Nuevo.
José Antonio García-Prieto Segura,
en religion.elconfidencialdigital.com
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