¿Qué es la libertad? No ser esclavo de nada. (Séneca)
La libertad, Sancho, es uno de los mayores dones que a los hombres dieron los cielos. (Don Quijote)
Siendo la vida humana tránsito temporal hacia la eternidad, los reyes deben recordar que han de morir, y que el juicio que Dios va a pronunciar sobre ellos es más severo que sobre el común de los mortales. (Isabel la Católica)
1. Noción y clases de libertad
Hace dos millones de años apareció por las llanuras de Tanzania el homo sapiens. Sucio y desmelenado, no parecía lo que realmente era: un superdotado en cuya dotación se escondía una novedad de valor incalculable: la libertad inteligente. Esa diferencia inmaterial le convertía en el único animal capaz de ver la realidad como tierra en la que pueden germinar unas semillas invisibles que llamamos posibilidades.
Pues en la rama no está escrita la flecha que podría llegar a ser. Y los metales no piden ser convertidos en automóviles. Ni el agua es energía eléctrica. Sin embargo, el ser humano descubre ésas y otras muchas posibilidades inverosímiles. La libertad inteligente se convierte así en una fabulosa hormona de crecimiento administrada a la realidad. El mundo se multiplica entonces en mil mundos: surge el progreso.
Ahí no acaban las sorpresas. Gracias a la libertad inteligente, poseemos la admirable posibilidad de autodeterminarnos. La oveja siempre temerá al lobo, y la ardilla siempre vivirá en las copas de los árboles. Sólo saben desempeñar, como cualquier otro animal, un papel necesariamente específico, invariablemente repetido por los millones de individuos que componen la especie, quizá durante millones de años. El ser humano, por el contrario, elige su propio papel, lo escribe a su medida con matices más personales, y lo lleva a cabo con la misma libertad con que lo concibió: por eso progresa y tiene historia, mientras el animal solo tiene naturaleza. Visto un león, decía Gracián, están vistos todos, pero visto un hombre, solo está visto uno, y además mal conocido.
Nuestra condición racional nos hace necesariamente libres, pues conocer y no escoger sería un absurdo psicológico, una servidumbre insufrible. Así se explica que perder la libertad pueda llegar a repugnar tanto como perder la propia vida. Por boca de don Quijote, Cervantes nos dice que “la libertad es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la Tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”.
Lo que define la libertad es el poder de dominar los propios actos, la capacidad de proponerse una meta y dirigirse hacia ella, el autodominio con el que las personas gobernamos nuestras acciones. Cuando Julio César, en la versión de Shakespeare, teme ser asesinado y decide no acudir al Senado, se entabla este brevísimo diálogo:
– Decio, id y comunicad que César no irá.
– Poderosísimo César, dejadme alegar alguna causa para que no se burlen de mí.
– ¡La causa es mi voluntad! ¡Que no iré!
En el acto libre entran en juego las dos facultades superiores del alma: la inteligencia y la voluntad. La voluntad elige lo que previamente ha sido conocido por la inteligencia. Para ello, antes de elegir, delibera: hace circular por la mente las diversas posibilidades, con sus diferentes ventajas e inconvenientes. La decisión es el corte de esa rotación mental de posibilidades. Me decido cuando elijo una; pero no es ella la que me obliga a tomarla: soy yo quien la hace salir del campo de lo posible.
Un indio cherokee explica a su pequeño hijo que en el interior de todo hombre luchan dos lobos, uno bueno y otro malo. El malo personifica la mentira, la pereza, la lujuria, la envidia, la deslealtad… En el bueno brillan la generosidad, la moderación, el esfuerzo, el respeto, la amistad…
– ¿Y qué lobo vence al final? –pregunta el niño.
– El que tú alimentes, hijo mío.
Hay una libertad física que equivale a la libertad de movimiento: poder ir y venir, entrar o salir, subir o bajar, hacer esto o aquello. Pero la raíz de la libertad está en la voluntad, y la acción voluntaria es, ante todo, una decisión interior. Esto es sumamente importante, pues significa que la persona privada de libertad física sigue siendo libre: conserva la libertad psicológica. Lo expresa muy bien Viktor Frankl, un psiquiatra judío que estuvo internado en un campo de exterminio nazi. En el libro El hombre en busca de sentido afirma que al ser humano se le puede arrebatar todo salvo la última libertad: la elección de su propio camino. Luego añade:
¿Quién es en realidad el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. El ser que ha inventado las cámaras de gas y al mismo tiempo ha entrado en ellas, con paso firme, musitando una oración.
2. Resumen histórico
Los orígenes de la reflexión ética sobre la libertad se nutren de las tres raíces de Occidente. En Grecia y Roma se valora la libertad como una enorme conquista política. “Para ser libres nos hacemos esclavos de las leyes”, repetirán Heráclito, Aristóteles, Cicerón y Séneca. Ubi libertas, ibi patria, dirán los romanos con expresión insuperable. Esa libertad –política, ciudadana, física– se complementa con la libertad interior, de la que Sócrates es su máximo exponente entre los griegos. El filósofo ateniense pasará a la historia por su defensa de la libertad de conciencia. En su estela, los epicúreos y los estoicos reducirán la filosofía a una ética, y la ética a libertad interior, serenidad de ánimo, autarquía.
La ética estoica recomienda librarse de las pasiones y de los temores, ser indiferente al dolor y al placer, alcanzar la serenidad de ánimo, mantenerse imperturbable. Ello se consigue poniendo en práctica la fórmula sustine et abstine, “aguanta y renuncia”. El estoico quiere ser autosuficiente, bastarse a sí mismo. Con cierta radicalidad, proclama que la felicidad se encuentra en la liberación de las pasiones. Y, para evitar desengaños, cultiva la indiferencia hacia los bienes que la fortuna puede dar o quitar.
Séneca, romano de la primera mitad del siglo I, es el estoico que más influjo ha tenido en la posteridad. Entiende la libertad como un espacio interior donde vivir en paz, en medio de unos tiempos decadentes y convulsos. Lo expresa muy bien en aforismos que se han hecho célebres:
– Obedecer a Dios es libertad
– La libertad es no ser esclavo de nada
– Quien persigue el placer vende su libertad
– Considero a mi cuerpo cadena de mi libertad
– Las riquezas son el salario de las esclavitudes
La libertad estoica también consiste en escudriñar y respetar las leyes que gobiernan el mundo, en aceptar de buen grado la necesidad. El ejemplo clásico es el perro atado a la parte posterior de un carro. Si quiere seguirlo, andará por propia voluntad lo mismo que andaría por necesidad. Si no quiere seguirlo será arrastrado y sufrirá inútilmente. Algo parecido les sucede a los hombres, atados al Destino. Julián Marías ve en el estoicismo “una moral mínima para tiempos duros, una moral de resistencia, hasta que la situación sea radicalmente superada por el cristianismo”.
Toda religión implica una ética, un determinado fundamento y estilo de conducta. La ética que deriva de la religión cristiana presenta un primer rasgo diferencial: no es tanto un sistema de ideas y preceptos como la imitación de una persona llamada Jesucristo que predica un modo de vida basado en el amor y en una promesa de inmortalidad feliz. Si nos preguntamos qué aporta el cristianismo a la cultura grecolatina, hemos de reconocer que, muy por encima de la mera superación de los mitos, aporta un encuentro entre la criatura y el Creador.
Unas breves palabras de Jesucristo revolucionan para siempre nuestra concepción de la libertad: “Si permanecéis en mi palabra (…) conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. No se refieren a la verdad científica o histórica, ciertamente inabarcable e insondable. Se refieren a sí mismo, que se presenta como verdadero y único Dios. Tampoco se refieren a la libertad física, sino a la interior, con una profundidad no imaginada por los estoicos.
La libertad cristiana es liberación de la ignorancia y el miedo. San Pablo dirá que Cristo, con su resurrección, demuestra que es Señor de la vida y de la muerte, y así “liberó a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos”. La liberación cristiana abarca:
• la ignorancia moral
• la esclavitud del pecado
• la incertidumbre existencial
• el sinsentido de la vida
• el miedo al dolor y al infortunio
A mediados del siglo XIX, el liberalismo y el marxismo representan dos formas extremas y contrarias de entender la libertad, con una evolución muy diferente: mientras el marxismo comunista se convirtió en una cárcel para cientos de millones de personas, el liberalismo, aliado con la democracia y moderado por leyes y sindicatos, ha sido capaz de gestionar el orden social complejo de las sociedades modernas. En las democracias liberales encontramos hoy libertad de conciencia y tolerancia religiosa, libertad para la investigación científica, libertades académicas, libertad de prensa, libertad de empresa y de trabajo.
La defensa y el incremento de las libertades puede tener –como contrapartida contraria a la ética– su absolutización y arbitrariedad, pues el liberalismo tiende a negar la existencia de una naturaleza humana normativa que defina el bien y el mal. Entendemos que un reloj solo es bueno cuendo indica correctamente la hora, y que cualquier instrumento se justifica por su rendimiento. Algo similar podemos decir de la libertad y de sus elecciones, que pueden ser buenas o malas, justas o injustas, como veremos con detalle en temas sucesivos.
3. Libertad limitada
La libertad no es absoluta porque el hombre tampoco lo es. Su limitación es triple: física, psicológica y moral. Está físicamente limitado. Su limitación psicológica también es múltiple y evidente: no puede conocer todo, no puede quererlo todo, los sentimientos le zarandean y condicionan constantemente. La limitación moral aparece desde el momento en que descubre que hay acciones que –aunque puede– no debe realizar: puede insultar porque tiene voz, pero no debe hacer tal cosa.
Esta triple limitación no es algo negativo. Parece lógico que a un ser limitado le corresponda una libertad limitada: que el límite de su querer sea el límite de su ser. Si la libertad humana fuera absoluta, habría que comenzar a temerla como prerrogativa de los demás, y lo más prudente sería no salir de casa.
La libertad tampoco es un valor absoluto, porque tiene un carácter instrumental: está al servicio del perfeccionamiento humano. Los colores y el pincel están en función del cuadro; la libertad está en función del proyecto vital que cada ser humano desea, es el medio para alcanzarlo. Por eso la libertad no es el valor supremo; de hecho, nos interesa en la medida en que apunta a algo más allá de sí misma, algo que la supera y marca su sentido: el bien.
Ser libre no es, por tanto, ser independiente. Al menos, si por independencia entendemos no respetar los límites señalados anteriormente. Cortar esos vínculos sería cortar las raíces o lanzarse a navegar sin rumbo. Por eso, en palabras de Tocqueville, “la Providencia no ha creado al género humano ni enteramente independiente ni completamente esclavo. Ha trazado, es cierto, un círculo mortal a su alrededor, del que no puede salir; pero dentro de sus amplios límites el ser humano es poderoso y libre, lo mismo que los pueblos”. Se ha de entender, por tanto, que el ser humano no se crea a sí mismo, nace con sus límites y con la doble posibilidad de encontrar o perder el camino que le corresponde como persona.
La limitación humana supone que cada elección lleva consigo una renuncia: estar leyendo este tema significa no poder, al mismo tiempo, jugar al tenis o nadar. A su vez, nadar supone no poder, a la vez, montar en bici o pasear. El problema que se plantea debe resolverlo la inteligencia sopesando el valor de lo que escoge y de lo que rechaza. ¿Quién se atreverá a decir que escoge la vagancia o la hipocresía porque valen tanto como sus contrarios? Puestos a renunciar, sólo vale la pena preferir lo superior a lo inferior.
A simple vista podría pensarse que las leyes son el principal enemigo de la libertad, y así lo piensan los ácratas. Sin embargo, tal oposición sólo es aparente, porque la alternativa a la ley humana es la ley de la selva. Tampoco es correcto identificar lo libre con lo espontáneo. La libertad, desde cierto ángulo, es justamente la negación de la espontaneidad, pues supone el dominio de la razón y de la voluntad. Espontáneamente mentiríamos, insultaríamos, rechazaríamos el esfuerzo y el sacrificio, pero solo somos libres cuando entre el estímulo y nuestra respuesta interponemos un juicio de valor y decidimos en consecuencia.
4. Libertad condicionada
Vivimos en un mundo que impone condiciones. Nacemos entre leyes, cosas y personas: “Yo y mi circunstancia”, resumía Ortega. Por eso, nuestra libertad está siempre condicionada por lo que existe en torno a ella. El humorista Forges ironizaba en una de sus viñetas:
Soy libre…
Puedo elegir el banco que me exprima;
La cadena de televisión que me embrutezca;
La petrolera que me esquilme;
La comida que me envenene;
La red telefónica que me time;
El informador que me desinforme
y la opción política que me desilusione.
Estamos condicionados por las circunstancias de nuestro nacimiento: no es lo mismo nacer en un continente que en otro, en una familia pobre o acomodada, culta o inculta; no es lo mismo que la lengua materna sea el inglés o el tagalo, estudiar en la universidad o trabajar en la mina. Especialmente estamos condicionados por las personas que nos rodean. Quien tiene un padre gravemente enfermo no puede diseñar su vida al margen de ese condicionamiento tan claro. Quien debe sostener a su familia no puede tomar ninguna decisión importante sin tener en cuenta esa obligación.
No hay que mirar con malos ojos estos condicionamientos inevitables. Afectan a todo el mundo. Son parte de la condición humana, nos obligan a dar lo mejor y configuran nuestra personalidad. Sin ellos, podríamos ser personas amorfas, sin contornos ni contrastes. No compensa gastar energías imaginando lo que haríamos si las cosas fueran de otro modo. Sirve de poco, y se corre el riesgo de soltar la fantasía y acostumbrarse a vivir de quimeras, fuera de la realidad. No es real una libertad sin condiciones: nadie la posee. Los condicionantes son, en cierto modo, como las reglas del juego, lo que hace que la vida humana sea tal.
Soportando las condiciones más adversas durante dos interminables años, oculta en un escondrijo disimulado en la trasera de una nave comercial de Amsterdam, Ana Frank no pierde su libertad interior y sigue siendo una chiquilla vivaz, jovial, decidida y sensible, con rasgos de mujer que no ha dejado de ser niña. Esa mezcla de madurez y frescor otorga a su diario un maravilloso encanto. Rara es la página sin una observación perspicaz junto a la expresión ingenua de la pequeña escritora que aún no conoce las tristezas y fealdades de la vida. En noviembre de 1942, con apenas trece años, escribe:
Soy una muchacha que tiene su ideal o, mejor dicho, tengo ideales, ideas, propósitos y proyectos, aunque todavía no logre expresarlos. Cuando estoy sola, por la noche, y hasta de día, mi alma se llena de proyectos.
La libertad interior de Ana no es sentimental e ineficaz, sino muy práctica, empujada por una voluntad fuerte y sostenida con tenacidad. Sueña con ser periodista y comerse el mundo. El 5 de abril de 1944 se pregunta qué sentido tiene su exigente horario de estudio en el refugio, cuando el fin de la guerra parece remoto e irreal. Ésta es su respuesta:
Debo seguir estudiando para no ser ignorante, para progresar, para ser periodista, porque eso es lo que quiero ser (...) Aparte de un marido e hijos, necesito otra cosa a la que dedicarme. No quiero haber vivido para nada, como la mayoría de las personas. Quiero ser de utilidad y alegría para los que vivan a mi alrededor, aun sin conocerme. ¡Quiero seguir viviendo, incluso después de muerta! Y por eso le agradezco tanto a Dios que me haya dado desde que nací la oportunidad de instruirme y de escribir, o sea, de expresar todo lo que llevo dentro de mí.
5. La elección del mal
Gracias a la libertad podemos elegir caminos diversos para llegar a un buen fin. Inclinarse por algo que aparte del fin bueno –en eso consiste el mal– es una degradación de la libertad.
Sabemos, por experiencia, que el carácter instrumental de la libertad hace que su uso pueda ser doble y contradictorio, como un arma de dos filos que se usa contra uno mismo o contra los demás: esclavitud, asesinato, alcoholismo, drogadicción, y también simple pereza, irresponsabilidad, mal carácter, cinismo, envidia, insolidaridad... Las dimensiones del mal, dice José Antonio Marina, muestran hasta qué punto es precaria la grandeza humana, y hasta qué punto es importante la tarea de la ética.
¿Por qué elegimos mal? Nadie tropieza porque haya visto el obstáculo. Del mismo modo, cuando libremente se opta por algo perjudicial, esa mala elección es una prueba de que ha habido alguna deficiencia: no haber advertido el mal o no haber querido con suficiente fuerza el bien. En ambos casos la libertad se ha ejercido defectuosamente, y el acto resultante es malo. No siempre es fácil saber qué cosas se deben preferir sobre otras. Por eso es importante la deliberación previa. “Y, si se trata de cuestiones importantes, nos dejamos aconsejar y desconfiamos de nosotros mismos”, recomienda Aristóteles.
Es patente que la voluntad rechaza en ocasiones lo que la inteligencia presenta como bueno. Incluso el que aconseja bien puede no ser capaz de poner en práctica su buen consejo. En esos casos, para evitar la vergüenza de la propia incoherencia, el hombre suele buscar una justificación con apariencia razonable —las razonadas sinrazones de Don Quijote— y se tuerce la realidad hasta hacerla coincidir con los propios deseos. El mismo lenguaje se pone al servicio de esa actitud con expresiones típicas: esto es normal; todo el mundo lo hace; no perjudico a nadie…
Aunque la libertad hace posible la inmoralidad, conviene no olvidar que la transgresión moral produce siempre un daño, a veces muy grave. Cualquier psiquiatra sabe que, en la raíz de muchos desequilibrios, se esconden acciones a veces inconfesables. Ser libre no significa estar por encima de la ética, y la inmoralidad nunca debe defenderse en nombre de la libertad, pues entonces todo sería justificable.
6. Libertad y responsabilidad
Los actos libres son imputables al sujeto que los realiza, porque sin su querer no se habrían producido. Además –siguiendo a Kant–, todo el que daña debe ser castigado para que experimente las consecuencias de sus actos.
Quien obra es quien escoge los fines y los medios y, por consiguiente, quien mejor puede dar explicaciones sobre los mismos. Si la libertad es la capacidad de elegir, la responsabilidad es la aptitud para responder por esas elecciones. Libre y responsable son dos conceptos paralelos e inseparables, y por eso se ha dicho que a la Estatua de la Libertad le falta, para formar pareja ideal, la Estatua de la Responsabilidad.
La responsabilidad es propia de quien escoge y realiza libremente sus actos. La experimentamos como una obligación interna que denominamos deber moral. Si no estuviéramos obligados internamente, nadie desde fuera podría exigirnos apelando a ese deber, como nadie exige nada a un bebé, a una mosca o a una silla. El arquetipo clásico de toda responsabilidad es la de los padres hacia sus hijos. El mero respirar del recién nacido lanza un invencible “debes” al mundo que lo rodea.
En la Ética a Nicómaco, Aristóteles dibuja el perfil de la responsabilidad personal en estos términos:
• No depende de nosotros sentir calor o frío, pero sí dependen nuestros actos libres.
• Cualquiera sabe que la maldad es voluntaria, y los legisladores así lo aceptan cuando penalizan a los que van contra la ley.
• Cada uno es responsable de sus acciones voluntarias, y es evidente que la virtud y el vicio están entre las cosas voluntarias, pues no hay ninguna necesidad de cometer acciones malas; por eso es censurable el vicio y elogiable la virtud.
¿Ante quién debemos responder? Toda persona es responsable ante los demás y ante la sociedad. Ante los demás, en la medida en que su conducta les afecte: no es lo mismo poner una calificación injusta que condenar a muerte a un inocente, como tampoco es igual la responsabilidad del ciclista y del camionero en el caso de que ambos no respeten un semáforo. Las responsabilidades sociales también dependen mucho de las circunstancias: quien siembra tomates no tiene la misma responsabilidad que quien siembra marihuana, y no es lo mismo ser primer ministro que leñador. Para los ámbitos de la ecología y la bioética, el filósofo alemán Hans Jonas propone un principio de responsabilidad semejante al imperativo categórico kantiano: obra de tal manera que no pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra.
La responsabilidad de gobernantes, altos cargos y funcionarios públicos se concreta, desde muy antiguo, en la obligación de rendir cuentas al final de su ejercicio. Así se evita, en la medida de lo posible, la imprudencia, la incompetencia y el abuso de poder. En las democracias modernas, el control del poder puede ser constante por medio de mecanismos como la transparencia, la justificación y el castigo. La posibilidad de sancionar –exposición pública, remoción del cargo, multas y cárcel– es esencial para que la rendición de cuentas sea realmente eficaz.
7. La responsabilidad última
Decíamos que ser responsable significa tener que responder de algo ante alguien. En las grandes tradiciones sapienciales ese Alguien se escribe con mayúscula, y es el fundamento último de toda responsabilidad. Él preside el juicio a los muertos, y los premia o castiga definitivamente según sus obras en esta vida.
En el antiguo Egipto, las almas de los muertos se justificaban ante el tribunal de Osiris con una pormenorizada declaración de inocencia. En la antigua Grecia, Platón dedica a ese desenlace las últimas páginas de la República. En ellas leemos, asombrados, el extraordinario mito de Er, un soldado que muere en combate y resucita diez días más tarde para contar a los vivos, de parte de los dioses, lo que les espera después de la muerte, en el Hades.
Las referencias al juicio de los muertos son constantes en Homero y los trágicos. Cuando Creonte pregunta a Antígona por qué ha desobedecido la prohibición de sepultar y rendir honras fúnebres a su hermano, escucha esta respuesta:
No fue Zeus quien dio esa orden (...). Y no creo que tus decretos tengan tanta fuerza que obliguen a transgredir las leyes no escritas e inmutables de los dioses, siendo tú mortal. Esas leyes no son de hoy o de ayer, pues siempre han tenido vigencia y nadie sabe cuándo aparecieron. Además, por temor a lo que piense un simple hombre no iba yo a sufrir el castigo divino por su incumplimiento.
La responsabilidad ante Dios ha fundado los grandes textos constitucionales de la Historia, ha alumbrado naciones, inspirado legislaciones, conformado mentalidades y configurado el ejercicio recto de las profesiones. Un ejemplo notable lo encontramos en el juramento hipocrático, pronunciado por sucesivas generaciones de médicos desde hace dos mil años.
Juro por Apolo –y pongo por testigos a todos los dioses– que atenderé a los enfermos de la manera que les sea más provechosa, evitando todo mal y toda injusticia. Que no escucharé a quien me pida un veneno mortal, ni sugeriré a nadie cosa semejante. Que me abstendré de aplicar abortivos a las mujeres. Que viviré y ejerceré mi profesión con inocencia y pureza. Que no cometeré acciones injuriosas o corruptoras, y evitaré sobre todo la seducción de mujeres u hombres, libres o esclavos. Que guardaré secreto sobre lo que oiga y vea como médico, siempre que no sea indispensable divulgarlo. Si observo con fidelidad este juramento, séame concedida la felicidad y la honra. Si lo quebranto y soy perjuro, caiga sobre mí la suerte contraria.
Innumerables las referencias al Juicio Final. Las palabras más explícitas las pronuncia el mismo Cristo, cuando explica que pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Después premiará a las ovejas con “el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque (…) estuve desnudo y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme”. En cambio, a los cabritos les dirá: “Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber (…); estuve enfermo y en la cárcel , y no vinisteis a verme”. La Biblia concluye precisamente con la visión profética del Juicio Final en las páginas del Apocalipsis. El autor ve cómo resucitan los muertos para presentarse ante el trono de Dios. Entonces se abre el libro de la vida, donde están consignadas las buenas acciones, “y todo el que no fue hallado en el libro de la vida fue arrojado en el estanque de fuego”.
La Biblia, sin embargo, no tiene hoy la última palabra. Desde hace décadas, en muchos ámbitos del mundo occidental se niega o se pone en entredicho la existencia de Dios. Esa indiferencia o negación tiene una gran repercusión en la conducta humana. Sin Dios cae la principal barrera que nos protege de la injusticia y de un permisivismo exagerado, como veremos en el epígrafe 10.6 y en los dos últimos capítulos del libro.
Ética actualizada, Jose Ramón Ayllón (Homo Legens, 2021)

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