Os invito a leer esta entrevista al cardenal Mauro Piacenza sobre el celibato sacerdotal: "Nosotros, ante las situaciones aparentemente más desastrosas, no debemos asustarnos. El Señor, en la barca de Pedro, parece que dormía, ¡parece! Debemos actuar con energía, como si todo dependiese de nosotros pero con la paz de quien sabe que todo depende del Señor"
El cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, raramente interviene en el debate público. Rehuye, de hecho, toda demagogia y presencialismo y es conocido como hombre de incansable y silencioso trabajo y como eficaz observador de todos los fenómenos que afectan a la cultura contemporánea.
Extraordinariamente nos ha concedido esta entrevista sobre temas “candentes”, en un clima de cordialidad, mostrando esa creatividad pastoral que siempre aparece en un auténtico y fiel Pastor de la Iglesia.
Eminencia, con sorprendente periodicidad, desde hace varias décadas, vuelven a aparecer en el debate público algunas cuestiones eclesiales, siempre las mismas. ¿A qué se debe este fenómeno?
Siempre en la historia de la Iglesia ha habido movimientos “centrífugos” que tienden a “normalizar” la excepcionalidad del Evento de Cristo y de su Cuerpo viviente en la historia, que es la Iglesia. Una “Iglesia normalizada” perdería toda su fuerza profética, no diría nada más al hombre y al mundo y, de hecho, traicionaría a Su Señor.
La gran diferencia de la época contemporánea es doctrinal y mediática. Doctrinalmente se pretende justificar el pecado, no confiando en la misericordia, sino dejándose llevar por una peligrosa autonomía que tiene el sabor del ateísmo práctico; desde el punto de vista mediático, en las últimas décadas, las fisiológicas “fuerzas centrífugas” reciben la atención y la inoportuna amplificación de los medios de comunicación que viven, en cierta manera, de contrastes.
Se debe considerar la ordenación sacerdotal de las mujeres una “cuestión doctrinal”?
Ciertamente, como todos saben, la cuestión ya fue afrontada por Pablo VI y el Beato Juan Pablo II y éste, con la Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis de 1994, cerró definitivamente la cuestión.
De hecho afirmó: «Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos, declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia». Algunos, justificando lo injustificable, han hablado de una “definitividad relativa” de la doctrina hasta ese momento, pero francamente esta tesis es tan inusual que carece de cualquier fundamento.
Entonces ¿no hay sitio para las mujeres en la Iglesia?
Todo lo contrario, las mujeres tienen un papel importantísimo en el Cuerpo eclesial y podrían tener otro más evidente todavía. La Iglesia fue fundada por Cristo y no podemos determinar, nosotros los hombres, su perfil, por tanto la constitución jerárquica está ligada al Sacerdocio ministerial que está reservado a los hombres. Pero, absolutamente nada, impide valorar el genio femenino en papeles que no están ligados estrechamente en el ejercicio del orden sagrado. ¿Quién impediría, por ejemplo, que una gran economista fuera la jefa de la Administración de la Sede Apostólica? ¿O que una periodista competente se convirtiera en la portavoz de la Sala Stampa Vaticana?
Los ejemplos pueden multiplicarse en todos los desempeños no vinculados con el orden sagrado. ¡Hay infinidad de tareas en las que el genio femenino podría realizar una gran contribución! Otra cosa es concebir el servicio como un poder y pretender, como hace el mundo, las “cotas” de tal poder. Considero, además, que el menosprecio del gran misterio de la maternidad, que se está realizando en esta cultura dominante, tenga un papel muy importante en la desorientación general que existe con respecto a la mujer. La ideología del beneficio ha reducido e instrumentalizado a las mujeres, no reconociendo la contribución más grande que estas, indiscutiblemente, pueden dar a la sociedad y al mundo.
La Iglesia, además, no es un Gobierno político en el que es justo reivindicar una representación adecuada. La Iglesia es otra cosa, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y, en ella, cada uno es miembro según lo que ha establecido Cristo. Por otra parte la Iglesia no es una cuestión de roles masculinos o femeninos sino de papeles que implican, por voluntad divina, la ordenación o no. Todo lo que puede hacer un fiel laico lo puede hacer una fiel laica. Lo importante es tener la preparación específica y la idoneidad, el ser hombre o mujer no tiene importancia.
¿Pero puede existir una participación real en la vida de la Iglesia sin atribuciones de poder efectivo y de responsabilidad?
¿Quién ha dicho que la participación en la Iglesia es una cuestión de poder? Si fuese así se cometería el gran error de concebir a la misma Iglesia no como es, divino-humana, sino simplemente como una de las muchas asociaciones humanas, quizás la más grande y noble, por su historia; y debería “administrarse” repartiéndose el poder.
¡Nada más lejos de la realidad! La jerarquía de la Iglesia, además de ser de directa institución divina, se debe entender siempre como un servicio a la comunión. Sólo un error, derivado históricamente de la experiencia de las dictaduras, podría concebir la Jerarquía eclesiástica como el ejercicio de un “poder absoluto”. ¡Qué se lo pregunten a quien está llamado a colaborar con la responsabilidad personal del Papa por la Iglesia Universal! Son tales y tantas las mediaciones, consultas, expresiones de colegialidad real que prácticamente ningún acto de gobierno es el fruto de una voluntad única, sino siempre el resultado de un largo camino, en escucha del Espíritu Santo y de la preciosa contribución de muchos.
Antes que nadie de los obispos y de las Conferencias Episcopales del mundo. La Colegialidad no es un concepto socio-político sino que deriva de la común eucaristía, del affectus que nace del alimentarse del único Pan y del vivir de la única fe; del estar unidos a Cristo: Camino, Verdad y Vida; y ¡Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre!
¿No es demasiado el poder que ostenta Roma?
Decir “Roma” significa simplemente decir “catolicidad” y “colegialidad”. Roma es la ciudad que la providencia ha elegido como lugar del Martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo y lo que la comunión con esta Iglesia ha significado siempre en la historia: comunión con la Iglesia universal, unidad, misión y certeza doctrinal. Roma está al servicio de todas las Iglesias, ama a todas las Iglesias y, no pocas veces, protege a las Iglesias que están en dificultades por los poderes del mundo y por gobiernos que no siempre son plenamente respetuosos con el imprescindible derecho humano y natural que es la libertad religiosa.
La Iglesia debe ser considerada a partir de la Constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, incluida obviamente la Nota previa al Documento. Allí está descrita la Iglesia de los orígenes, la Iglesia de los Padres, la Iglesia de todos los siglos, que es nuestra Iglesia de hoy, sin discontinuidad; que es la Iglesia de Cristo. Roma está llamada a presidir en la Caridad y en la Verdad, únicas fuentes reales de la auténtica Paz cristiana. La unidad de la Iglesia no es el compromiso con el mundo y su mentalidad, sino, el resultado, dado por Cristo, de nuestra fidelidad a la verdad y de la caridad que seremos capaces de vivir.
Me parece indicativo, a este respecto, el hecho de que hoy sólo la Iglesia, como nadie, defiende al hombre y su razón, su capacidad de conocer la realidad y entrar en relación con esto, en resumen, al hombre en su integralidad. Roma está al pleno servicio de la Iglesia de Dios que está en el mundo y que es “una ventana abierta” al mundo. Ventana que da voz a todos los que no la tienen, que llama a todos a una continua conversión y por esto contribuye, a menudo en el silencio y con sufrimiento, pagando por su parte, a veces en impopularidad, a la construcción de un mundo mejor, a la civilización del amor.
Este papel de Roma ¿no obstaculiza la unidad y el ecumenismo?
Ni siquiera lo que se presupone. El ecumenismo es una prioridad en la vida de la Iglesia y una exigencia absoluta que proviene de la misma oración del Señor: “Ut unum sint”, que se convierte para todo cristiano en un “mandamiento de la unidad”. En la oración sincera y en el espíritu de continua conversión interior, en la fidelidad a la propia identidad y en la común tensión de la perfecta caridad dada por Dios, es necesario comprometerse con convicción para que no haya contratiempos en el camino del movimiento ecuménico.
El mundo necesita nuestra unidad; y por tanto es urgente continuar comprometiéndonos en el diálogo de la fe con todos los hermanos cristianos, para que Cristo sea la levadura de nuestra sociedad. Y también es urgente comprometerse con los no cristianos, es decir en el diálogo intercultural para contribuir unidos a edificar un mundo mejor, colaborando en las obras de bien y para que una sociedad nueva y más humana sea posible. Roma, también en esta tarea, tiene un papel de propulsión único. No hay tiempo para dividirnos, el tiempo y las energías deben ser empleadas en unirnos.
En esta Iglesia, ¿quiénes son y qué papel tienen los sacerdotes de hoy?
¡No son ni asistentes sociales ni funcionarios de Dios! La crisis de identidad es mayormente aguda en los contextos más secularizados, en los que parece que no hay sitio para Dios. Los sacerdotes, sin embargo, son los de siempre; son los de siempre; ¡son lo que cristo ha querido que sean! La identidad sacerdotal es cristocéntrica y por tanto eucarística.
Cristocéntrica porque, como ha recordado tantas veces el Santo Padre, en el sacerdocio ministerial, “Cristo nos atrae dentro de Sí”, implicándose con nosotros e implicándonos en su misma Existencia. Tal atracción “real” sucede sacramentalmente, por tanto de manera objetiva e insuperable, en la Eucaristía de la que los sacerdotes son ministros, es decir siervos e instrumentos eficaces.
¿Es tan insuperable la ley sobre el celibato? ¿Verdaderamente no se puede cambiar?
¡No se trata de una simple ley! La ley es consecuencia de una muy alta realidad que se toma sólo en la relación vital con Cristo. Jesús dice: “quien pueda entender que entienda”. El sagrado celibato no se supera nunca, es siempre nuevo, en el sentido de que a través de esto, la vida del sacerdote se “renueva”, porque se da siempre, en una fidelidad que tiene en Dios, su propia raíz y en el florecer de la libertad humana, el propio fruto.
El verdadero drama está en la incapacidad contemporánea de realizar las elecciones definitivas, en la dramática reducción de la libertad humana que se ha convertido en algo tan frágil que no persigue el bien ni siquiera cuando se reconoce y se intuye como posibilidad para la propia existencia. El celibato no es el problema, ni pueden constituir, las infidelidades y la debilidad de tales sacerdotes, un criterio de juicio.
Por lo demás las estadísticas nos dicen que más del 40% de los matrimonios fracasan. Entre los sacerdotes estamos en menos del 2%, por tanto la solución no está, para nada, en la opcionalidad del sagrado celibato. ¿No será, quizás, que se deba dejar de interpretar la libertad como “ausencia de vínculos” y de definitividad, e iniciar a redescubrir que en la definitividad del don al otro y a Dios consiste la verdadera realización y felicidad humana?
¿Y las vocaciones? ¿No aumentarían si se aboliera el celibato?
¡No! Las confesiones cristianas, donde no existiendo el sacerdocio ordenado no existe la doctrina y la disciplina del celibato, se encuentran en un estado de profunda crisis con respecto a las “vocaciones” de guía de la comunidad. De la misma manera que hay crisis del sacramento del matrimonio uno e indisoluble.
La crisis, de la que, en realidad, se está saliendo lentamente, está ligada, fundamentalmente, con la crisis de la fe en Occidente. A lo que hay que comprometerse es a hacer crecer la fe. Este es el punto. En los mismos ambientes está en crisis la santificación de la fiesta, está en crisis la confesión, está en crisis el matrimonio etc... La secularización y la consiguiente pérdida del sentido de lo sagrado, de la fe y de su práctica, han determinado y determinan también una importante disminución del número de los candidatos al sacerdocio.
A estas razones teológicas y eclesiales, se añaden algunas de carácter sociológico: la primera de todas ha sido la notable disminución de la natalidad, con la consiguiente disminución de los jóvenes y de las jóvenes vocaciones, También esto es un factor que no se puede ignorar. Todo está relacionado. Quizás se colocan premisas y después no se quieren aceptar las consecuencias pero estas son inevitables.
El primer e irrenunciable remedio de la disminución de las vocaciones, lo sugirió el mismo Jesús: “Rezad, por tanto, al dueño de la mies, para que mande obreros a su mies” (Mt 9,38). Este es el realismo de la pastoral de las vocaciones. La oración por las vocaciones, una intensa, universal, dilatada red de oración y de Adoración Eucarística que implique a todo el mundo, es la verdadera y única respuesta posible a la crisis de la respuesta a las vocaciones. Allí donde tal comportamiento orante se vive de forma establecida, se puede afirmar que se lleva a cabo una recuperación real.
Es fundamental, además atender la identidad y la especificidad en la vida eclesial, de sacerdotes, religiosos —estos en la peculiaridad de los carismas fundacionales de los mismos Institutos de pertenencia— y fieles laicos, para que cada uno pueda, de verdad y en libertad, comprender y acoger la vocación que Dios ha pensado para él. Pero cada uno debe ser uno mismo y cada día debe comprometerse siempre en convertirse en lo que es.
Eminencia, en este momento histórico, si debiese decir una palabra para resumir la situación general ¿qué diría?
Nuestro programa no puede ser influenciado por querer estar por encima a toda costa, de querernos sentir aplaudidos por la opinión pública: nosotros debemos sólo servir por amor y con amor a nuestro Dios en nuestro prójimo, quienquiera que sea, conscientes de que el Salvador es sólo Jesús. Nosotros debemos dejarlo pasar, dejarlo hablar, dejarlo actuar a través de nuestras pobres personas y de nuestro compromiso cotidiano. Nosotros debemos poner el “nuestro” pero también el “suyo”. Nosotros, ante las situaciones aparentemente más desastrosas, no debemos asustarnos. El Señor, en la barca de Pedro, parece que dormía, ¡parece! Debemos actuar con energía, como si todo dependiese de nosotros pero con la paz de quien sabe que todo depende del Señor.
Por tanto debemos recordar que ¡el nombre del amor, en el tiempo es “fidelidad”! El creyente sabe que Él es el Camino, la Verdad y la Vida y no es “un” camino, “una” verdad, “una” vida. Por tanto, la valentía de la verdad a costa de recibir insultos y desprecio es la clave de la misión en nuestra sociedad; es este coraje el que se une con el amor, con la caridad pastoral, que debe ser recuperado y que hace fascinante hoy más que nunca la vocación cristiana. Quería citar el programa que sintéticamente formuló en Stuttgart el Consejo de la Iglesia Evangélica en 1945: “Anunciar con más valentía, rezar con más confianza, creer con más alegría, amar con más pasión”.
ZENIT.org (Entrevista de Antonio Gaspari) / Almudí
[Traducción del italiano por Carmen Álvarez]
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