Los bisabuelos, los abuelos y los jóvenes padres seguían viviendo responsablemente el cuidado del tesoro que Dios les había confiado; y le daban gracias por cada uno de los descendientes
En estos días ha vuelto a mí memoria la alegría que me llevé hace años, allá por 1997, cuando me dieron la noticia. Los padres de un amigo acababan de celebrar su 60 aniversario de Boda. Habituado a celebrar las Bodas de Plata y de Oro de personas conocidas, lo de los 60 años era ciertamente una nota especial. Y no solo el hecho; sino también la realidad de una familia semejante. Una vez más la realidad es siempre más rica que cualquier novela.
Con dos hijos en el Cielo ─fallecidos, uno apenas nacido y otro sin llegar a cumplir los dos años─, los nueve restantes estaban todos vivos, y con familias de todo tipo, unas más numerosas que otras. De los nueve, uno tiene el síndrome Down, y vive con sus padres; los demás llegaron a la celebración con todos sus hijos, y con algún que otro nieto. En total, 7 biznietos, 45 nietos, 9 hijos, y 10 parientes políticos. Habían muerto un yerno y una nuera, y en la familia, además de llevar el duelo con serenidad y paz, se organizaron para dar el calor materno y paterno a los huérfanos.
Entre todos, y en buen acuerdo, se repartieron los gastos de la celebración, y después de vivir la Eucaristía ─celebrada por un nieto─ en acción de gracias, una comida familiar en un restaurante asequible: ninguno disponía de una casa capaz de acoger esta Familia Numerosa.
La bisabuela había iniciado una tradición familiar cuando nació el primer hijo: la de poner en el Belén navideño un corderito con su nombre. Con el paso de los años, el número de los corderos fue creciendo; y surgió otra tradición: la de poner a los pies del Niño Jesús un conejito, con el nombre del nieto más pequeño que, lógicamente, cambiada de nombre cada año. Al llegar a un año de vida, el conejo desaparecía y se convertía en un cordero más.
Para su 60 aniversario de fidelidad, y además de dar gracias a Dios por el don que les había otorgado, de recibirse como esposo y esposa; quisieron tener un detalle con los biznietos, casi todos recién nacidos, y le regalaron a cada uno un conejito blanco con un lacito azul o rosa, según fueran niños o niñas. Bromas de los bisabuelos.
Todos los hijos, y las hijas, habían vivido su maternidad y su paternidad muy responsablemente, en medio de los avatares del vivir, con sacrificios más o menos grandes, según épocas y trabajos. Aprendieron de sus padres que cada hijo era un don de Dios, un tesoro que Dios les confiaba, y recibieron a cada uno con profundo agradecimiento. Uno no pudo recibir más de tres criaturas: una enfermedad grave de su mujer dejó la familia ahí. Y eso de que cada recién nacido “venía un con pan bajo el brazo” descubrieron que era verdad.
Solo a uno de ellos, que era entonces un deportista muy bien preparado, le ocurrió un percance con motivo de su prole. Su mujer acababa de dar a luz a su octava criatura. El mayor de los hijos había apenas cumplido 16 años. En una celebración entre amigos de la oficina, al comunicarles la venida al mundo de una nueva hija, uno de los asistentes se consideró en la obligación de llamarle la atención por el número de hijos, por el peligro que suponía la superpoblación en el planeta, eso que otros llaman neo-malthusianismo, y además de recordarle el número ideal de hijos para mantener el equilibrio de las generaciones, acabo la filípica diciéndole que estaba tratando a su mujer como si fuera una “coneja”.
El hombre tuvo paciencia hasta que apareció la palabra “coneja”. En ese momento, y sin muchas contemplaciones le asestó al compañero un puñetazo en la boca que le dejó mudo. Y mientras el otro se secaba la sangre, se limitó a decirle: “A la madre de mis hijos no la insulta nadie, ni tú ni la madre que te parió”. Todo acabó bien, se pidieron perdón y se dieron un abrazo. Y el compañero se acordó de que era hijo único y que siempre había anhelado otros hermanos.
Los bisabuelos, los abuelos y los jóvenes padres gozaron del griterío y de la vida que tenían delante de sus ojos. Seguían viviendo responsablemente el cuidado del tesoro que Dios les había confiado; y le daban gracias por cada uno de los descendientes.
En medio de la fiesta, los biznietos prefirieron el biberón o el pecho de sus madres, y se olvidaron de los conejitos. Los animalitos, con sus lazos azules y rosas, comenzaron a rondar entre las mesas, y como pronto se dieron cuenta de que nadie les prestaba la menor atención, se escaparon por la puerta y fueron a comer hierba al jardín.
Ernesto Juliá
religionconfidencial.com / almudi.org
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