sábado, 29 de octubre de 2016

La belleza de la experiencia cristiana de la familia

El Papa ha denunciado el esfuerzo de la cultura moderna por eliminar las diferencias entre hombre y mujer, cuya alianza no se puede sustituir por otras relaciones.
La belleza del diseño de Dios sobre el matrimonio y la misericordia para con las familias heridas, los desafíos de las nuevas tecnologías y la desconcertante ideología de Género, fueron los temas afrontados por Francisco durante la Audiencia a los miembros del Pontificio Instituto Juan Pablo II para los Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, con ocasión de la apertura del nuevo año académico.

Texto del discurso del Santo Padre

Excelencia Reverendísima, Monseñor Presidente, gentiles Profesores, queridos alumnos, estoy particularmente contento por inaugurar junto a vosotros este nuevo Año Académico del Pontificio Instituto Juan Pablo II, el 35º desde su fundación. Agradezco al Gran Canciller, Su Excelencia Mons. Vincenzo Paglia, y al Presidente, Mons. Pierangelo Sequeri, sus palabras, y extiendo mi reconocimiento también a todos los que han estado al frente del Instituto.
1. La clarividente intuición de San Juan Pablo II, que fuertemente quiso esta institución académica, hoy puede ser aún mejor reconocida y apreciada en su fecundidad y actualidad. Su sabio discernimiento de los signos de los tiempos devolvió con vigor la atención de la Iglesia, y de la misma sociedad humana, a la profundidad y delicadeza de los lazos que se generan a partir de la alianza conyugal del hombre y la mujer. El desarrollo que el Instituto ha tenido en los cinco continentes confirma la validez y el sentido de la forma “católica” de su programa. La vitalidad de este proyecto, que ha generado una institución de tan alto perfil, anima a realizar ulteriores iniciativas de coloquio e intercambio con todas las instituciones académicas, también las que pertenecen a áreas religiosas y culturales diversas, que hoy están comprometidas en reflexionar sobre esta delicadísima frontera de lo humano.
2. En la coyuntura actual, los vínculos conyugales y familiares están de muchos modos puestos a prueba. El afirmarse de una cultura que exalta el individualismo narcisista, una concepción de la libertad desligada de la responsabilidad por el otro, el crecimiento de la indiferencia al bien común, el imponerse de ideologías que agreden directamente el proyecto familiar, así como el crecimiento de la pobreza que amenaza el futuro de tantas familias, son otras tantas razones de crisis para la familia contemporánea. Luego están las cuestiones abiertas del desarrollo de las nuevas tecnologías, que hacen posibles prácticas a veces en conflicto con la verdadera dignidad de la vida humana. La complejidad de estos nuevos horizontes recomienda un más estrecho vínculo entre el Instituto Juan Pablo II y la Pontificia Academia por la Vida. Os exhorto a frecuentar animosamente estas nuevas y delicadas implicaciones con todo el rigor necesario, sin caer «en la tentación de barnizarlas, de perfumarlas, de ajustarlas un poco y de domesticarlas» (Carta al Gran Canciller de la Pont. Universidad Católica Argentina, 3-III-2015).
La incerteza y la desorientación que tocan los afectos fundamentales de la persona y de la vida desestabilizan todos los vínculos, los familiares y los sociales, haciendo prevalecer cada vez más el “yo” sobre el “nosotros”, el individuo sobre la sociedad. Es un resultado que contradice el designio de Dios, que ha confiado el mundo y la historia a la alianza del hombre y la mujer (Gen 1,28-31). Esa alianza −por su misma naturaleza− implica cooperación y respeto, entrega generosa y responsabilidad compartida, capacidad de reconocer la diferencia como una riqueza y una promesa, no como un motivo de sometimiento y prevaricación.
El reconocimiento de la dignidad del hombre y de la mujer comporta una correcta valoración de su relación mutua. ¿Cómo podemos conocer a fondo la humanidad concreta de la que estamos hecho sin aprenderla a través de esa diferencia? Y esto sucede cuando el hombre y la mujer se hablan y se interrogan, se quieren y actúan juntos, con recíproco respeto y benevolencia. Es imposible negar la aportación de la cultura moderna al redescubrimiento de la dignidad de la diferencia sexual. Por eso, es también muy desconcertante constatar que ahora esa cultura aparezca como bloqueada por una tendencia a borrar la diferencia en vez de resolver los problemas que la mortifican.
La familia es el seno insustituible de la iniciación a la alianza criatural del hombre y de la mujer. Este vínculo, ayudado por la gracia de Dios Creador y Salvador, está destinado a realizarse de muchos modos de su relación, que se reflejan en los diversos lazos comunitarios y sociales. La profunda correlación entre las figuras familiares y las formas sociales de esa alianza −en la religión y en la ética, en el trabajo, en la economía y en la política, en el cuidado de la vida y en el trato entre las generaciones− es ya una evidencia global. En efecto, cuando las cosas van bien entre hombre y mujer, también el mundo y la historia van bien. En caso contrario, el mundo se vuelve inhóspito y la historia se detiene.
3. El testimonio de la humanidad y de la belleza de la experiencia cristiana de la familia deberá pues inspirarnos aún más a fondo. La Iglesia dispensa el amor de Dios para la familia en vista de su misión de amor para todas las familias del mundo. La Iglesia −que se reconoce como pueblo familiar− ve en la familia la imagen de la alianza de Dios con toda la familia humana. Y el Apóstol afirma que esto es un gran misterio, en referencia a Cristo y la Iglesia (cfr. Ef 5,32). La caridad de la Iglesia nos compromete por tanto a desarrollar −a nivel doctrinal y pastoral− nuestra capacidad de leer e interpretar, para nuestro tiempo, la verdad y la belleza del designio creador de Dios. La irradiación de este proyecto divino, en la complejidad de la condición actual, pide una especial inteligencia de amor. Y también una fuerte entrega evangélica, animada por gran compasión y misericordia por la vulnerabilidad y la falibilidad del amor entre los seres humanos.
Es necesario aplicarse con mayor entusiasmo al rescate −diría casi a la rehabilitación− de esta extraordinaria “invención” de la creación divina. Este rescate hay que tomarlo en serio, tanto en el sentido doctrinal como en el sentido práctico, pastoral y testimonial. Las dinámicas del trato entre Dios, el hombre y la mujer, y sus hijos, son la llave de oro para entender el mundo y la historia, con todo lo que contienen. Y finalmente, para entender algo de lo profundo que se encuentra en el amor de Dios mismo. ¿Somos capaces de pensar así “a lo grande”? ¿Estamos convencidos del poder de vida que este plan de Dios aporta en el amor al mundo? ¿Sabemos arrancar a las nuevas generaciones de la resignación y reconquistarlas para la audacia de ese proyecto?
Somos bien conscientes de que también ese tesoro lo llevamos “en vasos de barro” (cfr. 2Cor 4,7). La gracia existe, igual que el pecado. Aprendamos por eso a no resignarnos al fracaso humano, y apoyemos el rescate del plan creador a toda costa. Es justo reconocer que a veces «hemos presentado un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, construido casi artificiosamente, lejos de la situación concreta y de las efectivas posibilidades de las familias tal y como son. Esa idealización excesiva, sobre todo cuando no hemos despertado la confianza en la gracia, no ha hecho que el matrimonio sea más deseable y atractivo, sino todo lo contrario» (Amoris laetitia, 36). La justicia de Dios brilla en la fidelidad a su promesa. Y ese esplendor, como hemos aprendido de la revelación de Jesús, es su misericordia (cfr. Rm 9,21-23).
4. La doble cita sinodal de Obispos del mundo, cum Petro y sub Petro, manifestó al unísono la necesidad de ampliar la comprensión y el cuidado de la Iglesia por ese misterio del amor humano en el que se muestra el amor de Dios por todos. La Exhortación apostólica Amoris laetitia recoge esta ampliación y solicita de todo el pueblo de Dios a hacer más visible y eficaz la dimensión familiar de la Iglesia. Las familias que componen el pueblo de Dios y edifican el Cuerpo del Señor con su amor, están llamadas a ser más conscientes del don de la gracia que ellas mismas llevan, y a estar orgullosas de ponerlo a disposición de todos los pobres y abandonados que se desesperan por hallarlo o encontrarlo. El tema pastoral de hoy no es solo el de la “lejanía” de muchos del ideal y de la práctica de la verdad cristiana del matrimonio y la familia; más decisivo aún es el tema de la “cercanía” de la Iglesia: cercanía a las nuevas generaciones de esposos, para que la bendición de su vínculo los convenza cada vez más y los acompañe, y cercanía a las situaciones de debilidad humana, para que la gracia pueda rescatarlas, reanimarlas y curarlas. El indisoluble vínculo de la Iglesia con sus hijos es el signo más trasparente del amor fiel y misericordioso de Dios.
5. El nuevo horizonte de este compromiso convoca ciertamente, de modo muy especial, a vuestro Instituto, que está llamado a apoyar la necesaria apertura de la inteligencia de la fe al servicio de la solicitud pastoral del Sucesor de Pedro. La fecundidad de esta tarea de profundización y estudio, en favor de toda la Iglesia, se encomienda al empuje de vuestra mente y vuestro corazón. No olvidemos que «también los buenos teólogos, como los buenos pastores, huelen a pueblo y a calle y, con su reflexión, derraman aceite y vino en las heridas de los hombres» (Carta al Gran Canciller de la Pont. Universidad Católica Argentina, 3-III-2015). Teología y pastoral van juntas. Una doctrina teológica que no se deja orientar y plasmar por la finalidad evangelizadora y por el cuidado pastoral de la Iglesia es tan impensable como una pastoral de la Iglesia que no sepa atesorar la revelación y su tradición en vista de una mejor inteligencia y trasmisión de la fe.
Esta tarea pide estar arraigado en la alegría de la fe y en la humildad de un gozoso servicio a la Iglesia. De la Iglesia que hay, no de una Iglesia pensada a nuestra imagen y semejanza. La Iglesia viva en la que vivimos, la Iglesia hermosa a la que pertenecemos, la Iglesia del único Señor y del único Espíritu a la que nos entregamos como «siervos inútiles» (Lc 17,10), que ofrecen sus dones mejores. La Iglesia que amamos, para que todos puedan amarla. La Iglesia en la que nos sentimos amados más allá de nuestros méritos, y para la que estamos dispuestos a hacer sacrificios, en perfecta alegría. Que Dios nos acompañe en este camino de comunión que haremos juntos. Y bendiga desde ahora la generosidad con la que os disponéis a sembrar el surco que se os confía. Gracias.
Fuente: vatican.va,
Traducción de Luis Montoya.

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