miércoles, 11 de enero de 2017

La palabra amable

La doble recompensa de las palabras amables es que te hacen feliz a ti y hacen felices a los demás. Cuando salen de tus labios, primero derraman sobre ti sus bendiciones:solo pronunciarlas ya es una dicha. En la vida diaria, a veces surgen problemas y te abruma el peso de las dificultades. La preocupación y la tristeza atenazan tu corazón, y la vida se vuelve casi insoportable. 

Pero, si aun así tus palabras amables y tu actitud cordial siguen acogiendo a los demás, tus problemas se desvanecerán y se animará tu espíritu. Una palabra amable te colma de una alegría que ni los bienes materiales ni el placer serán nunca capaces de procurarte. Su recompensa suele ser un instante en el que casi puedes tocar la cercanía de Dios.

La felicidad sigue de cerca a las palabras amables, que apaciguan tu mal humor y disipan tus inquietudes como por arte de magia; te aproximan a Dios y difunden su paz en tu corazón. Producen en ti un sentimiento de callado reposo, como el que acompaña a la conciencia del pecado perdonado.
Hasta el cuerpo participa de las bendiciones de una palabra amable: el rostro muestra los rasgos afables y bondadosos que evocan en los demás la figura del mismo Cristo. Incluso externamente, el cristiano puede parecerse a Aquel que es el Verbo de amor encarnado.



Las palabras amables hacen felices a los demás. ¿Cuántas veces has sentido tú esa dicha, de un modo y hasta un punto que no eres capaz de explicar? No hay estudio que te permita descubrir el secreto de su poder. Ni siquiera el amor a uno mismo parece ser su causa. De todos los regalos que la naturaleza hace al hombre, de ninguno disfrutamos tanto como de la radiante luz del sol.Por eso también la sonrisa del ser humano resplandece. El regalo que más bendiciones recibe es un afecto cordial. Como el sol, hace brotar las flores de la amabilidad. A menudo, unas pocas palabras amables y un poco de paciencia abrirán los postigos de tu casa, oscurecida por las nubes de la discordia y la infelicidad, para dejar que la inunde la luz del sol. 

(L. G. Lovasik en “El poder oculto de la divinidad”)

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