miércoles, 8 de marzo de 2017

Francisco: ‘La grandeza de ponerse en los zapatos del otro’

Los últimos, los pobres, los sin techo, los migrantes, la limosna y su próxima vista a Milán, son algunos de los temas de la entrevista que el Santo Padre concedió a la revista Scarp de’ tenis.
Scarp de’ tenis es una revista mensual de la calle, proyecto editorial y social sostenido por Caritas Ambrosiana y Caritas Italiana. La entrevista se ha realizado en preparación de la visita de Papa Francisco a la diócesis de Milán, programada para el 25 de marzo de 2017.
Santo Padre, hablemos de los invisibles, de las personas sin techo. Hace pocas semanas, al inicio del invierno y con la llegada del frío, dio orden de acogerlos en el Vaticano, de abrir las puertas de las iglesias. ¿Cómo ha sido recibido su llamamiento?
El llamamiento del Papa ha sido escuchado por muchas personas y muchas parroquias. Muchos lo han escuchado. En el Vaticano hay dos parroquias y cada una ha acogido a una familia siria. Muchas parroquias de Roma han abierto las puertas a la acogida, y sé que otras, no teniendo sitio en la casa parroquial, han recogido dinero para pagar el alquiler un año entero a personas y familias necesitadas. El objetivo debe ser la integración, por eso es importante acompañarlos en un periodo inicial. En muchas partes de Italia se ha hecho mucho. Las puertas se han abierto en muchas escuelas católicas, en conventos, en muchas otras estructuras. Por eso digo que el llamamiento ha sido escuchado. También sé de muchas personas que hacen donativos en dinero para que se pueda pagar el alquiler de personas sin techo.

En el pasado todo el mundo escribió de los zapatos del Papa, zapatos para trabajar y de caminante, y recientemente los medios quedaron sorprendidos y contaron que el Papa fue a un negocio a comprar un nuevo par. ¿Por qué tanta atención? ¿Quizá porque hoy cuesta meterse −como Scarp de’ tenis invita a hacer− en los zapatos de los demás?
Es muy difícil meterse en los zapatos de los demás, porque solemos ser esclavos de nuestro egoísmo. En un primer nivel podemos decir que la gente prefiere pensar en sus propios problemas sin querer ver el sufrimiento o las dificultades del otro. Pero hay otro nivel. Ponerse en los zapatos de los demás significa tener gran capacidad de comprensión, de entender el momento y las situaciones difíciles.
Pongo un ejemplo: en el momento del luto se da el pésame, se participa en el velatorio o en la misa, pero son muy pocos los que se ponen en los zapatos de aquel viudo o de aquella viuda o de aquel huérfano. Claro que no es fácil. Se siente dolor, pero todo acaba ahí. Si pensamos además en las existencias que a menudo se forjan en la soledad, entonces ponerse en los zapatos de los demás significa servicio, humildad, magnanimidad, que es también la expresión de una necesidad.
Necesito que alguno se ponga en mis zapatos. Porque todos necesitamos comprensión, compañía y algún consejo. Cuántas veces he encontrado a personas que, tras haber buscado consuelo en un cristiano, sea laico, cura, monja, obispo, me dice: «Sí, me ha escuchado, pero no me ha entendido». Entender significa ponerse los zapatos de los demás. Y no es fácil. A menudo para suplir esa falta de grandeza, de riqueza y de humanidad nos perdemos en las palabras. Se habla. Se habla. Se aconseja. Pero cuando solo hay palabras o demasiadas palabras no hay esa “grandeza” de ponerse en los zapatos de los demás.
Santidad, cuando encuentra un sin techo, ¿qué es lo primero que le dice?
«Buenos días». «¿Cómo estás?». Algunas veces se intercambian pocas palabras, otras veces en cambio se entra en relación y se escuchan historias interesantes: «He estudiado en un colegio, había un buen cura…». Alguno podría decir, ¿y qué me importa? Las personas que viven en la calle entienden enseguida cuando hay verdadero interés por parte de la otra persona o cuando hay, no quiero decir ese sentimiento de compasión, pero sí de pena. Se puede ver un sin techo y mirarlo como una persona, o bien como si fuese un perro. Y ellos de dan cuenta de ese diferente modo de mirar.
En el Vaticano es famosa la historia de una persona sin techo, de origen polaco, que generalmente dormía en la Plaza Risorgimento de Roma, no hablaba con nadie, ni siquiera con los voluntarios de Caritas que por la noche le llevaban comida caliente. Solo después de mucho tiempo lograron que les contase su historia: «Soy un cura, conozco bien a vuestro Papa, estudiamos juntos en el seminario». La voz llegó a San Juan Pablo II que al escuchar el nombre, confirmó que estuvo con él en el seminario y quiso verlo. Se abrazaron después de cuarenta años, y al final de una audiencia el Papa pidió ser confesado por el sacerdote que fue su compañero. «Pero ahora te toca a ti», le dijo el Papa. Y el compañero de seminario fue confesado por el Papa.
Gracias al gesto de un voluntario, de una comida caliente, de alguna palabra de consuelo, de una mirada de bondad, esa persona pudo levantarse y emprender una vida normal que le llevó a ser capellán de un hospital. El Papa le ayudó, y es un milagro, pero es también un ejemplo para decir que las personas sin techo tienen una gran dignidad.
En el arzobispado de Buenos Aires, bajo un portal entre las gradas y la acera vivía una familia y una pareja. Me los encontraba todas las mañanas cuando salía. Les saludaba e intercambiaba siempre dos palabras con ellos. Nunca pensé en echarlos de allí. Alguno me decía: «Ensucian la Curia», pero la porquería está dentro. Pienso que hay que hablar a las personas con gran humanidad, no como si tuvieran que pagarnos una deuda y no tratarles como si fuesen pobres perros.
Muchos se preguntan si es correcto dar limosna a las personas que piden por la calle. ¿Qué responde?
Hay muchos argumentos para justificarse cuando no se da limosna. «¿Cómo le voy a dar dinero si luego se lo gasta para beber un vaso de vino?». ¡Un vaso de vino es la única felicidad que tiene en la vida! ¡Déjalo! Pregúntate más bien qué haces tú a escondidas. ¿Qué “felicidad” buscas tú a escondidas? O, al revés que él, tú eres más afortunado, con una casa, una mujer, hijos… ¿Qué te hace decir «Ocupaos vosotros de él»? Una ayuda es siempre correcta. Es cierto que no es bueno lanzar al pobre solo monedillas. Es importante el gesto, ayudar a quien te pide, mirándolo a los ojos y tocándole las manos. Echarles dinero y no mirarles a los ojos, no es un gesto de cristiano. ¿Cómo se puede educar en la limosna?
Cuento una anécdota de una señora que conocí en Buenos Aires. Madre de cinco hijos (en aquel tiempo tenía tres). El padre estaba en el trabajo y estaban comiendo, oyen llamar a la puerta, el más grande va a abrir: «Mamá, hay un hombre que pide de comer. ¿Qué hacemos?». Los tres −la más pequeña tenía cuatro años− estaban comiendo un filete empanado, y la madre les dice: «Bien, cortemos por la mitad nuestro filete». «Pero no, mamá, hay otro» dice la niña. «Es para papá, para esta noche. Si tenemos que darle, le damos el nuestro». Con pocas y sencillas palabras aprendieron que se debe dar de lo propio, eso de lo que no querrías nunca separarte. Dos semanas después, la misma señora fue a la ciudad para hacer algunos encargos y tuvo que dejar los niños en casa; tenía deberes que hacer y les dejó la merienda preparada. Cuando volvió, encontró a los tres hijos en compañía de un sintecho a la mesa, merendando. Habían aprendido muy bien y muy deprisa, aunque ciertamente les faltó un poco de prudencia. Enseñar la caridad no es descargar culpas propias, sino tocar, mirar una miseria que tengo dentro y que el Señor comprende y salva. Porque todos tenemos miserias “dentro”.
Muchas veces el Papa se ha destacado por la defensa de los inmigrantes, invitando a la acogida y a la caridad. En este sentido, Milán es la capital de la acogida. Pero son muchos los que se preguntan si de verdad hay que acoger a todos indistintamente o si no será necesario poner límites.
Los que llegan a Europa escapan de la guerra o del hambre. Y nosotros somos de algún modo culpables porque explotamos sus tierras pero no hacemos ningún tipo de inversión para que ellos puedan sacar beneficio. Tienen el derecho de emigrar y tienen derecho a ser acogidos y ayudados. Pero eso se debe hacer con esa virtud cristiana que es la virtud que debería ser propia de los gobernantes, es decir, la prudencia. ¿Qué significa? Significa acoger a todos los que se “puedan” acoger. Y esto por lo que respecta a los números.
Pero es igualmente importante una reflexión sobre “cómo” acoger. Porque acoger significa integrar. Esto es lo más difícil porque si los inmigrantes no se integran, se quedan en guetos. Siempre me viene a la cabeza el episodio de Zaventem (el atentado en el aeropuerto de Bruselas del 22 de marzo de 2016, ndr); esos chicos eran belgas, hijos de inmigrantes, pero vivían en un barrio que era un gueto. ¿Y qué significa integrar? También en este caso pongo un ejemplo: desde Lesbos vinieron conmigo a Italia trece personas. Al segundo día de permanencia, gracias a la comunidad de San Egidio, los niños ya iban a la escuela. Luego, en poco tiempo encontraron donde alojarlos, los adultos se esforzaron en acudir a cursos para aprender italiano y buscar algún trabajo. Claro, para los niños es más fácil: van a la escuela y en pocos meses saben hablar italiano mejor que yo. Los hombres buscaron trabajo y lo encontraron.
Integrar entonces quiere decir entrar en la vida del país, respetar la ley del país, respetar la cultura del país, y también hacer respetar su propia cultura y sus riquezas culturales. La integración es una labor muy difícil. En los tiempos de las dictaduras militares en Buenos Aires mirábamos a Suecia como un ejemplo positivo. Los suecos hoy son 9 millones, pero de esos, 890 mil son nuevos suecos, es decir, inmigrantes o hijos de inmigrantes integrados. La Ministro de Cultura Alice Bah Kuhnke es hija de madre sueca y de padre proveniente de Gambia. Es un bonito ejemplo de integración. Es verdad que ahora también en Suecia hay dificultades: tienen muchas peticiones y están estudiando qué hacer, porque no hay sitio para todos. Recibir, acoger, consolar y enseguida integrar. Lo que falta es precisamente la integración. Cada país debe ver qué número es capaz de acoger. No se puede acoger si no hay posibilidad de integración.
En la historia de su familia, está la travesía del océano por parte de su abuelo y su abuela, con su padre. ¿Cómo se crece como hijo de emigrantes? ¿Le ha pasado alguna vez sentirse un poco desarraigado?
Nunca me he sentido desarraigado. En Argentina somos todos inmigrantes. Por eso allá el diálogo interreligioso es la norma. En la escuela había judíos que venían en mayor parte de Rusia, y musulmanes sirios y libaneses, o turcos con el pasaporte del Imperio otomano. Había mucha hermandad. En el país hay un número limitado de indígenas, la mayor parte de la población es de origen italiano, español, polaco, de oriente medio, ruso, alemán, croata, esloveno. En los años a caballo de los dos siglos precedentes el fenómeno migratorio fue enorme. Mi padre tenía veinte años cuando llegó a Argentina y trabajaba en el Banco de Italia; se casó allí.
¿Qué más echa de menos de Buenos Aires? ¿Los amigos, las visitas a las villas miseria, el fútbol?
Solo hay una cosa que echo mucho de menos: la posibilidad de salir y pasear por la calle. Me gusta ir de visita a las parroquias y encontrar a la gente. No tengo particular nostalgia. Os cuento, en cambio, otra anécdota: mis abuelos y mi padre tenían que haber salido a final de 1928: tenían los pasajes para el barco Princesa Mafalda, nave que se hundió en las costas de Brasil. Pero no consiguieron vender a tiempo lo que tenían, y entonces cambiaron el billete y se embarcaron en el Julio Cesar el 1 de febrero de 1929. Por eso estoy aquí.
Milán está preparada para recibirle a finales de marzo. Partamos de las organizaciones caritativas, de las asociaciones de voluntariado, de quien se preocupa de dar a los sin techo un sitio donde pasar la noche, comida, asistencia sanitaria, ocasiones de redención. En Milán nos gloriamos de conseguirlo y bastante bien. ¿Es suficiente? ¿Cuáles son las necesidades de los que han acabado en la calle?
Como para los inmigrantes, simplemente esas personas necesitan lo mismo: o sea, integración. No es sencillo integrar a una persona sin techo, porque cada uno de ellos tiene una historia particular. Por eso, hay que acercarse a cada uno, encontrar el modo de ayudarles y echarles una mano.
Usted repite mucho que los pobres pueden cambiar el mundo. Pero es difícil que exista solidaridad donde existe pobreza y miseria, como en las periferias de las ciudades. ¿Qué piensa?
También aquí recojo mi experiencia de Buenos Aires. En las villas miseria hay más solidaridad que en los barrios del centro. En las villas miseria hay muchos problemas, pero a menudo los pobres son más solidarios entre ellos, porque sienten que necesitan uno del otro. He encontrado más egoísmo en otros barrios, no quiero decir de lujo porque sería calificar descalificando, pero la solidaridad que se ve en los barrios pobres y en las villas miseria no se ve en otras partes, aunque allí la vida es más complicada y difícil. En las villas miseria, por ejemplo, la droga se ve más, pero solo porque en los demás barrios está más “tapada” y se usa con guantes blancos.
Desde hace poco intentamos leer la ciudad de Milán de manera distinta, partiendo de los últimos y de la calle, y con los ojos de las personas sin techo que frecuentan un centro diurno de Caritas Ambrosiana. Con ellos hemos publicado una guía de la ciudad vista desde la calle, desde el punto de vista de quien la vive cada día. Santo Padre, ¿qué conoce de la ciudad y qué espera de su inminente visita?
Milán no la conozco. Solo he estado una vez, pocas horas, en los lejanos años Setenta. Tenía alguna hora libre antes de tomar un tren para Turín y aproveché para una breve visita al Duomo. En otra ocasión, con mi familia, estuve un domingo comiendo con una prima que vivía en Cassina de’ Pecchi. No conozco Milán, pero tengo un gran deseo, y espero encontrar a mucha gente. Esa es mi más grande expectativa: sí, espero encontrar a mucha gente.
Fuente: detenis.it.
Traducción de Luis Montoya.

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