Texto de la catequesis del Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:
Seguimos las catequesis sobre el libro de los Hechos de los Apóstoles. Hoy reflexionamos sobre algunos problemas que surgieron dentro de la primera comunidad cristiana.
Las diferencias de cultura y sensibilidad fueron caldo de cultivo para la cizaña de la murmuración y los apóstoles respondieron individuando las dificultades y buscando juntos soluciones.
Distribuyeron las tareas de modo que ni la predicación del Evangelio ni la atención a los pobres se vieran mermadas, y nació así el ministerio de los diáconos que devolvió la armonía entre el servicio de la caridad y de la Palabra.
El mal de la murmuración no sólo se encontraba dentro de la Iglesia, sino también fuera se alzaban reproches contra los nuevos diáconos, entre los que destacaban Felipe y Esteban.
Los enemigos de este último, no teniendo cómo atacarle, lo calumniaron y dieron falso testimonio contra él. Este cáncer diabólico que es la murmuración, que nace de la voluntad de destruir la reputación de una persona, agrede al cuerpo eclesial y lo daña gravemente.
Esteban ante el Sanedrín fue testigo de Cristo, quien ilumina toda la historia de la salvación, y denunció la hipocresía de quienes han perseguido siempre a los profetas enviados por Dios y crucificaron a su propio Hijo. El tribunal decretó su muerte y, como otro Cristo, Esteban la afrontó abandonándose en las manos de Jesús y perdonando a sus agresores.

Texto completo de la catequesis del Santo Padre traducida al español

A través del Libro de los Hechos de los Apóstoles, continuamos siguiendo un viaje: el viaje del Evangelio en el mundo. San Lucas, con gran realismo, muestra tanto la fecundidad de ese viaje como el surgir de algunos problemas en el seno de la comunidad cristiana. Desde el principio siempre hubo problemas. ¿Cómo armonizar las diferencias que coexisten en su interior sin que haya conflictos ni divisiones?
La comunidad no acogía solo a judíos, sino también a griegos, es decir personas provenientes de la diáspora, no hebreos, con cultura y sensibilidad propias y con otra religión. Nosotros, hoy, decimos “paganos”. Y esos eran acogidos. Esa presencia determina equilibrios frágiles y precarios; y ante las dificultades surge la “cizaña”, y ¿cuál es la peor cizaña que destruye una comunidad? La cizaña de la murmuración, la cizaña del chismorreo: los griegos murmuran por la desatención de la comunidad a sus viudas.
Los Apóstoles ponen en marcha un proceso de discernimiento que consiste en considerar bien las dificultades y buscar juntos las soluciones. Encuentran una vía de salida al dividir las diversas tareas para un sereno crecimiento del cuerpo eclesial y no descuidar ni la “carrera” del Evangelio ni la atención a los miembros más pobres.
Los Apóstoles son cada vez más conscientes de que su vocación principal es la oración y la predicación de la Palabra de Dios: rezar y anunciar el Evangelio; y resuelven la cuestión instituyendo un núcleo de «siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría» (Hch 6,3), los cuales, tras haber recibido la imposición de las manos, se ocuparán a servir las mesas. Se trata de los diáconos que son creados para eso, para el servicio. El diácono en la Iglesia no es un sacerdote de segunda, es otra cosa; no es para el altar, sino para el servicio. Es el custodio del servicio en la Iglesia. Cuando a un diácono le gusta demasiado ir al altar, se equivoca. Ese no es su camino. Esa armonía entre servicio a la Palabra y servicio a la caridad representa el fermento que hace crecer el cuerpo eclesial.
Y los Apóstoles crean siete diáconos, y entre los siete destacan de modo particular Esteban y Felipe. Esteban evangeliza con fuerza y parresía, pero su palabra encuentra las resistencias más obstinadas. No hallando otro modo para hacerlo desistir, ¿qué hacen sus adversarios? Eligen la solución más mezquina para anular a un ser humano: la calumnia o falso testimonio. Y sabemos que la calumnia siempre mata. Ese “cáncer diabólico”, que nace de la voluntad de destruir la reputación de una persona, agrede también al resto del cuerpo eclesial y lo daña gravemente cuando, por intereses mezquinos, o para tapar sus propios defectos, se unen para manchar a alguien.
Llevado al Sanedrín y acusado por falsos testigos ─lo mismo hicieron con Jesús y lo mismo harán con todos los mártires mediante falsos testimonios y calumnias─, Esteban proclama una relectura de la historia sagrada centrada en Cristo, para defenderse. Y la Pascua de Jesús muerto y resucitado es la clave de toda la historia de la alianza. Ante esa sobreabundancia del don divino, Esteban valientemente denuncia la hipocresía con la que fueron tratados los profetas y el mismo Cristo. Y les recuerda la historia diciendo: «¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Asesinaron a los que anunciaban la venida del Justo, del que ahora vosotros habéis sido traidores y asesinos» (Hch 7,52). No usa medias palabras, sino que habla claro, dice la verdad.
Esto provoca la reacción violenta de los oyentes, y Esteban es condenado a muerte, condenado a la lapidación. Pero manifiesta la verdadera “casta” del discípulo de Cristo. No busca escapatorias, no apela a personalidades que puedan salvarlo sino que deja su vida en las manos del Señor y la oración de Esteban es bellísima, en ese momento: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7,59), y muere como hijo de Dios perdonando: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7,60).
Esas palabras de Esteban nos enseñan que no son los bonitos discursos los que revelan nuestra identidad de hijos de Dios, sino solo el abandono de la vida en las manos del Padre y el perdón por quien nos ofende nos hacen ver la calidad de nuestra fe.
Hoy hay más mártires que al principio de la vida de la Iglesia, y los mártires están por todas partes. La Iglesia de hoy es rica en mártires, está irrigada por su sangre que es «semilla de nuevos cristianos» (Tertuliano, Apologético, 50,13) y asegura crecimiento y fecundidad al Pueblo de Dios. Los mártires no son “santitos”, sino hombres y mujeres de carne y hueso que ─como dice el Apocalipsis─ «han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la sangre del Cordero» (7,14). Esos son los verdaderos vencedores.
Pidamos también nosotros al Señor que, mirando a los mártires de ayer y de hoy, podamos aprender a vivir una vida plena, acogiendo el martirio de la fidelidad diaria al Evangelio y de la conformación a Cristo.

Traducción de Luis Montoya.

Juan Ramón Domínguez Palacios
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