El derecho a la muerte se define desde el olvido de la muerte, característica de la sociedad contemporánea. La defensa de la eutanasia, lejos de ser una contradicción con ese olvido, constituye su constatación.
Afirmada como acto altruista y benevolente encubre la necesidad propia de olvidar el sufrimiento y la muerte, y la incapacidad de observar la muerte ajena. Como derecho, el derecho a la muerte se presenta como la prohibición del Derecho y la comunidad de interferir en el acto tanático para sí mismo o para otro. Pero como efecto se instaura un derecho de carácter social e indicación ética que constituye un riesgo para la vida dependiente.
1. La muerte, elemento definidor del animal humano
Oímos hablar constantemente del derecho a la muerte, o si se prefiere el derecho a morir o, mejor aún, el derecho a la muerte digna y observamos una ocultación permanente del significado de la muerte en la vida humana. Estamos probablemente ante una forma de mantener la ficción de una vida sin muerte y ante la precipitación de la situación del moribundo. Como si quisiésemos mantener la ficción de Epicuro, que tan poco resultado nos ha dado a lo largo de la Historia: Acostúmbrate a pensar Meneceo que cuando tÚ estas ella no está y que cuando ella está tu ya no estás. Por ello, la eutanasia lejos de suponer una objeción a la observación general desde la sociología de los cincuenta de que entre nosotros la muerte está ocultada, supone la ratificación de esta observación.
Robert Redeker en su obra “El eclipse de la muerte” contrapone esta ocultación con el sentido que tiene la muerte para la vida del hombre[1].
En línea con la filosofía más antigua, los dioses envidian a los hombres la muerte, o la más cercana, el hombre es el animal que muere, Redeker observa la muerte como el hecho definidor de la muerte.
El hombre muere, los animales no, y el hombre percibe la muerte a través de su amenaza y muy sustancialmente a través de la muerte del otro. Con la muerte del otro se descubre la banalidad de la afirmación de Epicuro: Meneceo la muerte está entre nosotros, aunque sea por el temor de que los seres amados desaparezcan con nuestro recuerdo, como señaló con más acierto San Agustín.
Además, y con gran importancia para nuestra cuestión, pues al fin y al cabo el Derecho es una parte importante de la idea de Orden[2] que construimos con dificultad, la muerte, su concepción, la relación con los muertos y con nuestra muerte está en la base de la civilización. La forma de tratar a la muerte o a los muertos es indicio de civilización y por esa razón nuestra civilización parece bárbara o, al menos, en proceso de barbarización.
Si no fuera por el lenguaje, por la representación, por el culto la muerte no sería otra cosa que un acontecimiento banal. Con el nacimiento puramente animal, la muerte puramente animal se repite miles de millones de veces. La muerte humana se humaniza en el rito y así civiliza. Recuérdese el texto de las Analectas “¿Cuál es la raíz de los ritos…? En las ceremonias, preferir la simplicidad al lujo; en los funerales, preferir el duelo a las convenciones”[3].
Pero junto al aspecto limitador de la muerte, que se define como una muerte que hay que controlar con la cultura, la muerte puede presentar un aspecto positivo de forma que es condición de la vida, al menos tal como la conocemos. Sin muerte no habría futuro, la sociedad, el planeta quedarían paralizados, envejecidos. Gracias a la muerte hay nacimientos y gracias a los nacimientos en palabras de Arendt hay futuro. Sin nacimientos no tendríamos esperanza seríamos una mera prolongación de un mundo paralizado[4].
También la muerte puede concebirse como un límite deseable a una vida que se percibe como un constante esfuerzo, donde el mito del progreso más que un mito aparece como una máscara encubridora que engaña al hombre. La vida no edulcorada, en las actuales circunstancias, con sus alegrías y penas, con la desaparición de los allegados, con el fenómeno de la vejez parece exigir un límite.
Surgiría la muerte como liberación, no sabemos si como contenido de un derecho, cuando se espera una vida mejor o también cuando se busca como alternativa a los sufrimientos o cansancio de la vida, como nos describe Cioran hablando no ya de la muerte sino del mismo suicidio[5].
2. La muerte ocultada
Si en línea con lo descrito con Robert Redeker y antes por los sociólogos como Philippe Aries nuestra realidad es la de una sociedad con muerte ocultada, la reivindicación del derecho a la muerte, la discusión sobre este, las sesiones dedicadas a cÓmo se muere en todo tipo de parlamentos parecen ser contradictorias con ese eclipse[6].
Es decir, la mayor dificultad que tenemos al intentar explicar el fenómeno cultural de la eutanasia, que se extiende sin límites en Occidente, es compaginar dos datos aparentemente opuestos.
Uno es el ya citado del ocultamiento de la muerte, que incluye a los agonizantes, a los muertos, a los cementerios y a la propia presencia de esta realidad tan humana, o si se quiere, tan definidora de lo humano.
La muerte se oculta como se oculta la vejez según una muy adecuada observación de Robert Redeker. El viejo disfrazado de adolescente, “el mayor” debe pasar de una juventud cosmética a desaparecer, de la forma más rápida e indolora posible.
De esta forma la muerte deja de ser un acontecimiento para el que nos preparamos, ya no nos preparamos ni para nuestra muerte ni para la muerte ajena[7].
Y ello aunque sabemos desde antiguo que como afirma della Rochefoucauld ni la muerte ni el sol se pueden contemplar directamente[8].
3. Derecho a morir
Pero la ocultación de la muerte coincide con el denominado “derecho a morir” que se ha convertido en el paradigma de los derechos, el derecho que completa todos los derechos. Y este derecho dista de estar oculto.
La aparente paradoja se resuelve precisamente en la supresión de la muerte como acontecimiento que da sentido a lo humano y en la desvalorización de todo dolor, entendido como un sinsentido, en un sistema que supuestamente sólo garantiza gozos.
El derecho a morir es realmente el derecho a eliminar las vidas sin sentido. Pues en su contenido es el derecho a la muerte medicamente administrada; como un elemento final del tratamiento.
La apuesta es peligrosa pues el número de vidas sin-sentido para uno mismo o para otros es ilimitado. No se sabe qué sentido tiene nada en el juego producción-consumo cuando surgen unos desechos de la producción y tantos no alcanzan los niveles de consumo aceptable.
Pero desde luego no tienen sentido ni las vidas de los sufrientes, ni la de los graves deficientes, ni la de los incurables y finalmente la de los viejos, entendidos como sujetos que están en una edad que ya no pueden imitar el juego del adolescente que disfruta sin límite.
De esta forma, al quitar la vejez, la muerte o el sufrimiento del horizonte del significado humano lo que se prepara es lo que el mismo autor ha denominado un geronticidio[9]. Siempre será por el bien de quien lo reciba, y es posible que en principio se mantengan las formalidades de la muerte voluntaria”.
En efecto, el acto de dar muerte se vuelve una acción veterinaria, pues sin la comprensión de la muerte lo humano vuelve a lo animal y este hecho se produce paradójicamente cuando en su proceso de liberación gnóstica el hombre se cree Dios. Ni Dios ni animal es el hombre en cuanto muere.
Lo veterinario en la muerte administrada al hombre que ya no puede comportarse como un Dios, pues se orina encima, babea, o no reconoce, explica una aparente incoherencia; en un momento en el que no se puede retribuir con la muerte. Es decir, la comunidad aparentemente no puede sancionar con la muerte un acto voluntario, cruel, que incluso provoque la muerte de muchas vidas insustituibles. Pero si puede administrar la muerte como un beneficio, evidentemente sin la crueldad del pasado, sin los simbolismos que condenaba el propio Aristóteles cuando aclaraba que la igualdad que restituía la justicia retributiva era analógica pues al que había obtenido una ventaja no se le hacía lo mismo.
No podemos matar como castigo, es decir, no tenemos una muerte jurídica, pero podemos matar como beneficio, es decir, tenemos una muerte extrajurídica pues la muerte se saca del derecho y quien la recibe no es ya tratado como un hombre, si hemos de seguir las afirmaciones de Heidegger de que son los hombres los únicos que mueren.
La muerte como beneficio que se otorga a un hombre ha sido también analizada por Redeker. Este autor francés, de nuevo en una tradición enraizada en lo mejor de nuestro pensamiento duda de los verdaderos motivos de ese beneficio.
Redeker nos previene de los verdaderos motivos de quien quiere aplicar la muerte como un beneficio para el que la recibe. Ambos son bastante incompatibles con el tratamiento humano a un humano.
“Detrás de la filantropía para evitar demasiado sufrimiento a los enfermos que hay que matar...o para ayudarles a partir dos fenómenos se ocultan: la psicología del débil que tiene miedo a sufrir viendo sufrir... y el odio estético de un determinado estado del hombre, la repugnancia ante un estado físico y mental alejado de la imagen que nuestro mundo difunde del hombre”[10].
La raíz ideológica del nuevo “derecho” que se construye respecto a una muerte que en el resto de la cultura se niega es el enfrentamiento entre la imagen que el sujeto construye de sí mismo, si se quiere la razón del engaño al que se somete al hombre, y la realidad de una vida humana que pese al enmascaramiento de la adolescencia prolongada debe terminar en la vejez primero y luego en la muerte.
4. Distopia y muerte
El modelo de lo que acontece fue previsto por las distopias que jalonan el siglo XX. Tanto en El Señor del mundo[11] de forma explícita como en Un mundo feliz[12] hay eutanasia algo disimulada en el segundo caso. La eutanasia es un medio de garantiza la supuesta filantropía ocultando la verdad del sufrimiento y de la muerte. Es un final casi necesario que sin embargo necesita eliminar lo específico humano.
En la discusión final de la novela de Aldous Huxley como en el magnífico dialogo del Gran Inquisidor[13] que aparece en la novela Los hermanos Karamazov parece claro lo que los poderes enmascaran detrás de su supuesta ley bonancible, la eliminación de la libertad pero esta eliminación de la libertad apunta al elemento principal que subyace a todo el proceso, la eliminación de la Naturaleza humana.
Si el hombre sufre porque es libre, la aplicación de las leyes científicas, como en el discurso articulado de Zamiatin en Nosotros[14], produce dos efectos elimina el sufrimiento con la condición de eliminar la libertad. La eutanasia juega con ambos conceptos.
La muerte apartado, con aspecto juvenil, desprovista de sufrimiento, contemplada de forma natural, como si la muerte humana fuera algo meramente natural, es descrita por Huxley. No se puede negar la similitud con la eutanasia.
Visto este proceso no cabe duda de que la argumentación del derecho a la muerte tiene un entorno ideológico que no se puede negar, so pena de no alcanzar la lucidez sobre lo que ocurre y acabaríamos así discutiendo sobre dosis de opiáceos o sistemas de asistencia que es precisamente de lo que no se trata.
El entorno de la expansión del derecho a la muerte es el de la incomprensión ante el sufrimiento por un lado, pero sobre todo la voluntad ideológica de desconocer la realidad de la vida humana necesariamente desfalleciente a partir de un determinado momento. La realidad de la vejez.
Se ha alabado mucho la voluntad de mantener un corazón joven, siguiendo el mito del romanticismo primero y del fascismo después, pero se ha entrado poco en el ridículo de no aprovechar la ancianidad en sus elementos alabados desde la Antigüedad y sustituirla por un remedo cosmético de una juventud de la que sólo se mantiene una cierta ignorancia idiota.
Precisamente si conectamos el abandono de la valoración de las virtudes de la edad madura con la eutanasia tenemos el fenómeno del geronticidio. El significado de la eutanasia no es sólo acortar e momento del dolor sino más precisamente acortar o eliminar un momento inevitable de la vida alargada.
Por eso la liberación que se supone que es la eutanasia es ante todo liberación de la naturaleza humana y en definitiva supone la eliminación del derecho. Lejos de tener en cuenta los conceptos de voluntad y pacto, o el concepto de voluntad, la eutanasia entra en el discurso de las vidas sin sentido.
No hay que temer un alboroto radical nihilista que llegue a la conclusión de que ninguna vida humana reducida a la producción consumo tiene sentido. No hay peligro. La eutanasia parte de la base de que hay una vida, que no calificamos ya de hedonismo por respeto a Epicuro, sino que sería puramente animal, en la reducción al goce, que tiene un sentido pleno y otras que no alcanzan ese nivel que no.
El propio Simon Leys en “Una carta abierta al Gobernador General” define las implicaciones sociales de la benevolencia esbozada hacia los deficientes y expresada en el homicidio médico. En efecto el Gobernador general de Australia Bill Hayden había pronunciado un discurso favorable a la eutanasia, en el que tras sentirse orgulloso de haber tenido una vida plena y satisfactoria temía que en algún momento la senilidad le robará su dignidad humana. Para ese momento esperaba la eutanasia. Contesta con sarcasmo Leys que el Gobernador General parece haber olvidado la diferencia ya definida por Pascal entre dignidad institucional y dignidad natural. Se pregunta cómo sabe el Gobernador General que en el orden de la grandeza natural la condición de un Bill Hayden senil, incoherente, amnésico e incontinente, en una silla de ruedas constituiría una degradación respecto a la plena humanidad que supuestamente ha alcanzado como Gobernador General.
Y entonces Leys, uno de los espíritus más finos del siglo XX pronuncia su sentencia “Una sociedad que deja de percibir que debería respetar la grandeza natural de un viejo, senil, incontinente y amnésico tanto como debe respetar la dignidad institucional de su Gobernador General simplemente ha abandonado el principio básico de la civilización y cruzado el umbral de la barbarie”.
Y más adelante encuentra la razón subyacente, en-mascarada por el “yo preferiría en su caso”. “Las generaciones sucesivas merecen ser liberadas de algunas cargas improductivas.” E insiste en su sarcasmo preguntándose si no deberíamos dotar a cada domicilio de unos cubos de basura donde los parientes ancianos pudiesen reciclarse higiénicamente en alimentos para mascotas[15].
Como el discurso sólo en algunas ocasiones tiene la claridad que critica Leys suele enmascararse bajo la reivindicación de un Derecho que en cierta medida se encubre bajo la apariencia de un derecho a la propia muerte, es decir, a un suicidio mediato.
5. Homicidio, Derecho y Ética médica
Al referirse al derecho a morir, que se adjetiva dignamente, no se reclama como es notorio el hecho inevitable de la muerte. Pedirla como derecho sería absurdo. Tampoco se limita esta reivindicación a exigir la abstención del otro, sea del médico o del gran Otro, la sociedad ante los actos de un individuo que avanza hacia la muerte dentro del curso natural.
Es decir, aunque pueda aparentarlo, no estamos ante una reivindicación de abstención médica, una libertad frente al poder médico, encarnado no ya en el viejo médico patriarcal (o paternalista que tanto monta) sino en el médico mero agente del único patriarca que se tolera en nuestra sociedad, el Estado.
En sentido estricto la reivindicación es que en de-terminadas circunstancias, que tienen que ver con el incumplimiento de una ilusión de vida que enmascara la realidad contemporánea, un médico mate a su paciente.
Es importante recalcar que esta reivindicación al ser jurídica y traducirse en la legislación no se pide respecto a uno mismo, como la retórica de casos como el de Ramon San Pedro nos hace creer, sino que se impone respecto a todos los miembros de una sociedad, o en el delirio contemporáneo, respecto a la Humanidad.
Esta es la notable paradoja del derecho. El juego de lo que los anglosajones llaman win/win no existe. Ciertamente la Justicia en abstracto viene bien a todos pero en concreto a algunos garantiza y a otros obliga en unas ocasiones y en general a todos obliga y a todos garantiza.
Esto tiene también algunas implicaciones que conviene considerar siempre en derecho pero que se pierden en el discurso de los derechos absolutos.
Cuando se pide el reconocimiento judicial o legislativo de un derecho no basta exigir una reivindicación con anhelo sino hay que encajarla, por así decirlo.
La primera forma de encajarla es, por supuesto, en el derecho mismo, por analogía o derivación lógica. Esto se puede hacer por las vías habituales de interpretación sobre textos o de forma “creativa”. Como veremos hay que ser muy creativo, como ocurre con muchos tribunales actuales, para derivar del Derecho, se entienda como se entienda, un derecho a morir y para ignorar la tradición jurídica de sancionar primero el suicidio, hasta el s XIX, luego el auxilio al suicidio y siempre el homicidio compasivo, incluso cuando la compasión es sincera.
También se requiere encajar el derecho concreto en el punto de vista sobre la Justicia que constituye todo Derecho, hay que justificar su relación con el bien común, en su acepción menor, es decir que no lo afecta negativamente, o en su forma más propia, es decir, que lo promueve.
El reconocimiento de un derecho, que no implica sin más una aspiración satisfecha, tiene por tanto efectos mucho más allá de quienes lo reclaman. El primero de estos efectos es obvio. Obliga a otros muy directamente y a todos en cierta forma. El segundo es que al implicar una visión del mundo, una antropología, un intento de explicación sobre la justicia estas opciones valorizan unas cosas y desvalorizan otras. Esta valorización y desvalorización es social, tiene efectos sobre otros y, por supuesto, afecta en cascada al Derecho.
Esto en sí nos es bueno ni malo. Es lo que es. Pero hay que tenerlo en cuenta cada vez que se incorpora al Derecho uno de estos derechos subjetivos o si se quiere cada vez que se inventa un derecho.
Esto de inventarse derechos, o incluso de inventarse todo el derecho es sabido que no le gusta al reaccionario. “La primera revolución estalló cuando se le ocurrió a algún tonto que el derecho se podía inventar”.
En este punto uno de los argumentos vulgares más utilizados y de mayor éxito, de nuevo recuerdo el caso San Pedro, es el que acusa a quienes se oponen al reconocimiento al derecho a la muerte digna de imponer una determinada moral. Supongo que será la moral de una interpretación estricta del principio, o mandato, o revelación, de ·”No matarás al inocente” y de la necesidad de su traducción en el derecho.
Mi argumento es que no incluir esta prohibición en el Derecho, aunque la única excepción sea vinculada a la voluntad de quien recibe el beneficio de la muerte, implica adoptar una noción de libertad, de vida, de hombre, de moral y de Derecho determinada. Así bien podríamos decir a algunos que nos imponen su moral.
Esta moral que se transmite al Derecho sin los habituales principios de salvaguarda o sin los critierios que han sostenido el Derecho occidental tiende a volverse absoluta. Es totalitaria, en la forma en que Aldous Huxley define el futuro Totalitarismo en su novela “Un Mundo Feliz”.
Se hace necesaria una digresión sobre esta peculiaridad moral que produce una legislación asfixiante centrada obviamente no en el propio perfeccionamiento, que es el oficio de la moral sino en el perfeccionamiento ajeno, fin de las leyes.
Aunque la base del nuevo derecho sea la apelación a los deseos-derechos naturales del sujeto liberado y este individuo liberado tiende a moralizar con radicalidad todas sus conductas, el habla, la estética, y los microgestos, el hecho es que precisamente por como advirtieron juristas de la talla de Francesco D’Agostino, la moral actual ha pasado a ser legislada y la legislación ha pulverizado toda línea de división entre lo privado y lo público que nos protegiese[16]. Como ese deseo-derecho no se apoya en lo existente en el Derecho, la moral o las costumbres sino que como todo movimiento revolucionario aspira a transformarlo, el efecto es un activismo asfixiante donde la expresión del moda del reivindicador, eso de “no nos impongas tu moral”, parece un sarcasmo.
6. Eutanasia y suicidio
Hemos dicho que el derecho a la muerte digna no puede confundirse con el suicidio pero también que el argumento de partida parece vincularse al argumento del suicidio como acto libérrimo en el que no debe inmiscuirse la moral social ni el derecho, y ello a pesar de que ambos ordenes normativos siempre han tenido mucho que decir sobre el suicidio.
Para tratar con lealtad esta cuestión del supuesto derecho a morir debemos asumir también algunos presupuestos que no están plenamente presentes en la hagiografía pro vida. Hay razones para desear la muerte., de hecho mucha gente la desea. Hay que considerar aquí el anhelo de la muerte como rasgo espiritual del misticismo, como en Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, como signo de agotamiento ante el mundo o como displicente valoración de este, realidad falsa, destierro o prisión. Es más pueden encontrarse razones para suicidarse, razones claramente razonables. De hecho el hombre que es el único animal que muere (al ser el único que es consciente de la muerte) es también quien tiene la exclusiva del suicidio. Frente a esta realidad universal no son del todo útiles las admoniciones morales extendidas desde antiguo y recogidas en el derecho inglés del Siglo XVIII. Quien se suicida actúa contra el instinto de conservación, contra la Ley de Dios y contra la ley del Rey. En concreto toma algo que no es suyo.
Precisamente porque el suicidio no es detenido por el instinto de conservación, se sobrepone a él, la sociedad en general, ha entendido que la disuasión del suicidio es una obligación social que incluye a todos. El camino opuesto es la epidemia de suicidios, románticos. Nihilistas, por el dolor o por el puro agotamiento de la vida sin sentido. El denominado derecho a morir dignamente trastoca este camino, lo invierte, desmonta una a una las barreras de prevención.
Ciertamente el derecho a la muerte digna se limita a unas causas específicas. Sólo quienes se encuentran en unas circunstancias determinadas accederán a estos derechos que no parece ni universal ni meramente voluntario. Las causas justificativas englobarán lo que en sentido clásico se llamaba el suicidio pusilánime.
Estas causas ligadas a la gravedad e irreversibilidad de la enfermedad y a los graves sufrimientos a ella asociados, se extienden en dos direcciones. Por un lado, hacia prescindir del acuerdo explícito del paciente. Por otro, hacia la extensión del concepto de vida que no merece vivirse.
Con la labor de zapa, o casi diría de asalto, del discurso eutanásico contra las barreras, al final poco queda de ellas.
Es más, termina por moralizarse el suicidio en ciertos casos, ante ciertos estados clínicos como antes sucedía en ciertos suicidios de honor, del guerrero ofendido o de la mujer ultrajada.
Por ejemplo, el suicido de honor de la mujer ultrajada, tal como se aplica en Roma enseña mucho de como una obligación socialmente impuesta puede presentarse como una liberación, o como una conducta excelente respaldada por un amplio consenso social[17].
Si la primera medida antisuicidio es no hacer su panegírico, la eutanasia tiene una presencia en la vida social, en los medios y en el debate público de efectos completamente opuestos a esa medida. Hay apóstoles de una forma de morir, más bien de esa forma reglada por la que se mata. Los defensores de esta práctica no son sujetos más o menos malditos, sino que están en la cresta de la ola.
El temor numinoso ante la muerte y ante el acto de matarse es sobrepasado con la eutanasia técnicamente dirigida, administrada, incluida en la cartera de servicios.
Esto a su vez elimina otros obstáculos como el temor personal al “paso suicida” que a tantos retiene precisamente por la presencia de un “natural” instinto de conservación.
Otras barreras en la práctica individual del suicidio, incluso por el que tiene la firme voluntad de cometerlo, son la prohibición jurídica y el reproche moral. En el mundo eutanásico desaparece de raíz. La eutanasia es un acto autónomo de una autonomía tanática que “se pone en marcha” cuando las alegrías de la vida, la su-puesta felicidad, el control del deber, el dominio sobre la enfermedad, la adolescencia perpetua ceden y la vida se manifiesta sólo para unos pocos, con toda su crudeza.
Si la sociedad apoya la eutanasia, si el medio empleado modificara el obstáculo que representa el temor numinoso, el obstáculo tan sólo podría ser el afecto cercano y natural de los familiares. Es decir, no dar el enorme disgusto de matarse. Ciertamente esto no disuade a muchos suicidas pero es significativo que esté al menos presente en las cartas de perdón y despedida.
Pero este obstáculo deja de serlo cuando el suicidio se describe como un bien para el beneficiario y sus familiares. Con un poco de esfuerzo manipulador, practicado por sus defensores, puede incluso aparecer para la mayoría en el disfraz de un acto solidario que evita sufrimientos y, no lo olvidemos, también costes. Emprendida la pendiente, nuestra sociedad suicida puede tender hacia una salida suicida o a un suicidio médico que, a su vez, es un homicidio.
Lo fundamental es en consecuencia que con la eutanasia, en general, tratamos de un homicidio de justificación suicida y esto es así en cuanto el concepto de cultura de la muerte incluye la eutanasia como un elemento de la autodeterminación del hombre.
Por eso la justificación no es sencillamente el corte de algún dolor intenso sino que el suicidio aparece como una libertad. Para ser mas precisos como la manifestación de la libertad completa.
Esta libertad es, como indica Dostoievski en los discursos de los hermanos Karamazov la libertad de Dios. La liberación completa de Dios lleva, sin embargo, a la esclavitud completa del hombre y esto es igualmente válido en el efecto totalitario que vimos en la sociedad del siglo XX como en la postotalitaria del XXI.
Por ello cuando se trata de discutir este derecho, presentado como el más valioso de los derechos de forma paradójica, la muerte como el mayor valor, han sido más agudos los literatos y los poetas en general que los tratadistas jurídicos, especialmente los que se han atrincherado en una especie de derecho natural absoluto a ser de una determinada forma, una forma que estaría al margen de las exigencias sociales y del derecho concreto, es decir, del único derecho que existe.
El derecho que se proclama tiene evidentemente una base nihilista que manifiesta con especial fuerza la tendencia eutanásica que sufrimos. La revuelta contra Dios que caracteriza el paso del XIX al XX impide concebir la vida en su sentido más profundo.
El poeta ruso, fallecido en el GULAG Ossip Mandelstam, que recordemos intentó suicidarse una vez, lo dice con claridad a su mujer y biógrafa Nadezhda, cuando ante la amenaza de la deportación a los campos de concentración esta ofrece el suicidio.
La vida es un don dice Ossip y la obligación del hombre es vivirla, la vida es un don incluso en las peores circunstancias y no deja de serlo aun cuando no se pueda alcanzar una felicidad prometida e ilusoria. Y debemos recordar que en el camino de esa felicidad, siempre futura, se ha privado durante el siglo XX a los hombres de los elementos más básicos de su propia vida. Dice Ossip, y corrobora Nadezhda, que la obligación del hombre es vivir, no ser feliz y, como más tarde, contesto ya en los setenta Nadezhda, en una entrevista en el NYTM, cuando se le decía que el cristiano debe vivir con esperanza “yo tengo esperanza en la vida eterna que se nos ha prometido”[18].
Esto puede parecer filosófico (es decir no cuantificable y entonces no juridificable). Pero entre considerar la vida como un don o considerarla un acto de autodeterminación que tiene su máxima realización en el propio homicidio no hay un punto intermedio o neutral. Nos deslizamos hacia el segundo con todas sus implicaciones y la única forma de reaccionar es afirmar lo primero.
La muerte, exactamente el suicidio como autodeterminación completa, cambia todo y afecta a lo más profundo de las relaciones e instituciones humanas. Reaparece la familia homicida y la sujeción de la vida humana, del reconocimiento como persona, a cierto grado de aptitud o felicidad.
La opción don o libertad autodeterminada es un base de civilización. Por eso cuando algunos grandes pensadores del XX y principios de XXI hablaron de cultura de la vida y cultura de la muerte dieron con la definición del debate o describieron la crucial elección a los que nos vemos abocados.
La construcción de la cultura de la muerte tiene una traducción jurídica en el derecho al suicidio (realmente al homicidio encubierto de suicidio) que se extiende por Europa y en general por el mundo que se llama desarrollado y tiene su punto nuclear no tanto en el concepto vida o persona, al que hemos dedicado grandes esfuerzos, sino en el concepto libertad.
Un error de juicio sobre la libertad, que es un error de juicio de la relación del hombre con el Creador, puede llevar como hemos dicho a sostener que el suicidio no es una libertad sino la libertad por excelencia. De ahí a considerar lo mismo respecto a la ayuda al suicidio o el suicidio administrado sólo hay un paso.
7. Vida y libertad
Fue Dostoievski, y sigo la lectura de Nadezhda Mandelstam, quien distinguió con mayor agudeza la libertad (freedom en ingles) como la posibilidad de hacer lo que se debe hacer y la libertad como licencia (license en inglés Svoevolie en ruso) que nos conduce a la noche del no ser[19].
Si como sociedad elegimos la noche del no ser el fin garantizado será aplicar esa inversión de los valores y nos encontramos con la paradoja.
Lo libre, lo moderno, lo actual, lo europeo, no es aceptar la vida, ayudar a su venida o desarrollo, paliarla en lo que los hombres podemos paliar, sino favorecer la muerte, ignorar el don de la vida y aceptarlo como una carga.
No podemos evitar el debate fundamental, manteniéndonos en la neutralidad de opciones, pues si la vida no es un don indisponible lo que se pone en marcha en la cultura social es la maquinaria de la muerte.
Y tenemos así la paradoja que consiste en que el camino de la libertad es el camino de la muerte sanitaria y esa muerte planificada, profesionalizada, se convierte en un derecho subjetivo; pero es un derecho que se aplica en nombre del paciente que le sustituye, que le presiona. La alternativa se va tornando una obligación cuando quienes tienen poder para ello entienden que lo debido es morirse.
Al echar la vista sobre el siglo XX comprobamos las veces que se ha esclavizado hasta la inanición en nombre de la felicidad.
Pues aquí aparece la máscara. Sin disparar la tasa de suicidios a las que nos acostumbramos en las fases agudas de las crisis nihilistas desde el siglo XIX aumenta la defensa y práctica del homicidio médicamente administrado.
Esta administración sanitaria del homicidio exige un juicio de adecuación del paciente al “tratamiento” y esclaviza mediante la ley al médico y a los pacientes que reúnen ciertas características objetivas. Se produce lo que hemos denominado pendiente deslizante lógica, lo que se defendió en nombre de la libertad, se aplica a quienes no pueden ejercerla.
Esta sujeción a la voluntad tanática del Estado, pues para todos en algún momento, pero para unos específicamente ahora, lo indicado es la muerte.
En efecto la tentación contemporánea del dejar hacer, de no implicarse en las decisiones amenazantes sobre la vida humana, ignora que cuando la muerte clínicamente administrada se convierte en un derecho todos resultan obligados respecto a ese derecho.
El llamado derecho a morir dignamente es infame cuando lejos de suponer una opción o no de tratamientos se convierte en la obligación de matar.
Si culturalmente parece que esta otra enorme estafa se ha impuesto entre nosotros y es cuestión de tiempo que nos alcance, me permito repetir las palabras de Nadezhda Mandelstam en los años setenta cuando nada hacía presagiar esperanza para Rusia.
“El camino de la libertad es duro, particularmente en tiempos como los nuestros pero si todo el mundo hubiese escogido el camino de la licencia, la humanidad hubiera dejado hace mucho de existir.
Si todavía existe es debido al hecho que el impulso creativo ha permanecido más fuerte que el destructivo. Si esto será así en el futuro no nos corresponde decirlo”[20].
Hasta aquí Nadezhda. Yo creo, sin embargo, sin riesgo de que se me tache de optimista, que nosotros aquí, precisamente, y cara al futuro inmediato, si tenemos mucho que desenmascarar, mucho que construir, mucho que paliar pero, sobre todo, mucho que vivir.
Sabemos que el derecho a la muerte difícilmente puede ser un derecho en sentido estricto, es decir, algo derivado de un convenio que vincula dos voluntades. En su momento Sergio Cotta en unas palabras que algunos no valoramos convenientemente señaló que en el pacto suicida resulta anulada totalmente una voluntad, sea la del médico sea la del paciente, y en ese sentido no puede ser jurídico[21].
Pero no podemos olvidar que el derecho a la muerte se inscribe en la lógica de la instrucción oficial, de la reglamentación benevolente que establece un Estado Total, que aplica una ideología única donde los viejos límites salvación-bien común, externo-interno, autónomo-heterónomo que marcaban la diferencia entre moral y derecho no existen. El Estado no admite límites aunque dice actuar en nombre no ya de una raza, de un pueblo o de una clase sino en nombre de una multitud de voluntades individuales que se reducen a una.
Por eso la regulación de la eutanasia tiene como efecto la total transformación de la deontología médica. De la función del médico.
Referencias
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José Miguel Serrano Ruiz-Calderón
Universidad Complutense de Madrid, España
Universidad Complutense de Madrid, España
Fuente: aebioetica.org.
[1] Redeker, R. l’eclipse de de la mort., Desclee de Brouwer, Paris, 2017, 89.
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[5] Cioran, E. Syllogysmes de l’amertume. Gallimard, Paris, 1995.
[6] Redeker, R. l’eclipse de de la mort., Desclee de Brouwer, Paris, 2017, 19.
[7] Redeker, R. l’eclipse de de la mort., Desclee de Brouwer, Paris, 2017, 60.
[8] Ibid., 148.
[9] Redeker, R. Bienhereuse vieillesse, Editions de Rocher, Paris, 2015.
[10] Redeker, R. l’eclipse de de la mort., Desclee de Brouwer, Paris, 2017, 169.
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[19] Mandelstam, N. Hope Abandoned, The Harvill Press, Londres, 2011, 266.
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[21] Cotta, S. “Aborto ed eutanasia: un confronto”. Rivista di filosofía.(Il diritto alla vita fascicolo speciale) Einuaudi, Torino, 1983, 5-23.
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