«Lo que a algunos molesta de Barrett no es que tenga conciencia, sino que sus creencias y valores éticos no se corresponden con el arquetipo oficial de ese lobby ideológico que declara tener el monopolio del feminismo. Y, si algo aparece claro en el itinerario vital de Amy Barrett, es su ejemplo de cómo una mujer es capaz de realizar libremente un exitoso proyecto de vida»
Para algunas mentes, toda acción de Donald Trump durante su presidencia era por definición equivocada y casi siempre inmoral. No hacía falta mayor comprobación o análisis. Al igual que en las rencillas ancestrales entre familias o entre aldeas, o en ciertos fanatismos religiosos (o antirreligiosos), todo lo que proviene del «otro» es necesariamente malo.
Así reaccionó una gran parte del Partido Demócrata, y cierta prensa, cuando Trump designó a Amy Coney Barrett como magistrada del Tribunal Supremo, para cubrir la vacante dejada por el fallecimiento de Ruth Bader Ginsburg. Como nada bueno podía venir de Trump, era preciso descalificar a la candidata. Entre otros, se utilizaron dos argumentos de fondo. Primero, que era políticamente conservadora. Segundo, que era católica practicante
y, para colmo, joven (nacida en 1972). De manera que su nombramiento engrosaría la mayoría conservadora del Tribunal Supremo durante largos años, en detrimento de los derechos sexuales y reproductivos de la mujer (en especial el derecho al aborto), y de los derechos de la comunidad LGTBQ.
Frente a esa crítica basada en la falta de pureza de sangre (ideológica), creo que la nueva magistrada debe ser valorada por sus actos, con independencia de la opinión que nos merezca el presidente que la propuso. Dejo ahora de lado la pretendida superioridad moral -que recuerda ciertos planteamientos patrios- con la que el Partido Demócrata se arroga implícitamente el monopolio de la defensa de los derechos fundamentales («nosotros o la catástrofe»). Pero llama la atención que sus argumentos se redujeran a arrojar una sombra de sospecha por razones ideológicas, y no jurídicas. Como dando por sentado que los altos tribunales están al servicio de una posición política; una notable aberración que resulta familiar también en algunos círculos políticos españoles.
Desde luego, habría sido un error negar la competencia de Barrett como jurista y su imparcialidad como juez: se ha ganado el respeto de todos en los diversos trabajos que ha desempeñado, incluidos sus últimos tres años como juez federal de apelación. Pero es que, además, nada en la trayectoria ni en las ideas de la nueva magistrada hace pensar en que su labor judicial quedará a expensas de sus convicciones políticas o morales. De hecho, siempre ha defendido lo contrario.
En primer lugar, su conservadurismo no es tanto político como jurídico. Pertenece a una corriente de pensamiento llamada «originalismo», popular entre los constitucionalistas norteamericanos, según la cual los tribunales deben interpretar la Constitución conforme a su significado originario. Es decir, sin dejarse llevar por una concepción anacrónica o «actualizada» de los valores morales que pueden supuestamente identificarse en el texto constitucional. Para Barrett, esto implicaría dar a los jueces el poder de imponer a los demás ciudadanos su personal concepción de los valores; y en una sociedad democrática, los juicios de valor que se materializan en ley corresponden al pueblo, representado en el Parlamento. No es función de los tribunales suplantar al legislador o diseñar políticas públicas, sino trazar líneas rojas que separan lo legítimo de lo ilegítimo. De hecho, las críticas de Barrett a la famosa sentencia Roe v. Wade, de 1973, proceden no tanto de su oposición al aborto por razones morales, sino de que en esa sentencia el Supremo actuó como legislador, inventándose y regulando con detalle un derecho constitucional al aborto que no existe en la Constitución.
Por otro lado, resulta chocante presumir que la nueva magistrada, por su condición de católica, no está capacitada para el cargo. Esa afirmación va contra la Constitución norteamericana, que, precisamente para evitar esos prejuicios, prohíbe utilizar criterios religiosos en la selección de servidores públicos. Y, sobre todo, parece ignorar las cualidades que requiere el ejercicio de la judicatura.
Los jueces no son autómatas, son seres humanos con conciencia. Ser un buen juez -como en general un buen servidor público- no sólo no es incompatible con tener firmes convicciones éticas, sino todo lo contrario. De ahí que no deban olvidar esas convicciones cuando interpretan y aplican la ley (o la Constitución). Es una de las lecciones de los juicios de Nüremberg contra altos jueces y funcionarios de la administración de justicia bajo el régimen nazi: su deber de obediencia a la ley no les excusaba de su obligación moral de resistencia frente a lo notoriamente injusto e inhumano. Es también, salvando las distancias, el tema de fondo del debate sobre la responsabilidad de los francotiradores del ejército de Alemania Oriental que, siguiendo órdenes, disparaban a matar a quienes intentaban saltar el Muro de Berlín para escapar del «paraíso comunista».
Quien haya leído el trabajo de Barrett sobre el conflicto de conciencia que deriva de la imposición de la pena de muerte sabe de su coherencia jurídica y ética en estos temas. El sometimiento a la ley es intrínseco a la labor judicial, pero preservar la propia conciencia moral -antes que juez se es persona- está por encima de la obediencia a una ley inhumana. Por eso, sostiene que un juez católico no puede sentenciar a la pena máxima a un condenado a muerte en un proceso penal; podrá intervenir en otras fases de proceso, pero deberá abstenerse en el acto mismo de sentenciar.
En el fondo, lo que a algunos molesta de Barrett no es que tenga conciencia, sino que sus creencias y valores éticos no se corresponden con el arquetipo oficial de ese lobby ideológico que declara tener el monopolio del feminismo. Y, si algo aparece claro en el itinerario vital de Amy Barrett, es su ejemplo de cómo una mujer es capaz de realizar libremente un exitoso proyecto de vida, tanto en lo profesional como en lo personal.
La nueva magistrada del Supremo fue confirmada por el Senado el 26 de octubre. Resulta irreal pensar que hubiera sido una marioneta de Trump o que vaya a convertirse en adalid de las políticas del Partido Republicano. Junto a su indiscutida calidad como jurista, su historia revela que entre sus prioridades están la integridad, la coherencia, el diálogo o la ponderación; pero no el clientelismo o la docilidad al poder. Además, su independencia viene facilitada por el nombramiento de por vida: a los magistrados del Supremo sólo los retira la muerte, la voluntad propia o una moción de censura en ambas cámaras (sólo ha habido una en la historia, en 1805, y además no prosperó). Y si lo anterior no fuera suficiente, es la única entre los actuales miembros del Supremo que no se graduó en Harvard o Yale (viene de Notre Dame); sólo eso ya bastaría para mirarla con simpatía, por aquello de la diversidad y ampliar horizontes.
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Javier Martínez-Torrón es catedrático de la Universidad Complutense
abc.es
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