Querer libremente el bien es ejercer el auténtico sentido de la libertad
Hay una doble libertad: el hombre se mueve libremente para amar a Dios; pero Dios también libremente le proporciona antes su ayuda para que pueda obrar el bien.
“La auténtica libertad es una espléndida señal de la divina imagen en el hombre, ya que Dios quiso dejar al hombre en manos de su propia decisión, de modo que espontáneamente sepa buscar a su Creador, y llegar libremente a la plena y feliz perfección, por la adhesión a Él” (Conc. Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 17).
Dios es el autor del don de la libertad y nos enseña cuál es el camino de su ejercicio, a salvo de esclavitudes y cadenas: “Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres.
Le respondieron: Somos linaje de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: seréis libres? Jesús les respondió: Os lo aseguro: todo el que comete pecado es esclavo del pecado”. (Juan 8, 32-34). Nos señala el camino, pero no nos fuerza, prohíbe los pecados pero no los impide. Con expresión llena de radicalidad afirma San Josemaría Escrivá: “Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad” (Es Cristo que pasa, n. 113).
Querer libremente el bien es ejercer el auténtico sentido de la libertad. Ello supone seguir en todo la Voluntad de Dios: “¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!” (San Josemaría Escrivá. Camino, n. 762). Entonces hay paz en el fondo del alma, el gozo profundo de amar el bien, la realización cabal del querer de Dios, que siempre procura para nosotros lo mejor: “El abandono en la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra” (Ibidem, n. 766).
Cabe también la opción negativa. “Responder que no a Dios, rechazar ese principio de felicidad nueva y definitiva ha quedado en manos de las criaturas. Pero si obra así deja de ser hijo para convertirse en esclavo: (...) ningún hombre escapa a algún tipo de servidumbre. Unos se postran delante del dinero; otros adoran al poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo; otros descubren en la sensualidad su becerro de oro” (San Josemaría Escrivá. Amigos de Dios, n. 34).
Tomar conciencia de la propia libertad expresa el dominio del hombre sobre sus acciones, y ayuda a cumplir amorosamente lo que Dios quiere para cada uno. “La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien, que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones del mundo exterior. Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.742).
Una de las paradojas que nos ofrece la fe cristiana es que la libertad sin Dios degenera en servidumbre: “Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse” (San Josemaría Escrivá. Amigos de Dios, n. 38).
A la vez que la sujeción a Dios lleva consigo la posesión más plena de la libertad, así, la entrega al querer de Dios por amor constituye el nivel más profundo y existencial de ejercicio de la libertad, de rompimiento de ataduras y de apertura a la gracia divina salvadora. “El amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas” (Ibidem).
La libertad mal ejercida no es sólo una pérdida para quien lo realiza, sino también una auténtica amenaza para la vida y la libertad de los demás. “El ejercicio de la libertad no implica el derecho de decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre sujeto de esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.740).
Las consecuencias, a nivel colectivo, son actuales y preocupantes; “las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina” (Ibidem).
Rafael María de Balbín
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