Si se intenta recluir la fe en los intimismos de la conciencia, sin manifestación exterior y pública, se incurre en una vergonzante y acomplejada visión histórica
La fe cristiana no se limita a puras interioridades, sino que tiene también una dimensión externa y ambiental. El hombre tiene un cuerpo, además de un alma y está relacionado con el cosmos, con su hábitat material y su entorno social.
“La fe (…) revelándonos el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos de desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común” (Papa Francisco, Enc. Lumen fidei, n. 55).
La convivencia social reclama de cada uno la comprensión y la tolerancia y excluye la guerra de todos contra todos. “la fe afirma también la posibilidad del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso; perdón posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más profunda que todas nuestras negaciones” (idem).
Con evidente ligereza algunos saludan la aparición de una sociedad postcristiana. Pero es mucho lo que nos jugamos con esta celebración, más allá del rechazo de anticuados clericalismos. Se pretende desvincular las manifestaciones culturales que provienen del cristianismo de la fe que les dio origen. “Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con ella, como advertía el poeta T. S. Eliot: «¿Tenéis acaso necesidad de que se os diga que incluso aquellos modestos logros / que os permiten estar orgullosos de una sociedad educada / difícilmente sobrevivirán a la fe que les da sentido? Si hiciésemos desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la confianza entre nosotros, pues quedaríamos unidos sólo por el miedo, y la estabilidad estaría comprometida»” (idem).
Si se intenta recluir la fe en los intimismos de la conciencia, sin manifestación exterior y pública, se incurre en una vergonzante y acomplejada visión histórica. “La Carta a los Hebreos afirma: «Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada una ciudad» (Hb 11,16). (…) ¿Seremos en cambio nosotros los que tendremos reparo en llamar a Dios nuestro Dios? ¿Seremos capaces de no confesarlo como tal en nuestra vida pública, de no proponer la grandeza de la vida común que él hace posible? La fe ilumina la vida en sociedad; poniendo todos los acontecimientos en relación con el origen y el destino de todo en el Padre que nos ama, los ilumina con una luz creativa en cada nuevo momento de la historia” (idem).
Rafael María de Balbín
almudi.org
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