Nuestra sociedad se caracteriza por una inquietante combinación de civilización y de barbarie, expresión de la ambivalente condición humana, capaz de lo mejor y de lo peor
La ciencia y la tecnología nos han proporcionado un grado de desarrollo y bienestar nunca conocido. Saber es poder, y el moderno, emancipado de las ataduras morales tradicionales, se ha propuesto controlar y someter la naturaleza. Esta voluntad de dominio se aplica también a la vida humana, desde su comienzo hasta su final.
De una parte, el prejuicio intervencionista, propio de la medicina moderna, lleva al ensañamiento terapéutico. La tecnología y la farmacología ofrecen muchas posibilidades de actuación (y de lucro) que sería absurdo desperdiciar. Al médico le cuesta aceptar su fracaso y asistir pasivamente a la muerte del paciente, siente la imperiosa necesidad de hacer algo. Además, esa fase terminal de la vida constituye un interesante reto científico y permite experimentar en condiciones únicas.
Y a la inversa: si el paciente es una carga, bien para el personal sanitario o para la familia, o no termina de morir, se le elimina sin más (eutanasia) o se le persuade para que él mismo se quite de en medio (suicidio asistido). Y siempre, en cada una de esas manifestaciones del control sobre la naturaleza humana, acecha el negocio. Es más, con frecuencia son intereses económicos los que están detrás de proyectos, investigaciones o legislaciones.
Salta a la vista la conexión de ese afán de dominio, posibilitado por la ciencia, con la aparición y consolidación de la cultura de la muerte. El moderno no va a respetar nada, tampoco la vida del no nacido o del enfermo terminal. Nietzsche condensaba en dos palabras la noción moderna de felicidad: "Yo quiero". Ese lema se convierte en el nuevo imperativo categórico. Lo que se puede hacer, se hará, también cuando implique eliminar vidas. El moderno se propone tomar el mando incluso sobre la totalidad del proceso evolutivo.
Si hasta el momento hemos asistido al despliegue de la "evolución biológica" (desde el primer unicelular hasta el hombre), ahora vamos a entrar en la denominada "evolución cultural", en la que el propio hombre determinará el rumbo. Se habla de enharsement, de condición transhumana, de la simbiosis hombre-máquina (cyborg), de la inmortalidad, de la creación de una nueva modalidad humana.
Gran parte de esas pretensiones resultan simplemente quiméricas, pero nos dicen mucho sobre la mentalidad moderna. Y abren un panorama sombrío. Como ya señaló lúcidamente C. S. Lewis, siempre que se habla del dominio del hombre sobre la naturaleza, en realidad se trata de la supremacía de unos hombres sobre otros hombres; y generalmente, de una minoría exigua sobre la inmensa mayoría.
Nuestra sociedad se caracteriza por una inquietante combinación de civilización y de barbarie, expresión de la ambivalente condición humana, capaz de lo mejor y de lo peor. Son muchos los factores que explican la proliferación de comportamientos agresivos. Me pregunto si se podría hablar de un factor radical: ¿qué persigue, en última instancia el homicida? ¿Qué es lo que hay en juego cuando un hombre mata a otro? No hay grupo humano sin poder, y el Estado moderno concentra un poder nunca visto.
Pero esa capacidad, a pesar de modos de ejercicio de una crueldad inédita, es limitada. El hombre, también el déspota, está sometido a un poder superior: la muerte. Nadie escapa a su jurisdicción. En última instancia, el homicida se asocia a la muerte, al poder supremo. En el límite, puede aspirar a ser el último en morir, lo que no deja de ser un consuelo. El que mata ejerce la suprema soberanía, decide sobre la vida y la muerte de los demás, se coloca por encima del bien y del mal, juega a ser Dios.
Las autoridades, el personal sanitario, los padres que deciden sobre la vida o la muerte de los hijos no nacidos o de los enfermos desahuciados participan de ese mismo juego. Sucumben a una fascinación particularmente insidiosa, que es erigirse en juez supremo. Ya lo escribió Hegel: "La obra de la libertad absoluta es la muerte".
Alejandro Navas García, Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra
(*) Publicado en el número de octubre de Revista Palabra / almudi.org
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