Escribe el rector de la universidad de Comillas: La mayoría de los mortales estamos necesitados de cambiar algo de los ritmos, relaciones o hábitos, incluso el rumbo, de nuestras existencias, y por eso al comienzo de un nuevo año nos sentimos casi obligados a formular propósitos para lograrlo. Es bonito y estimulante decir ¡Año nuevo, vida nueva!, pero sabemos por propia experiencia lo pretencioso que es eso de la «vida nueva»; así como lo difícil que es alterar nuestra psicodinámica existencial.
Sabemos que por más que la conciencia nos dicte la bondad de un determinado curso de acción, de poco sirve si no logramos que el bien captado por la mente se arraigue como profunda inclinación afectiva y sea percibido como bueno para uno, aquí y ahora. En determinados momentos más lúcidos podemos vislumbrar qué es lo bueno y desearlo con fuerza, pero enseguida saltan mecanismos que nos impiden ponernos en camino hacia ello.
En ocasiones, son simples malos hábitos o perezas varias, superables con voluntad y empeño (desde luego, siempre viene bien una mano amiga). En otras se trata de bloqueos graves o desórdenes importantes, ante los que no basta la buena voluntad ni los bienintencionados consejos; estamos ante situaciones que demandan acompañamiento experto, sea psicoterapéutico y/o espiritual.
Si los «buenos propósitos» suelen ser un «clásico» de los primeros días del año, la pregunta es cómo hacerlos realizables y operativos, cómo a partir de ellos podemos entrar en una dinámica de cambio positivo. La clave para mí es, primero, asegurar que los propósitos sean coherentes con nuestros deseos profundos y nuestras necesidades genuinas. Que no sean fruto del capricho, la moda o la autorreferencialidad, sino del discernimiento sincero y la búsqueda honesta de la verdad concreta. Y, segundo, que estemos dispuestos a diseñar –y llevar adelante con decisión– un plan realista, donde consten los medios eficaces para alcanzar los objetivos.
A eso se dedica desde hace dos docenas de siglos la sabiduría ética centrada en torno a la virtud; esa disposición habitual y firme que permite no solo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de uno mismo. Desde Platón y Aristóteles la tarea de la ética ha consistido en enseñar la vida buena, y la virtud ha sido la categoría que más ha ayudado a ello. Virtud es el «coraje del bien», no solamente por el valor que tantas veces se requiere para elegir lo bueno y hacer lo correcto, sino porque lo más genuino de cada ser humano es ese deseo/impulso fundamental hacia el bien, a hacer lo bueno y hacerse mejor, a pesar de cuánto nos empeñamos en impedirlo. Por eso la virtud no tiene nada que ver con la ñoñez ni con el control de las pasiones de «cintura para abajo»; es llamada recia a ponerse en camino hacia el bien y aspirar a realizarlo lo más excelentemente que podamos.
Aunque la fuerza atractiva de la virtud se haya desgastado con el paso de los siglos y con tantas manos que han pasado por ella, ahí permanece ayudando a tomar la senda que conduce a mejorar las relaciones fundamentales y constitutivas de cada persona: las que establece consigo misma, con los demás seres humanos, tanto los más cercanos como con cualquier otro ser humano, y con los demás seres de la creación.
Es cierto que tendemos a verla como demasiado exigente y esa visión actúa como justificante de desalientos. Con claridad meridiana se lo explicó don Quijote a Sancho: «la senda de la virtud es muy estrecha y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que sus fines y paraderos son diferentes, porque el del vicio, dilatado y espacioso, acaba en muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no tendrá fin».
Se entiende que el cristianismo asumiese gustosamente la categoría virtud para expresar el comportamiento moral de los discípulos de Jesús. En efecto, la fe cristiana se inculturó en las expresiones griegas y romanas, asumiendo las denominadas «virtudes cardinales» –prudencia, fortaleza, justicia y templanza– como «goznes» que articulan la vida moral, e insertándolas en el dinamismo de las «virtudes teologales» –fe, esperanza y caridad–.
El criterio teológico moral lo ofrece Pablo de Tarso a los cristianos de Filipos: «Tened en cuenta todo lo verdadero, noble, justo, puro, amable, honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio» (Flp 4, 8); reservando un puesto de excepción al amor, que «no pasa nunca» (1 Cor 13,8).
La virtud habla de todo un proceso de asimilación y apropiación personalizada que da lugar a un modo único de ser concretamente virtuoso, pues lo que elegimos entre las posibilidades que tenemos para obrar, brota de hábitos en los que se ha incorporado la experiencia y la memoria, y éstas siempre son personales e intransferibles. Así, decimos que la virtud se trabaja en la práctica concreta y pide ejercitarse disciplinadamente, para forjar carácter (êthos), pues «lo que hay que hacer después de haberlo aprendido, lo aprendemos haciéndolo; por ejemplo, nos hacemos constructores construyendo casas… y practicando la justicia nos hacemos justos» (Ética a Nicómaco, II, 1, 103b). Con otra famosa frase de Aristóteles rememorada por don Quijote y más poética: «Una golondrina no hace verano, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un poco de tiempo».
El caballero de la Triste Figura le asegura a Sancho que es más valiosa la virtud y el esfuerzo personal que lo que se hereda y recibe de los antepasados. Así entre los consejos que le da a Sancho para el buen gobierno de la ínsula le dice: «Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que padres y agüelos tienen príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale».
De Tomás de Aquino aprendemos que «los actos humanos son actos morales», cuando trabajamos o jugamos, cuando hacemos ejercicio físico, intelectual o espiritual, cuando conversamos o callamos, cuando nos comunicamos –digital o presencialmente– o conducimos… Es decir, todo lo que hacemos con algún grado de libertad es acto humano y, consiguientemente, acto moral. Y de Ignacio de Loyola, que es de Dios el aspirar siempre a lo máximo, tener elevados horizontes, sin dejar de concretarse en lo pequeño y cotidiano de la vida, porque en ello nos acabamos jugando la felicidad o el ser dignos de ella. Son los «pequeños pasos» que «comprendidos, aceptados y valorados» nos hacen más libres y capaces de reconocer y aprovechar las oportunidades de crecimiento humano que se nos presentan continuamente y de las que acaso nos hacemos especialmente conscientes al comienzo de un nuevo año.
En fin, para mí solo merece la pena hacer buenos propósitos si son verdaderos, y para ello han de ser realmente operativos. Lo contrario es pérdida de tiempo y, no pocas veces, autoengaño. ¡Feliz año nuevo!
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