Escribe Ernesto Juliá: Mi amigo no estaba muy convencido de ninguna de esas dos afirmaciones y se preguntaba si Dios, siendo tan bueno, puede castigar a alguien con el infierno, en caso de que existiera; o aniquilarlo, en caso de que no existiera.
Hace ya algún tiempo, un antiguo compañero de universidad me llamó por teléfono. Hacía años que no nos veíamos, y yo no estaba muy al corriente de su situación familiar y laboral, y mucho menos de la situación de su espíritu. Quedamos para hablar con calma; y así lo hicimos una soleada tarde de octubre.
Me sorprendió la pregunta que me hizo apenas terminamos de intercambiar saludos después del tiempo de ausencia. “¿Existe o no existe el infierno?”, fueron sus palabras. Y enseguida añadió que llevaba varios días dándole vueltas a la cabeza para encontrar la respuesta adecuada. Me sorprendió, pero no me extraño. Me dijo enseguida que su padre se había muerto recientemente, y que sus últimas palabras habían sido una blasfemia. ¿Qué habrá sido de él?, se preguntaba.
Me comentó que había oído alguna vez decir a un eclesiástico, que el infierno sí existía, pero que estaba vacío; y a otro, que no existía: que las almas que no llegaban al Cielo, eran aniquiladas.
Mi amigo no estaba muy convencido de ninguna de esas dos afirmaciones y se preguntaba si Dios, siendo tan bueno, puede castigar a alguien con el inferno, en caso de que existiera; o aniquilarlo, en caso de que no existiera.
Después de recordarle algunas frases del Señor recogidas en los Evangelios sobre la existencia del infierno, le leí en punto 1033 del Catecismo de la Iglesia Católica:
Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1 Jn 3,15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1033).
Le comenté que el infierno es la soledad total del hombre que muere en la tierra decididamente apartado de su Creador. Convertirse él mismo en soledad, soledad oscura, soledad silenciosa del pecado, y vivir esa soledad eternamente.
Y le añadí que, en mi opinión, a Dios le duele que un alma se condene. Él no castiga, somos nosotros los que decidimos no estar con Dios, los que nos castigamos a nosotros mismos, aunque pensemos que estamos afirmando nuestra libertad para ser “felices”. Al vivir lejos de Dios, en pecado, nos destruimos a nosotros mismos; aunque nunca perdemos la posibilidad de volver a Dios, y recomponernos.
¿Cómo puede permitir Dios que nos hagamos tanto mal?, preguntó mi amigo. Y a mí se me ocurrió lo que escribo a continuación.
Un hombre se está ahogando; quiere morir y no pide ayuda. El Señor ve la escena y le envía un ángel para ayudarle a sobrevivir. El hombre se resiste y le dice al ángel que se vuelva de donde ha venido. El ángel persiste en su intento de salvación. Mientras el hombre comienza a bajar a las profundidades del mar el ángel le acompaña. Consigue sujetarle en algún momento, pero el hombre se suelta de sus manos. Así batallando llegan hasta el fondo del abismo. El hombre llega ya muerto y el ángel regresa al cielo y con pena anuncia a Dios que no ha podido llevar a cabo la misión encomendada. El ángel es el mismo Cristo, muerto y resucitado por nosotros. El hombre se ha encontrado con su propio infierno: la soledad de quien ha querido, y lo ha conseguido, desembarazarse del Dios Padre que lo creó; del Dios Hijo que murió por él para liberarse del pecado; del Dios Espíritu Santo que le mandó el ángel para liberarlo de sí mismo y remover su corazón.
Si llevamos esto al nivel puramente humano podemos entenderlo quizá mejor, le comenté a mi amigo. Un padre quiere mucho a sus hijos. Uno de ellos no quiere saber nada de su padre, se marcha de casa, lleva una vida depravada, en el sentido más generalizado de la palabra, y al final muere como un desgraciado en un tiroteo entre dos bandas de narcotraficantes ¿Le ha castigado su padre? ¿Se ha hundido él en su propia miseria?
¿Qué le dije a mi amigo angustiado por el sonido de la blasfemia?
Después de decirle que no tenemos constancia de que el Señor haya aniquilado a ninguna criatura creada a “su imagen y semejanza”, le comenté que su padre se había acordado de Dios en su aparente último suspiro. El Señor habría mandado enseguida otro ángel para que se removiera antes de que su corazón dejara de latir en la tierra. Y le anime a rezar y a mantener la esperanza de que la blasfemia fuera sustituida por un ruego al ángel para que transmitiera estas palabras a Dios: “Señor, perdóname. Soy un miserable; perdóname, Señor”.
Ernesto Juliá, en religionconfidencial.com. /almudi.org
Juan Ramón Domínguez Palacios / http://enlacumbre2028.blogspot.com.es
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