Gregorio Luri se ha convertido por derecho propio en una de las figuras intelectuales más incisivas y relevantes de estos últimos años en nuestro país
Maestro, sabio y filósofo, Gregorio Luri se ha convertido por derecho propio en una de las figuras intelectuales más incisivas y relevantes de estos últimos años en nuestro país. En su reciente La escuela no es un parque de atracciones (Ed. Ariel, 2020), nuestro autor plantea una firme defensa del conocimiento poderoso frente al fracaso educativo de una escuela sin exigencia. Se trata de un ensayo de lectura ineludible.
Un amigo común, José Granados, afirmaba hace poco que educar consiste en enseñar a hablar bien. Al leer estas palabras me acordé de que, según Pierre Manent, la escuela republicana tomó como modelo la lengua del rey y no la del pueblo. Hay algo precisamente en la educación que apunta hacia el mejor fruto del que es capaz el hombre y la sociedad.
Si es posible una razón común, es un deber colectivo hacer real su posibilidad. La lengua del rey es importante porque no es exclusiva del rey, sino una posibilidad de cada hablante. Cuando Euclides le presentó a Ptolomeo I sus Elementos, este le preguntó si no había un camino más fácil para aprender geometría que el de aquella áspera senda. Euclides le respondió: “No hay caminos reales en la geometría”. Efectivamente, la geometría y, en general, el conocimiento riguroso, está a disposición de todos nosotros. No hay nada más democrático que el saber riguroso porque la razón común es de todos.
Aprender a hablar bien exige saber leer. Esto fue así hasta no hace mucho, incluso en nuestro país. Uno no puede menos que sentir envidia por aquellas grandes colecciones de clásicos adaptados que se publicaban en España: de las traducciones de Marià Manent para la editorial Juventud a la espléndida colección Araluce ¿Cuándo se perdió este hilo de continuidad con los clásicos en la escuela? Y, sobre todo, ¿por qué sucede?
Los clásicos son relevantes si hay entre ellos un conocimiento tan profundo sobre lo humano que puedan habernos entendido a nosotros, los modernos, mejor de lo que nos entendemos nosotros mismos. Si hoy los clásicos se nos han vuelto difíciles es porque estamos convencidos de que, si algo es actual, ha de ser necesariamente mejor que lo antiguo. La dificultad de los clásicos es una consecuencia de nuestra novolatría.
Uno de los argumentos recurrentes en ‘La escuela no es un parque de atracciones’ es el papel clave de la memoria. Los clásicos nos dirían que no hay meditación sin previa memorización. O, de otro modo, que para entender lo complejo es necesario haber convivido interiormente con la dificultad durante mucho tiempo. La memoria constituye una de las mejores garantías del conocimiento poderoso, pero ¿qué ocurre cuando la memoria común se encuentra adulterada, ya sea por el uso de mentiras esterilizantes o por el simple desprecio hacia el pasado?
Desde un punto de vista estrictamente didáctico, es obvio que una actividad no ha producido un aprendizaje si no ha provocado alguna alteración en la memoria a largo término del aprendiz. La memoria no es otra cosa que el residuo que deja la experiencia al pasar. El desprestigio de la memoria entre muchos pedagogos no habla mal de la memoria, sino de la memoria de esos pedagogos. Respecto a la degradación de la memoria común, es inevitable si consideramos que una opinión es más valiosa, por ser mía, que el conocimiento común, que es de todos. No me gano muchas simpatías cuando lo digo, pero estoy convencido de que no hay alternativa tecnológica a los codos. Personalmente, no he conocido nunca a nadie que quisiera tener menos memoria de la que tiene.
La memoria, junto al amor, es una de las llaves de la intimidad. Quiero decir que ambos –memoria y amor– ensanchan nuestro yo íntimo y lo hacen capaz de desear más. Este es un tema que me interesa especialmente, ya que en cierto modo nos habla de una herencia: recibimos una tradición cultural, al igual que recibimos el amor de nuestros padres, y ese doble legado nos hace capaces de crear algo nuevo y de conjugar un futuro. Me gustaría que nos hablara del papel del amor en la educación y también de cómo puede suscitarse el deseo de saber.
La alteración de la memoria colectiva no impide mi vida interior, sino que la hace más necesaria y exigente si quiero tener una rica vida interior y resistir a las inercias del mimetismo. Ahora bien, ¿qué tipo de conversaciones puedo tener conmigo mismo si no dispongo ni de palabras ni de imágenes para nombrar con exactitud lo que pienso y siento? El desprestigio de la memoria lleva, de manera ineludible, al abandono del cuidado de sí. El amor del maestro se justifica si no coincide exactamente con el de los padres. Los padres amamos incondicionalmente a nuestros hijos por ser lo que son, nuestros hijos. De esta manera podemos proporcionarles un refugio afectivo para restablecerse de las inevitables heridas de la vida en común. Pero, si en las familias nuestros hijos son valorados por lo que son, la sociedad los valorará por lo que sepan hacer. La escuela es la institución que nos permite transitar de un espacio a otro proporcionándonos la mano de un maestro que sea un amante celoso de lo mejor que podemos llegar a ser; que no nos acepte como somos, sino que nos haga visibles y deseables nuestras posibilidades más altas.
Memoria y amor nos remiten a la idea de verdad. Usted mismo cita con asombro en el libro las palabras del director de Educación de la Fundación Santillana, cuando niega que una de las funciones de la escuela sea transmitir la verdad. La pregunta legítima, entonces, es para qué queremos una escuela que se empeña en no querer transmitir ni memoria ni amor por la verdad y que, además, abdica de su labor de niveladora social.
La respuesta está en las prácticas familiares: cada vez hay más familias que consideran necesario completar −y no solo reforzar− la formación escolar de sus hijos con actividades complementarias (extraescolares). La escuela está perdiendo peso relativo en la trayectoria educativa de una persona y lo seguirá perdiendo mientras se empeñe en ser una institución terapéutica que considera más relevante proporcionarle acompañamiento emocional al pobre que garantizarle los instrumentos que le permitan competir con el rey Ptolomeo. Le añado que estoy firmemente convencido de que una manera de cuidar de nuestra alma es proporcionándole conocimientos rigurosos, es decir, experiencias de orden y medida y que el mayor motor del interés es el conocimiento.
En ‘La escuela no es un parque de atracciones’, reivindica el “conocimiento poderoso” frente a la propaganda pseudocientífica de las inteligencias múltiples, la inteligencia emocional o las discutibles competencias, tan en boga entre nuestros pedagogos y docentes. ¿Qué pueden hacer los padres para defenderse de una escuela que ya no cree en el conocimiento?
Lo que ya han comenzado a hacer: asumir las riendas de la trayectoria educativa de sus hijos. El problema es que para ser consciente de la importancia del conocimiento riguroso hay que poseer ya conocimiento riguroso. El abandono en la escuela de la centralidad del conocimiento y de la transmisión, como si el conocimiento tuviera alguna propiedad que le impidiera ser transmitido, fomenta las desigualdades sociales. Lo que los pobres no adquieran en la escuela, ¿dónde lo adquirirán?
¿Qué opina del ‘homeschooling’? ¿Cree que debería ser legal en España? ¿Tendría sentido plantear algo parecido a una UNED online para alumnos de secundaria y de bachillerato que quieran estudiar en casa?
Disponemos ya de suficiente jurisdicción para afirmar que la obligatoriedad de escolarizar a los hijos no significa que esa escolarización deba ser llevada a cabo en el interior de un edificio escolar. Le reconozco que yo era reticente al homeschooling por ser presa de un prejuicio muy usual: que la educación en familia impedía la socialización de los niños. Hay que decir que la escuela, por sí misma, no garantiza esta socialización (ahí están los casos de bullying), que el tiempo que un niño pasa en la escuela es entre un 12% y un 15% del tiempo anual y que, por último, nada impide a un niño socializar con sus vecinos en el tiempo libre de ambos. Las experiencias que conozco son muy positivas. Preferiría que el Gobierno se entrometiera lo menos posible en ellas.
Una última cuestión: por un lado, la nueva economía exige habilidades cada vez más abstractas; por otro, las actuales tendencias educativas son, en su mayoría, abiertamente antiintelectuales y psicologizantes. ¿Cómo se explica este desajuste entre la realidad y lo que nos ofrecen las escuelas? ¿Y cómo se explica la insensibilidad hacia algunos datos evidentes (tasas de fracaso escolar, incapacidad de la mayoría del alumnado para distinguir entre hechos y opiniones) que muestran los responsables educativos?
No tengo nada claro que la nueva economía exija habilidades cada vez más abstractas. No me parece que vaya por ahí la relevancia creciente de las STEM. Lo que demanda son personas readaptables. ¿Pero qué puedes readaptar si careces de conocimientos? ¿Y el conocimiento riguroso no es por naturaleza crítico? El experto aprende y se adapta a lo nuevo mejor que el novicio. Si buscamos unas competencias abstractas y sin contenido, reservaremos los mejores puestos de trabajo para las personas de mayor cociente intelectual, que, como está de sobras demostrado, son las más capaces de adaptarse a situaciones nuevas. Respecto a la insensibilidad de la escuela hacia sus resultados, este singular fenómeno pedagógico se debe a que los centros educativos prefieren autoevaluarse por la altura de sus intenciones que por la de sus resultados.
En este sentido, me gusta mucho la referencia a una idea de Nietzsche que usted repite a menudo cuando afirma: «Dios o es un creador de mundos o no es nada». Es decir, que para conocer el rostro de nuestras creencias conviene observar sus frutos. A partir del mundo creado, ¿cómo describiría al dios de los pedagogos actuales?
Es un dios poliamoroso, terapeuta, empático, que está a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo, que cree que es posible razonar sobre información ausente, que quiere obligar a los reyes a hablar el lenguaje de la plebe, que confunde la altura moral con la capacidad para la náusea, que tiene un miedo creciente al futuro y que es capaz de inventar el fútbol sin pelota para no frustrar a los torpes.
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Entrevista de Daniel Capó,
en theobjective.com.
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