Optar por cosas grandes compromete, asusta, da vértigo, pero es lo propio de la persona.
Nos gusta poder elegir dónde ir de vacaciones, la marca del coche, el menú, incluso el barrio dónde vivir. Esto está muy bien, pero ahí no se agota la capacidad de elección.
Podemos determinar qué tipo de persona queremos ser, qué hacer en la vida, qué sentido dar a la existencia. Si solamente hacemos estas pequeñas elecciones no creceremos, seremos unos liliputienses toda la vida, no dejaremos huella.
Optar por cosas grandes compromete, asusta, incluso puede dar vértigo, pero es lo propio de la persona, de su grandeza. Todos estamos aquí para algo, cada uno tiene su misión y es importante descubrirla. Si no, en la madurez, nos veremos con las manos vacías, sentiremos haber desperdiciado nuestros talentos. Cada uno tiene su propia vocación: una llamada de lo alto, una estrella y un don. ¿Soy consciente de ello? ¿He descubierto mi misión-vocación?
"El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo". De pequeños hemos jugado a la búsqueda del tesoro, hemos soñado con encontrarlo. Pues ese juego puede ser una realidad. El Evangelio nos lo muestra, podemos ser nosotros quien lo vende todo. Y esta renuncia es una gran inversión, no consideramos pérdida el desprenderse de un montón de cachivaches, sino ganancia, y nos llena de alegría. Lo mismo sucede con el mercader de la otra parábola, ha encontrado la perla preciada, el gran tesoro, y lo deja todo para adquirirla. Esta es la vocación que da sentido a mi vida, la misión que me hace feliz y útil a los demás.
Hace poco falleció de coronavirus en Nigeria el sacerdote Joaquín Cabañes; murió con lucidez y bromeando en un hospital estatal de Nigeria. Hace años descubrió su vocación, lo vendió todo para seguir al Señor por el camino del Opus Dei. Renunció, al ordenarse sacerdote, al marquesado de Loreto en favor de su hermano, dejó las comodidades de España para ir a esparcir la semilla del Evangelio a Nigeria y allí sirvió a sus hermanos con alegría.
En una necrológica se escribía: "Para mí ha sido un muy buen cuñado, lo más parecido que yo he visto a lo que suponemos que debe ser un santo". Esta es la vocación de este sacerdote, pero historias parecidas las podemos encontrar entre muchos laicos: buenos profesionales solteros o casados que sirven a los demás con su trabajo, que son apoyo de sus amigos y compañeros de profesión, que en su mayoría sacan una familia adelante o dedican todo su tiempo libre al apostolado y al servicio desinteresado de los demás. Renunciar por ganar es como "no comer por haber comido", en realidad es ganancia.
Me gustaría animar a los jóvenes, a que den sentido a su vida, que se preparen para amar y para dar, que no se queden en la postura cómoda del egoísmo, de satisfacer sus ensoñaciones, sentidos y pasiones viviendo una vida vacía, que se comprometan con la vida, con el servicio, que sueñen con metas altas. Que den su vida, que encuentren su tesoro, que lo vendan todo para adquirir esa perla preciosa.
Lo pueden hacer desde su trabajo serio, entregado, como lo hacen tantos profesionales de la sanidad; desde la política −como líderes fiables−; desde el inmenso campo de la solidaridad; en el ámbito familiar comprometiéndose de por vida en un gran amor humano; desde la Iglesia en su multitud de vocaciones: sacerdotal, religiosa, misionera, laical.
Como dice el Papa Francisco: "La vocación es una invitación a no quedarnos en la orilla con las redes en la mano, sino a seguir a Jesús por el camino que ha pensado para nosotros, para nuestra felicidad y para el bien de los que nos rodean… esto significa que para seguir la llamada del Señor debemos implicarnos con todo nuestro ser y correr el riesgo de enfrentarnos a un desafío desconocido; debemos dejar todo lo que nos puede mantener amarrados a nuestra pequeña barca, impidiéndonos tomar una decisión definitiva; se nos pide esa audacia que nos impulse con fuerza a descubrir el proyecto que Dios tiene para nuestra vida".
Tolkien, en uno de sus cuentos, relata así la vida de un joven: "el muchacho se golpeó la frente con la mano y allí quedó en el centro la estrella, y allí la llevó durante muchos años. Pocos del pueblo la notaron, aunque no resultaba imperceptible para unos ojos atentos, y por lo común no brillaba lo más mínimo. Algo de su luz pasó a los ojos del muchacho; y la voz, que ya desde el momento mismo en que la estrella vino a él había empezado a embellecerse, se hacía cada vez más hermosa a medida que él crecía. A la gente le gustaba oírle, aunque solo fuesen los buenos días". La vocación embellece nuestras vidas, seguirla es lo más hermoso de la libertad.
Juan Luis Selma,
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