La elegancia es un estilo atrayente que a todos nos gustaría tener. Pero es una cualidad no fácil de alcanzar y, mucho menos, de mantener. Por eso la elegancia no es común a todos. Descubrir la elegancia en una persona despierta admiración. Se detecta a primera vista y, sin embargo, no es exclusivamente exterior: cuando solo se manifiesta por fuera y no está bien arraigada en la persona, la admiración despertada se convierte en decepción.
Resulta difícil de definir porque
contiene muchos aspectos y siempre nos parece algo misteriosa. Al decir que
alguien es elegante no siempre es fácil saber por qué y expresarlo. Es algo
sutil, armonioso, sereno, original, equilibrado. Para ser auténtica, la
elegancia tiene que brotar del interior de la persona. Cuando no es así, es
falsa, aunque impacte a los sentidos y produzca una impresión agradable:
enseguida se descubre que eso no es genuino, sino más bien oculta un vacío
interior que no encaja ni armoniza.
Todos
queremos ser reconocidos, que los demás nos traten bien y nos respeten: este
deseo se alcanza a través de una presencia exterior agradable, a través de una
elegancia que no está solo en el vestir, sino en la persona misma: sus movimientos,
posturas, gestos, miradas, tono de voz, risa, forma de escuchar.
A través del
lenguaje no verbal transmitimos nuestra personalidad y conviene que exista una
armonía entre nuestro interior y el aspecto exterior. Es necesario mantener una
coherencia entre la apariencia exterior, el tono y modulación de la voz, los
gestos, el modo de vestir. La «primera impresión» cuenta, a veces no se
presenta la segunda; esta primera se asemeja a una fotografía que los demás
guardan.
Cuando se logra este equilibrio, las personas se sienten seguras de sí mismas, pueden interactuar con los demás con naturalidad, sin timidez ni temor, se encuentran a gusto en cualquier ambiente, logran cercanía con cada persona y así pueden ayudar, comprender, animar.
Cuando no se
ejercen estas virtudes, la elegancia no se manifiesta porque no existe y los
resultados de esta carencia aparecen antes o después. El mismo filósofo informa
sobre las consecuencias: «Al igual que las maneras dulces y amables tienen el
poder de atraer la benevolencia de aquellos con los que vivimos, así, por el
contrario, las groseras y rústicas incitan a los demás a odiarnos y
despreciarnos. Por tal motivo, aunque no haya ninguna pena establecida por las
leyes para las costumbres desagradables y rústicas, observamos sin embargo que
la naturaleza misma nos castiga, privándonos por tal causa del concurso y la
benevolencia de los hombres; y sin duda, así como los pecados más graves nos
acarrean daño, así estos más leves nos traen incomodidad. Por tal motivo, nadie
puede dudar de que, para quien se dispone a vivir, no en soledad o en un
monasterio, sino en las ciudades y entre los hombres, es una cosa utilísima
saber ser en las costumbres y en sus maneras atractivo y agradable»(J. Locke,
Pensamientos sobre la educación).
El diapasón
es un instrumento que se utiliza en música para dar el tono a la interpretación
del canto o de la orquesta; cuando baja el tono de los que tocan o cantan, el
director lo sube y hace sonar el diapasón con el tono apropiado: en
circunstancias en las que falta cortesía, respeto y buen trato, es importante
hacer algo para «subir el diapasón».
Si se
analiza la cuestión más a fondo, se ven otras dimensiones: la ausencia de las
virtudes que constituyen la elegancia distorsiona la relación entre las
personas e impide la buena comunicación. Y esto no es una cuestión menor: a
todos nos resulta difícil tolerar a las personas cuyo trato es difícil por
falta de simpatía, delicadeza o moderación.
Manifestaciones
de la elegancia «Un hombre elegante, una mujer elegante tiene “estilo” propio,
sabe disponer las cosas con distinción, crea a su alrededor un ámbito cuidadoso
y agradable, embellecido por el adorno, pero al mismo tiempo deja traducir un
buen gusto característico a través de lo que hace»[Ricardo Yepes]. A través del
lenguaje aparece la elegancia de la persona si la tiene.
La ausencia
de pudor –por ejemplo– no es elegante porque significa una falta de respeto
hacia sí mismo, una exhibición de lo íntimo, una pérdida de dignidad. Todos
somos conscientes de que es así, y cuando nos encontramos ante alguien que no
valora su intimidad nos sentimos mal, llega a ofendernos, notamos que esa
exhibición procede de intenciones poco limpias, nada buenas. Es posible que
algunas personas actúen así por ignorancia, por una falta de educación o por
frivolidad, y en estos casos se puede encontrar remedio. La elegancia está
reñida con la suciedad, el desaliño, la brusquedad, la intemperancia.
En el trato
puede llamarse cortesía. Sin embargo, la verdadera elegancia no entraña
formalismo, sino más bien sencillez y amabilidad. La elegancia conlleva tratar
con deferencia a las personas mayores, con cariño a los niños, con seriedad
amable a los desconocidos, con respeto a los padres y a los abuelos, con
confianza a los amigos, con prudencia a los enemigos si aparecen, con sencillez
a todos. Es dar preferencia a los otros: en la propia casa, en el trabajo, en
la calle, en el juego, en el deporte, en la iglesia, en el teatro, en el campo de
fútbol, en un concierto y en un museo, en el cine… Sonreír bien es elegante.
Algunas personas no saben hacerlo, pero se puede aprender. La timidez es un
estorbo para sonreír, pero también existen sonrisas tímidas encantadoras. En
ocasiones, la ausencia de sonrisa indica falta de comprensión o de afecto, de
gratitud suficiente. Existe una estrecha conexión entre gratitud y elegancia.
Al ser un reconocimiento de los bienes recibidos, y recibimos muchos, la
ausencia de gratitud es siempre –por lo menos– un desaire y una falta de
educación y de aprecio. Si no se dan las gracias, parece que no pasa nada, pero
esta omisión indica poca elegancia.
Francisco F. Carvajal
No hay comentarios:
Publicar un comentario