Sólo en un ambiente de generosidad y de trascendencia puede prender en un joven –libremente– la llamada al sacerdocio
Un porqué del celibato sacerdotal 
      Un
 reciente artículo ha sacado a relucir, una vez más, el manido debate 
sobre el celibato de los sacerdotes de la Iglesia Católica latina. No es
 que me guste el debate, y menos con alguien que abusa de calificativos 
denigratorios para todos los que no piensan como él, con juicios 
superficiales e injustos, además de ofensivos. Por ello, prefiero 
mantenerme en una correcta línea de argumentos, orientados a explicar y 
convencer más que a desacreditar.
      Los
 sacerdotes ordenados por la Iglesia son ordinariamente elegidos entre 
fieles que viven célibes, y que tienen intención expresa de guardar 
siempre el celibato por el Reino de los cielos. Lo plantea así el Catecismo de la Iglesia (n. 1579), recogiendo una cita directa del Evangelio (Mt 19,14), y así se ha vivido durante los últimos dos tercios de su historia.
      Sin
 embargo, cada vez que surge un movimiento reformista dentro del seno 
eclesial, lo inmediato que propone —como primera medida de cualquier 
reforma—, es la supresión del celibato; como si ello arreglase la 
totalidad de los problemas. 
      Se
 aduce, como argumento, el ejemplo del protestantismo de países 
centroeuropeos, con sus pastores casados y con un puesto bien remunerado
 gracias a la financiación estatal. Si se permitiera el matrimonio a los
 presbíteros católicos —dicen—, podría subsanarse la falta de vocaciones
 sacerdotales que se advierte en esos países. ¡Cómo es posible que la 
Iglesia Católica se obstine en mantener una ley eclesiástica que impide 
que los fieles cuenten con suficientes pastores!
      El
 argumento se viene abajo por su propio peso. Primeramente porque no es 
ese —ni mucho menos— el argumento principal que sostiene el celibato 
sacerdotal católico. Y además, en concreto, porque los datos de 
vocaciones que ofrecen esas comunidades, no parece ir en la optimista 
dirección que desearían; la crisis de vocaciones también causa 
preocupación en las Confesiones protestantes: las nuevas vocaciones ya 
no cubren las vacantes pastorales de la última década. El celibato no es
 pues la causa de que falten jóvenes católicos que vean en el sacerdocio
 un camino atractivo; hay que buscar en otras direcciones. 
      Las
 causas se derivan del ambiente agnóstico que inunda la sociedad 
occidental. Acomodada en exceso, por un desarrollo mal controlado —que 
nos ha conducido a la crisis que todos lamentamos—, la cultura ofrece 
exclusivamente recompensas materiales; reduciendo toda dimensión 
espiritual a simple mito. La falta de vocaciones al sacerdocio se debe, 
pues, a una deficiente educación ética, y a la ausencia de un clima 
espiritual que alimente los ideales de servicio que bullen en un corazón
 joven. Sólo en un ambiente de generosidad y de trascendencia puede 
prender en un joven —libremente— la llamada al sacerdocio. Para 
comprobarlo basta mirar el creciente número de seminaristas y sacerdotes
 que surge en ambientes católicos de Asia, África o Latinoamérica, que 
no padecen la señalada sequía espiritual de los países de la vieja 
Europa. 
      Por
 otro lado, entre las razones favorables al celibato sacerdotal, la 
Iglesia Católica latina aduce el ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, 
tal como se desprende de los Evangelios. Ante esto, no faltan quienes 
insisten en hacer reaparecer, a la menor oportunidad, las fábulas sobre 
el matrimonio de Jesús. Hace unos días, una historiadora americana 
presentó un documento, procedente de un coleccionista anónimo, que 
volvía a sacar el recurrente tema, que tanto éxito tiene en USA; país 
donde cualquier escándalo reporta pingües beneficios. La propia 
investigadora se apresuró a afirmar que la expresión «Jesús les dijo, mi esposa...», contenida en el fragmento encontrado, quizá perteneciente al Evangelio apócrifo La Esposa de Jesús, «no era una prueba histórica de que Jesús tuviera una esposa».
 Y no es que suponer a Jesús casado sea —en sí mismo— una herejía o 
motivo de escándalo; es que contradecir veinte siglos de historia 
homogénea es, por lo menos, muy aventurado.
      Las
 ocho líneas visibles del fragmento de cuatro por ocho centímetros 
escritas con tinta negra en copto, ahora aparecidas, es sólo una pequeña
 muestra de la vida de los antiguos cristianos. Será necesario 
investigar con rigor, el contexto teológico y científico-histórico de 
esos documentos. A pesar de las novelas de ficción, no hay verdad que 
pueda ocultarse durante veinte siglos. Los historiadores más rigurosos 
están de acuerdo en que, según las fuentes de que disponemos, Jesús de 
Nazaret no contrajo matrimonio; el silencio elocuente sobre tal 
posibilidad, contrasta con un evangelio que habla sin dificultad de su 
familia, de sus amigos o de sus Apóstoles, alguno de ellos casado. Y no 
porque Jesús menospreciara el matrimonio; al revés: reclamó para él su 
máxima dignidad original (Mt 19,1-12). 
      La
 Tradición inmediata, que conocía a Jesús de primera mano, nunca habló 
de tal posible matrimonio; se atuvo simplemente a dar noticia de la 
realidad histórica, tal como llegó hasta ellos. Si hubieran querido 
obviar aspectos comprometedores para la fe, los evangelistas habrían 
silenciado antes muchos pasajes que se podían entender mal: el Bautismo 
por Juan el Bautista,
 administrado para redimir los pecados; la presencia de mujeres entre 
las personas que se relacionaban con él frecuentemente, etc. 
      Es
 cierto —como dice el articulista a que nos referimos— que era práctica 
común entre los rabinos, contraer matrimonio y formar una familia. Pero,
 según los historiadores de aquel tiempo, tampoco era extraño que 
algunos judíos admitieran o escogieran el celibato, siguiendo 
tradiciones que presentaban así a personajes como Jeremías. El mismo Juan Bautista, primo de Jesús, siguió esta regla influido quizá por los esenios.
      Por
 fin, al margen de cuestiones históricas, la razón profunda que hace 
plausible y conveniente el celibato de Jesús, tiene que ver con el 
cometido que vino a desempeñar, según su propio testimonio. Él vino para
 redimir a la humanidad y, para ello, el celibato era la mejor opción: 
con él subrayó la singularidad de su misión, frente al judaísmo de su 
tiempo, y sin minusvalorar un ápice el matrimonio, prefirió dedicar su 
vida íntegramente al Reino de los cielos que venía a instaurar. El amor 
de Dios y el amor a Dios, que Él encarnó, estaba por encima de todo lo 
demás; y Jesús quiso ser célibe para significar mejor ese amor supremo. 
      La
 Iglesia Católica así lo entiende, considerando el celibato sacerdotal 
como un signo del compromiso de entrega total a Dios y a los hombres, 
que asumen quienes son llamados al sacerdocio.
Manuel Ordeig Corsini
LaOpinionDeMurcia.es / Almudí 

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