lunes, 19 de noviembre de 2012

La agonía del matrimonio

   Mi duda a la hora de valorar el alcance de la sentencia del Tribunal Constitucional que establece como ajustada a la Carta Magna la equiparación de las uniones homosexuales con el matrimonio es si se trata de una sentencia transcendental o de una sentencia irrelevante. La duda estriba en si esta equiparación representa la puntilla que acaba con el matrimonio o si el matrimonio ya estaba muerto.

   Es difícil de sostener que la sentencia sea irrelevante, por lo que muy bien se puede concluir que la referida equiparación representa la puntilla que puede acabar definitivamente con él (salvo que esperemos todavía alguna novedad importada, como la poligamia por ejemplo, en aras de la multiculturalidad). Más de un lector de estas líneas se habrá apresurado a objetar mi afirmación para razonar que no es que el matrimonio esté muerto, sino que ya no es lo que era. En cierto sentido, esto es así. En efecto, el matrimonio se ha convertido ya, o va camino de convertirse, en una institución irrelevante.


   La mentalidad dominante sobre el matrimonio, avalada ahora por el alto tribunal, frente a su concepción como institución social que protege ciertos bienes públicos, entiende por matrimonio cualquier tipo de convivencia, sexo mediante, con cierta pretensión de estabilidad. Pues, bien, este cambio es el que hace del matrimonio una institución irrelevante para gran parte de la población. Baso esta afirmación en tres elementos: el progresivo crecimiento de las uniones de hecho, la elevada tasa de divorcios y la escasa fecundidad de los matrimonios.

   En 2008, según el Eurobarómetro, las parejas de hecho representaban en España el 13% del total, llegando en Suecia ese dato a alcanzar el 28%. En Francia, en 2011 se celebraron 241.000 matrimonios, mientras que en 2010 los “pacs” (pacto civil de solidaridad) –el artilugio legal que equipara allí fiscalmente las uniones de hecho al matrimonio- habían sido 195.000. Y, atentos al dato, en 2006 en España, según el Centro de Investigaciones Sociológicas, en la franja comprendida entre los 18-24 años, tomando como referencia la edad de las mujeres, el 63,6% de las parejas eran parejas de hecho (frente al 36,4% de matrimonios); porcentaje que bajaba sustancialmente en la franja de edad 25-34, para situarse en 29,3% de las parejas (porcentaje nada desdeñable tampoco). Es obvio que las parejas más jóvenes optan por la cohabitación en un porcentaje muy significativo.

En lo que se refiere al divorcio, según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en España tenemos el dato de que en 2010 la cifra de disoluciones matrimoniales representaba el 75% del número de matrimonios celebrados ese mismo año. La duración media de los matrimonios disueltos en 2011 fue de 15,7 años. Por otra parte, en 2010, también según el INE, el número de hijos nacidos fuera del matrimonio representaba el 35% del total. Pero esa media merece la pena compararla con otros datos que aporta el INE, y es que El 42,8% de los matrimonios disueltos en el año 2011 no tenían hijos, el 48,4% tenían solo hijos menores de edad, y el 28,5% de los matrimonios disueltos tenía un solo hijo. Datos que apuntan a la poca duración de los matrimonios disueltos, ya que, o aún no tenían hijos, o tenían sólo un hijo o los hijos eran todavía menores.

En resumidas cuentas, los matrimonios retroceden ante las uniones civiles y los matrimonios que se celebran fracasan en un elevado porcentaje, datos que pueden muy bien estar relacionados entre sí, pues si la expectativa matrimonial es la del fracaso, resulta comprensible que las parejas no encuentren interesante contraer matrimonio. A todo esto cabe añadir el dato de la tasa de fertilidad en España, que se sitúa en 2010 en 1,38 hijos por mujer. Es decir, el sentido de la familia como origen y hogar de nuevas vidas se encuentra seriamente debilitado. La riqueza que aporta cada vida humana se valora más como complemento afectivo de la pareja –satisfacción del sentimiento paterno o materno- que por la riqueza misma de esas vidas.

Lo que todo esto evidencia es que el matrimonio se ha convertido en una institución con poco sentido para muchas personas, especialmente para las generaciones jóvenes a las que el valor de las instituciones en general les resulta incomprensible. No es de extrañar que esto sea así si el matrimonio es percibido simplemente como una formalidad social, es decir, como un uso social cuyo alcance se desconoce. Pero también hace que el matrimonio pierda interés si se entiende sólo como mero contrato entre dos partes. Es decir, si lo único que se valora del matrimonio es la previsión de futuros conflictos (custodia de los hijos, pago de la hipoteca, pensión, herencia, aspectos fiscales, etcétera), resulta comprensible que muchas parejas prefieran prevenirlos mediante otro tipo de contrato.

Lo que, en mi opinión, brilla por su ausencia es una concepción del matrimonio como institución a la que se adhieren los contrayentes y que cumple una determinada función social, como lo son la cohesión social, la creación de un ámbito permanente de cuidado y afecto para los hijos, etcétera; bienes que trascienden los objetivos privados de los contrayentes.

La progresiva equiparación de las parejas de hecho con el matrimonio va camino de vaciar por completo de sentido al matrimonio: en la medida en que el legislador aborda la solución de eventuales conflictos de intereses privados de una pareja de hecho –instalada deliberadamente en la provisionalidad- de la misma manera que lo hace con el matrimonio, pero sin exigir a las parejas de hecho las mismas obligaciones que a aquel, resulta que casarse carece de sentido. Viene a ser, en otro ámbito desde luego, como tratar la economía sumergida –y el dinero en B- con los mismos derechos de la economía oficial, pero sin las exigencias que se le piden a ésta. La asimilación de las parejas de hecho al matrimonio tiene como efecto, la asimilación de éste con aquéllas.

Asistimos a la agonía del llamado matrimonio tradicional. Algunos lo celebran como signo de progreso y libertad. En mi opinión, la pérdida del sentido social que le compete a la institución matrimonial para diluirla –a semejanza de las parejas de hecho- en un simple contrato privado y provisional entre dos partes representa una de las mayores catástrofes de nuestra civilización.
 
Francisco de Borja Santamaría
Arvo

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