lunes, 26 de noviembre de 2012

UN NUEVO MODO DE VER

Domingo, 6 de octubre de 2002. El papa Juan Pablo II, cabeza visible de la Iglesia, con la potestad sagrada recibida de Jesucristo, proclamaba santo a Josemaría Escrivá de Balaguer, sacerdote, fundador del Opus Dei, ante una multitud de fieles de los cinco continentes, de toda condición social, de innumerables lenguas y diversas culturas, que habían acudido a la Plaza de San Pedro, donde se celebró el solemne acto. Muchos de ellos, por cierto, llegaron tras no pocas incomodidades y sacrificios. 

Como enseña Benedicto XVI, la Liturgia es como un abrirse el Cielo sobre la tierra. Se funden la Liturgia celestial y la terrenal. Desde mi observatorio televisivo imaginaba la mirada del nuevo santo sobre la muchedumbre, como solía cuando vivía en la tierra. No se perdía en la masa. Se posaba alternativamente en aquel o aquella, fueran muchos o pocos los que tenía delante. Con alguna frecuencia sentía la necesidad de abrir su corazón al extremo de decir. «¿Sabéis por qué os quiero tanto, hijos míos?». La respuesta tras un instante de expectación llegaba en estos términos: «Porque veo bullir en vosotros la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo».


 Recuerdo una ocasión en que nos hallábamos un buen grupo de jóvenes universitarios y profesionales del Opus Dei, en una reunión informal con san Josemaría, por excepción, minutos antes de que celebrara la Santa Misa. Uno contaba una aventura apostólica; otro, un chiste que nos partía de risa; otro, interpretaba una vibrante canción de amor a la mexicana; el de más allá llenaba el pequeño espacio con las fenomenales notas de una trompeta… Siempre nos recomendaba san Josemaría que nos preparáramos muy bien para el Sacrificio Eucarístico. En esa ocasión, el encuentro familiar sucedía en hora inusual. Se nos podía ocurrir que le distraíamos de lo esencial. Por eso nos advirtió: no os preocupéis, no me distraéis... porque veo en vosotros el bullir de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo... Ésta era la idea y ésas aproximadamente sus palabras.
Se ha dicho que la mirada es como el alma hecha fluido. En la mirada se asoma el alma, la persona. Si no es teatral, muestra el corazón. La mirada del fundador del Opus Dei desvelaba lo que llevaba dentro: Cristo Jesús. Su vivir era Cristo, como acontecía al Apóstol: para mí vivir es Cristo. Por eso en su mirar asomaba el mirar de Cristo. Su palabra –«veo en vosotros el bullir de la sangre de Cristo»- expresaba el alcance de su ver. Al mismo tiempo, era decirnos lo que debía ir aconteciendo en nosotros, a pesar de nuestra natural inmadurez. El cristiano es por vocación bautismal portador de Cristo; que la vida en la tierra no ha de ser otra cosa que transparentar a Cristo, amar a Cristo y llevarlo a todos los sitios. Vivir por Cristo, con Cristo, en Cristo en cada momento del día, en el trabajo y en el descanso, en el taller, en el campo, en la oficina, en el hogar.
Cuando Jesús mirando a Simón, hijo de Juan, le dice: «Tú serás Pedro», tenía delante a un pescador de Galilea más bien tosco, de gran corazón y profundos altibajos, como el mar de Galilea. Pero en aquel Simón, Jesús veía ya al Pedro-Roca sobre la que se asentaría la Iglesia hasta el fin de los siglos. La mirada de Jesús, humana y divina, traspasaba tiempo y espacio. Cuando san Josemaría miraba a los hijos de su espíritu, no veía sólo la precaria realidad espiritual, si era el caso, de aquellas mujeres, de aquellos hombres. Veía lo que iban a ser. Portadores de Cristo, con defectos, con miserias, pero con la madurez de un amor más fuerte que la muerte, yendo por todo el mundo, con la humildad de los que dicen con Pedro: soy un pecador, pero amo con locura a Jesucristo.
Sonaba el 2 de octubre de 2002 la voz pausada del papa Juan Pablo II: «con la de la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la nuestra, después de haber deliberado largamente, invocado repetidas veces la ayuda divina y escuchado el consejo de muchos hermanos nuestros en el episcopado, declaramos y definimos Santo al Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, lo inscribimos en el Catálogo de los santos y establecemos que sea devotamente honrado como tal en toda la Iglesia. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Palabras del Rito de la Canonizaciónque manifiestan que se trata de un acto que la teología califica de «hecho dogmático» (cfr. CDF, Nota doctrinalis, 29-VI-1998, n. II).
El Romano Pontífice ejercía así la suprema potestad legislativa que le corresponde en la Iglesia: declarar y definir como verdad de doctrina católica que un fiel es santo, y extiende su culto a toda la Iglesia. Este acto del supremo Magisterio de la Iglesia requiere el asentimiento definitivo de los fieles. ¿Con qué fundamento? Lo indica la misma Nota citada, de la Congregación para la Doctrina de la Fe: «fundado sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio de la Iglesia, y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del Magisterio en estas materias» (cfr. Ibid. n. 6). Todo ello «para honra de la Trinidad –como se dice en el mismo Rito – (…) e incremento de la vida cristiana».
El culto a los santos.
 Recuerdo que hace algunos años vi por televisión un fragmento de un partido de fútbol en el que uno de los equipos contendientes era el Club de Fútbol Barcelona. Uno de sus jugadores estrella marcó un gol tras una jugada inverosímil. El comentarista se enardecía arrebatado en exultaciones, delirios, y ditirambos. Al fin exclamó: ¡es un dios!. Una hora más tarde, celebré la Santa Misa en la Ciudad Condal. Era domingo y prediqué la homilía. Me referí a la célebre jugada y al comentario entusiasta, al que me sumé. Pues claro que era como un dios. A los ojos humanos ciertas cosas que hacemos los hombres nos parecen divinas, y de algún modo lo son, porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Cuántos monumentos a deportistas, científicos, prohombres… Algunos no se lo merecen, otros sí. El «culto a la personalidad» puede resultar aberrante en cierto sentido, pero decía Aristóteles, seguido por santo Tomás de Aquino, que el embrión humano es algo divino en tanto que es un hombre en potencia (hoy podemos decir: en acto). Por minúsculo que resulte a la vista, encierra una estructura grandiosa, admirable, animada por un espíritu inmortal que constituye un microcosmos sagrado. Conviene practicar un cierto «culto cristiano a la personalidad». Mayormente cuando la persona ha superado heroicamente pruebas inusitadas en el cumplimiento de la Voluntad de Dios, siempre amabilísima. Bien entendido que los santos no buscan su propia gloria. Saben que todos sus talentos los han recibido de aquél que es tres veces Santo. El culto a los santos es reconocer la obra de Dios en ellos y también su correspondencia a la gracia, manifestada en la virtudes que, luchando, adquirieron en su vida terrena. Cada uno se ha identificado con Cristo y es distinto de los demás, con personalidad propia.
San Josemaría fue llamado por Juan Pablo II «el santo de lo ordinario». Solía repetir: yo no soy nada, no puedo nada, no sé nada, casi ni existo… No se consideraba fundador de nada, y lo era. A la obra que Dios le encomendó la llamó Opus Dei, es decir, obra de Dios, trabajo de Dios. El culto a los santos es culto a Dios, fuente única de la santidad. La amistad con los santos facilita la amistad con Dios, que eso es la santidad. La intercesión de los santos es como un gran amplificador de nuestra voz ante el «Trono» de Dios. Benedicto XVI insiste a menudo en que el luminoso ejemplo de los santos despierta en nosotros el gran deseo de ser como ellos: felices de vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. (...) Esta es la vocación de todos nosotros, confirmada con vigor por el Concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer a nuestra atención de modo solemne.
 
ANTONIO OROZCO
ARVO.NET

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