Ruanda es un pequeño país muy densamente poblado de la región de
los Grandes Lagos de África. Es conocido por su fauna salvaje, por sus
ciudades típicas y por los preciosos parajes naturales que ofrece su
terreno fértil y montañoso.
Pero sobre todo es conocido y recordado por
la sangrienta guerra civil que se desató en 1994, tras una larga
historia de diferencias raciales y de discriminación entre las dos
principales etnias del país. La etnia dominante en aquel momento, los
hutus, se dejó arrastrar por el odio acumulado desde muchas generaciones
atrás y desencadenó uno de los genocidios más intensos y sangrientos de
la historia, con más de 800.000 tutsis asesinados en un espacio de
apenas tres meses.
Immaculée Ilibagiza tenía entonces 22 años. Era una estudiante
universitaria de raza tutsi. Cuando estalló el conflicto, en el mes de
abril de 1994, ella se refugió junto con otras siete mujeres en un
pequeño cuarto de baño en la casa de un pastor hutu que se atrevió a
esconderlas allí. El baño apenas tenía dos metros cuadrados, pero estaba
bien oculto detrás de un gran armario que desplazaron para tapar la
puerta de entrada. Desde su escondite escuchaba a sus vecinos, que hasta
entonces creía amigos, y les oía gritar llenos de ira que iban a matar a
todos los tutsis.
Escuchaba también cómo en la radio se jaleaba a la
población para tomar sus machetes y terminar con “esas indeseables
cucarachas” que eran los tutsis. Los hutus se comportaron durante
semanas como demonios, con ojos desorbitados, insaciables de sangre y de
muerte. Mientras los cadáveres mutilados se descomponían por millares
en los campos, la propaganda les enardecía aún más y salían enfurecidos
buscando tutsis que pudieran estar escondidos. Eran personas con las que
habían compartido escuela, juegos y hasta la mesa desde su niñez, pero
ahora eran seres enloquecidos que buscaban con denuedo a cualquiera que
pudiera estar escapando de la matanza.
Immaculée, durante su infancia, no sabía si era hutu o tutsi, porque sus padres nunca se lo habían dicho: para ellos todos eran ruandeses. Ahora, su condición de tutsi le convierte de pronto en objetivo implacable de aquel terrible odio tribal. Ya no puede confiar ni en sus mejores amigos, no está segura en ningún lugar. Los dirigentes políticos azuzaban los sentimientos de odio de los de su raza para lograr un exterminio total de los otros. Les decían que si mataban a los tutsis, podían tomar sus propiedades, sus mujeres y su tierra. Y les insistían: “No los dejéis con vida, porque volverán y os quitarán las tierras y seréis pobres y estaréis sometidos a ellos. Matadlos a todos, incluso a los niños, porque si no crecerán y se vengarán.” Por eso el genocidio fue más intenso con los varones y, al acabar, el 70% de la población de Ruanda eran mujeres.
La historia es sobradamente conocida, pero el testimonio de Immaculée en su libro “Sobrevivir para contarlo” tiene una gran aportación, que es el relato de una lucha quizá aún más feroz, la lucha que había dentro de ella. En su interior pugnaba por un lado el odio y el deseo de venganza, y por otro, el principio cristiano del perdón. Aunque estuviera encerrada, veía que su alma encontraba un espacio de libertad cuando rezaba y pedía fuerzas para perdonar. Fue una lucha encarnizada. Sentía que el odio se apoderaba de ella y le conducía a una cárcel de desesperación, quizá la misma que llevaba a miles de hutus, llenos de alcohol y de drogas, a buscar "cucarachas" que matar.
Inmmaculée estuvo 91 días encerrada en aquel minúsculo cuarto de baño, en unas condiciones inhumanas por el calor, las fiebres y la mala alimentación. Cuando salió de allí, pesaba solo 29 kilos. Lo asombroso no es solo que sobreviviera, sino sobre todo que sobreviviera al odio, la amargura y el dolor que supone saber que su madre, su padre y sus dos hermanos han sido asesinados de manera cruel por personas que ella conocía. Comprendió que la única manera de detener el ciclo del horror y la violencia es no buscar venganza y procurar frenar así la espiral del odio. Empieza a pensar que las personas que han matado a su familia se han hecho aún más daño a sí mismas, y merecen su piedad. Sabe que no puede dejarse arrastrar por el resentimiento hacia los verdugos de su tribu y su familia, que necesita del alivio que trae consigo perdonar de corazón. Inmmaculée sobrevivió por la bondad de personas que, como ella, fueron más fuertes que el odio y le hicieron descubrir que la única forma de que todos puedan seguir viviendo es construir entre todos una nueva vida cimentada en la concordia y el perdón. Es algo que sucede en cierta medida con todas las vidas y en todos los lugares y épocas, pero quizá en Ruanda ha sido y es hoy una verdad aún más evidente.
Immaculée, durante su infancia, no sabía si era hutu o tutsi, porque sus padres nunca se lo habían dicho: para ellos todos eran ruandeses. Ahora, su condición de tutsi le convierte de pronto en objetivo implacable de aquel terrible odio tribal. Ya no puede confiar ni en sus mejores amigos, no está segura en ningún lugar. Los dirigentes políticos azuzaban los sentimientos de odio de los de su raza para lograr un exterminio total de los otros. Les decían que si mataban a los tutsis, podían tomar sus propiedades, sus mujeres y su tierra. Y les insistían: “No los dejéis con vida, porque volverán y os quitarán las tierras y seréis pobres y estaréis sometidos a ellos. Matadlos a todos, incluso a los niños, porque si no crecerán y se vengarán.” Por eso el genocidio fue más intenso con los varones y, al acabar, el 70% de la población de Ruanda eran mujeres.
La historia es sobradamente conocida, pero el testimonio de Immaculée en su libro “Sobrevivir para contarlo” tiene una gran aportación, que es el relato de una lucha quizá aún más feroz, la lucha que había dentro de ella. En su interior pugnaba por un lado el odio y el deseo de venganza, y por otro, el principio cristiano del perdón. Aunque estuviera encerrada, veía que su alma encontraba un espacio de libertad cuando rezaba y pedía fuerzas para perdonar. Fue una lucha encarnizada. Sentía que el odio se apoderaba de ella y le conducía a una cárcel de desesperación, quizá la misma que llevaba a miles de hutus, llenos de alcohol y de drogas, a buscar "cucarachas" que matar.
Inmmaculée estuvo 91 días encerrada en aquel minúsculo cuarto de baño, en unas condiciones inhumanas por el calor, las fiebres y la mala alimentación. Cuando salió de allí, pesaba solo 29 kilos. Lo asombroso no es solo que sobreviviera, sino sobre todo que sobreviviera al odio, la amargura y el dolor que supone saber que su madre, su padre y sus dos hermanos han sido asesinados de manera cruel por personas que ella conocía. Comprendió que la única manera de detener el ciclo del horror y la violencia es no buscar venganza y procurar frenar así la espiral del odio. Empieza a pensar que las personas que han matado a su familia se han hecho aún más daño a sí mismas, y merecen su piedad. Sabe que no puede dejarse arrastrar por el resentimiento hacia los verdugos de su tribu y su familia, que necesita del alivio que trae consigo perdonar de corazón. Inmmaculée sobrevivió por la bondad de personas que, como ella, fueron más fuertes que el odio y le hicieron descubrir que la única forma de que todos puedan seguir viviendo es construir entre todos una nueva vida cimentada en la concordia y el perdón. Es algo que sucede en cierta medida con todas las vidas y en todos los lugares y épocas, pero quizá en Ruanda ha sido y es hoy una verdad aún más evidente.
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