viernes, 14 de febrero de 2014

Oración, trabajo y evangelización


   En su defensa de los más débiles, como los concebidos y no nacidos o los que padecen injustas desigualdades sociales, y en su participación ciudadana con todas las personas de buena voluntad, los cristianos deben mostrar una actitud no de pura polémica, sino de clarividencia, que procede de la propia coherencia en el compromiso con Dios y con los demás. Esto no es posible hoy sin una vida espiritual intensa, que nada tiene que ver con intimismos o espiritualismos. Así lo enseña con claridad el Papa Francisco.

     El último capítulo de Evangelii gaudium se titula “evangelizadores con espíritu”. Esto deben ser todos los cristianos. Y esto quiere decir “evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo”. Algo que requiere la oración, “sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía”, y también el convertir la fe en vida (cf. n. 260).
Evangelizadores que rezan y que trabajan

     Una evangelización con espíritu significa que el evangelizador debe tener su corazón ardiendo en el fuego del Espíritu Santo, “ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora” (n. 261). A partir de ahí el Papa explica cuáles pueden y deben ser las “motivaciones para un renovado impulso misionero”. 

    Evangelizar con Espíritu quiere decir “evangelizadores que oran y trabajan”. En esta perspectiva “no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón” (n. 262). 

     En efecto, la unidad de vida del cristiano, en expresión de San Josemaría Escrivá, pide una intensa y sólida oración que se traduzca en ayudar a los demás en sus necesidades materiales y espirituales; como también toda praxis cristiana en favor de la justicia y de la caridad, del apostolado y de la promoción humana, pide una vida espiritual. Y para ello, tiempos concretos dedicados a la adoración de la Eucaristía, a la oración, a los sacramentos –la confesión de los pecados– y a la formación bíblica y litúrgica. La evangelización requiere que, primero y a la par, se transforme el corazón del creyente que ha de convertirse en evangelizador. Son luces claras para la educación en la fe. 


No refugiarse en una falsa espiritualidad

    Respecto a la necesaria relación entre la espiritualidad y la preocupación por los demás, ya advertía Juan Pablo II: “Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación” (Carta Novo millennio ineunte, 6-I-2001), n. 52. Si la vida espiritual no lleva a entregar la vida en la misión (cada uno según sus propias condiciones de vida), se trataría de una falsa espiritualidad. Los educadores cristianos deben tomar nota para enfocar adecuadamente su tarea.

     Francisco evoca el ejemplo de los primeros cristianos y de los santos, a lo largo de la historia. No cabe aducir que ahora es más difícil, pues cada época tiene sus propias dificultades. Propone cuatro motivaciones para evangelizar hoy.

Encuentro personal con Jesucristo

     En primer término el encuentro personal con Jesucristo es lo que sobre todo enciende en el deseo de comunicarlo. Si no es así, escribe el Papa Francisco, entonces “nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial” (n. 264). Y por eso nos aconseja meditar el Evangelio y contemplarlo con amor, leerlo con el corazón. Con ese “espíritu contemplativo” nos reforzaremos en la convicción de que “no hay nada mejor para transmitir a los demás” (Ibid.); pues, subraya, el Evangelio verdaderamente “responde a las necesidades más profundas de las personas” (n. 265) y de los pueblos. 

     “Toda la vida de Jesús –observa el Papa–, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla a la propia vida” (Ibid.). 

     Señala el Papa que la convicción de que con Cristo nos viene lo que realmente necesitamos, solamente “se sostiene con la propia experiencia, constantemente renovada, de gustar su amistad y su mensaje” (n. 266). Aquí cabe subrayar de nuevo el esfuerzo personal que hemos de poner cada uno para dedicar el tiempo necesario a la oración, a los sacramentos –la confesión de los pecados, la participación en la Eucaristía– y a la formación cristiana; en esto juegan un papel importante los retiros espirituales, las convivencias o jornadas de estudio. Nada de esto debería resultar extraño entre los cristianos y sus familias, escuelas, parroquias, etc.

    Así comprobamos, continúa el Papa, que no es lo mismo conocer a Jesucristo, contemplarlo, adorarlo, descansar en él, tratar de construir el mundo con su Evangelio, que no hacerlo. Si no se descubre a Cristo presente en el corazón mismo de la tarea evangelizadora, decae la fuerza y la pasión. “Y –señala– una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie” (Ibid.). En definitiva, la gloria de Dios Padre, en unión con su Hijo Jesucristo, es la primera y fundamental motivación para la evangelización. Y hablando de educación, cabría notar que todo ello debe acontecer primero en el educador mismo

Integrarse y compartir, escuchar y colaborar,... comprometerse

     Segundo, lo que el Papa llama “el gusto espiritual de ser pueblo”. Con esta expresión se refiere al gozo que tendríamos que experimentar al participar de la mirada de Jesús y su deseo de estar cerca de la gente, de salvar a su pueblo. Cautivados por su comportamiento con unos y otros, hasta la cruz –que culmina el estilo que marcó toda su existencia– “deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad” (n. 269).

     Al igual que en otras ocasiones, Francisco nos invita a acercarnos a las llagas del Señor en los que sufren: “que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás”. Esto requiere rechazar el distanciarse de los demás, el refugiarse en cobertizos personales o comunitarios, que nos impiden complicarnos maravillosamente la vida por los demás. Y todo esto, advierte, “no es la opinión de un Papa ni una opción pastoral entre otras posibles; son indicaciones de la Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que no necesitan interpretaciones que le quiten fuerza interpelante” (n. 271). De aquí que cada familia, cada parroquia, cada escuela y cada grupo eclesial debería examinar periódicamente cómo impulsar las obras de misericordia.

    Solo podemos descubrir a Dios si abrimos los ojos a los demás. Por eso se nos invita incluso a salir de lo que pueden ser unos esquemas espirituales limitados: “Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio” (n. 272). Cada cristiano debe sentir como grabada a fuego esta misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar a otros: “Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo” (n. 273), escribe el Papa como apelando a que el cristiano sea otro Cristo. ¿Educamos así desde la primera comunión, reforzando su propio contenido, que con frecuencia queda oscurecido por los gastos del banquete, regalos, vestidos, etc.?

No a la tibieza, a la comodidad y al vacío egoísta

    En tercer lugar, la acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu es lo que permite salir del pesimismo, del fatalismo y de la desconfianza; no encerrarse en la comodidad y la flojera, la tristeza insatisfecha y el vacío egoísta. No caben actitudes tibias, porque la fuerza de la resurrección del Señor ha penetrado el mundo y hace renacer cada día la belleza en él.

     Lo que vence las dificultades es la fe hecha vida, a base de oración y de trabajo por Dios y por los demás: “creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad” (n. 278). 

     La vida junto a Dios –señala el Papa– da frutos, pero no hay que pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Hay que trabajar por Dios, sabiendo descansar en Él, dejando que Él haga fecundos nuestros esfuerzos, confiando en el Espíritu Santo que nos ilumina y nos guía, nos orienta y nos impulsa hacia donde quiere. 


Pedir y dar gracias por los demás

     Finalmente, y porque vivimos una misma vida con Cristo, a la que están llamadas todas las personas, “la fuerza misteriosa de la intercesión” es también una motivación poderosa para la evangelización. Pedir por los demás y dar gracias por ellos es siempre eficaz. Esto puede verse, por ejemplo, en la película “Cartas al padre Jacob” (K. Härö, 1999), donde, con gran belleza y sobriedad, se presenta la figura de un pastor luterano que se entrega en su tarea de rezar por quienes le escriben. 

    En definitiva, las enseñanzas del Papa Francisco sobre las motivaciones para la evangelización deben estar muy presentes en los ámbitos familiares y educativos, de una forma realista, y comenzando siempre por los educadores (padres y madres, maestros, catequistas, etc.). Una garantía para esto es fijarnos en cómo todo ello lo prefigura y lo protege María, estrella de la nueva evangelización. Con ella se redescubre “lo revolucionario de la ternura y del cariño”. 

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