Ha caído el número de ellos (sí, el de bolsillos también, pero hoy hablamos de los divorcios) según las estadísticas del Consejo General del Poder Judicial. Éste interpreta que no es porque el amor esté en el aire, en absoluto, sino porque la economía está por los suelos. Y las nuevas tasas judiciales al quite. La situación puede resultar muy dramática en muchos casos, sin duda, pero a un romántico impenitente como yo le da rabia, más que nada, que ese descenso de los divorcios sea por falta de dinero y no por las razones del corazón.
Con todo, el romanticismo siempre puede revolverse y contraatacar.
Ya propuse en otro artículo una película sobre un matrimonio que decide no divorciarse porque no se puede permitir el dispendio, aunque dan su relación por muerta de mutuo acuerdo. La mezcla de indiferencia, consenso, independencia, convivencia, redescubrimiento del atractivo del otro −para lo que viene bien tomar distancia con unos pasos atrás, como los pintores−, un poco de celos y las ocultas brasas del amor latente darían para una emocionante comedia romántica, a poco que el guión acierte y los actores no se extralimiten.
Nadie aceptó el guante de mi desafío; ni me lo han devuelto, encargándome un texto. La película está por hacer.
Yo la preferiría basada en hechos reales. Hay más de un caso, seguro. Además de la alegría de que un matrimonio resucite, mostraría que a menudo, en el variable y complejo universo de los asuntos humanos, lo que comienza como un mal acaba siendo un bien. Y de una manera ejemplar pondría en su sitio los presuntuosos condicionamientos económicos, que parecen −por lo que se nos repite machaconamente a diestro y siniestro− que rigen nuestras vidas con la tiranía de un reflejo de Pávlov.
No negaré que la economía deja sentir su peso en las decisiones cotidianas, pero de ahí a esas estadísticas y proyecciones que hacen depender de la contabilidad cada comportamiento hay un trecho. Un matrimonio que decide de mutuo acuerdo no separarse porque la economía está muy mala, no está tan mal como se piensa. Aún tiene bastante en común, empezando por el sentido ídem, y la capacidad de llegar a acuerdos, y complicidad de sobra y compenetración. Si las estrecheces ayudan a sacar todo eso a la luz, quedaría demostrado que hay pobrezas que son auténticas riquezas.
Enrique García-Máiquez
Diario de Cádiz / Almudí
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