Será imposible captar la grandeza del amor si no se entiende la constitución del ser humano como un compuesto de unidad sustancial de cuerpo y alma
La familia originada en el matrimonio está sometida a un ataque feroz. Intereses ideológicos, políticos, económicos, etc., confluyen en esa agresiva persecución. Es un hecho, tristemente constatable, que existen hoy gran cantidad de focos que ponen al matrimonio y a la familia en crisis. La miopía sobre qué es el hombre desenfoca la recta actuación de la persona que ya no sabe qué es bueno y qué es malo.
Entre esos diversos focos que provocan la actual crisis en la familia podríamos destacar: la difusión de un erróneo concepto de libertad desligada de la verdad del ser humano; la trivialización del sexo desvinculándolo de la dignidad humana que expresa; la visión del matrimonio como un formalismo convencional o una tradición superada (o a superar) porque condiciona la libertad; percibir la familia cristiana como un modelo impuesto por condicionantes históricos y culturales sin fundamento en la naturaleza humana, etc.
Si a esto añadimos las posibilidades técnicas de disociación entre matrimonio y descendencia que desdibujan la verdadera naturaleza de la procreación tendremos un panorama que da explicación al aberrante y furioso ataque a la familia, tal como la ha diseñado el Creador desde que puso al hombre −varón y hembra− en el Paraíso formando la primera familia del mundo.
Ante esto, la mayor parte del mundo no ha movido un músculo, han quedado impertérritos. Pero ¿cómo se han llegado a estas aberraciones sin que haya una rebelión masiva? Una vez más para explicar las funestas consecuencias del pecado hay que volver la mirada al pecado de origen. La causa está en la primera desobediencia, en aquella libre decisión de elegir el consejo de una criatura en vez de seguir el mandato amoroso del Creador. Con ello quedó herida nuestra naturaleza. Desde entonces tenemos la inteligencia oscurecida para alcanzar la verdad fácilmente y la voluntad debilitada enormemente para hacer lo bueno.
Esta debilidad para conocer la verdad y para hacer el bien movió a la misericordia de Dios a revelarnos cosas que pudiendo nosotros alcanzar solos sería un sendero arduo. De ahí que Dios no sólo haya querido revelarnos verdades que superan el alcance de la razón (p.e. el misterio trinitario), sino otras que −como ésta− el hombre podría llegar por sí mismo con esfuerzo: los Mandamientos. Así, fiándose de Dios, todos los hombres pueden llegar a conocer estas verdades fundamentales con certeza y sin mezcla de error. Por eso, cuando el hombre da la espalda a Dios queda debilitado y confundido porque “sin el Creador la criatura se diluye”.
Alertaba Benedicto XVI de esa crítica falsa e injusta al cristianismo acentuada a partir de la Ilustración, de valorar los Mandamientos de la Ley de Dios de manera negativa; no es un reglamento de prohibiciones sino una defensa divina del hombre de su enemigo: él mismo. Esa visión absolutamente negativa, venenosa, como la expuso Friedrich Nietzsche, es fuente subterránea de algunos males que afloran ahora contra la familia.
Los mandamientos de la Ley de Dios están en la entraña del hombre pero le era costoso verlos con nitidez y Dios se los revela a Moisés y Cristo los subraya en el Evangelio. ¿Qué misión tiene el Decálogo para la humanidad? Defender la dignidad de su naturaleza de cualquier tipo de vulneración. Los mandamientos del Decálogo expresan en fórmulas breves y sintéticas el deber de no lesionar la dignidad de la persona en ninguna de sus formas posibles. Desde esta perspectiva personal se capta la sublimidad del amor divino por la criatura que el Decálogo expone.
Así, en los tres primeros mandamientos se ordena la recta relación con Dios. Se manifiesta que la persona que no tiene adecuada relación con su Creador es una persona dañada en su propia dignidad personal. Se garantiza esta relación prohibiendo todo intento de manipulación por medio de palabras: blasfemias, magias, etc. Ordena esa relación en el ámbito de la vida de la persona en el mundo.
Los siete restantes prohíben vulnerar la persona a través de su condición “tradicional”, ya sea natural, cultural, etc.; defiende a la persona frente a la amenaza del daño que se le puede hacer a través de la condición corporal que ofrece su naturaleza; cuida que su dignidad personal no sea lesionada en su condición sexual, exponente de su singularidad corporal; defiende todo lo que se refiere también a la condición material de la persona en cuanto que necesita cosas del mundo para poder vivir y protege la dimensión más personal del hombre en su condición mundana, cual es la de relacionarse con sus iguales: veracidad, honor, fama, sinceridad, la fidelidad, etc., donde no pueden caber las discriminaciones.
Otro aspecto esencial que emboca en estos errores es el desenfoque del hombre como unidad sustancial; la dicotomía cartesiana en res extensa y res cogitans impide adentrarse en la realidad de la naturaleza humana tal y como Dios la ha creado. La familia originada en el matrimonio se fundamenta en un compromiso de amor. Se hace preciso subrayar antes el compromiso que dará origen al vínculo matrimonial que al amor aunque éste sea el “detonante” que hay que cultivar con esfuerzo toda la vida para que se convierta en “pólvora mojada”. Entre el amor y lo divino existe una cierta relación en la que se trasciende lo efímero; se promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Es un privilegio humano el de amar tan grande que supera al mismo hombre evitando, si quiere, el dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el amor humano, ni envenenarlo sino “sanearlo para que alcance su verdadera grandeza”.
Será imposible captar la grandeza del amor si no se entiende la constitución del ser humano como un compuesto de unidad sustancial de cuerpo y alma. “El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima”, pero “si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza”.
Pedro Beteta López, en ideasclaras.org.
almudi.org
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