lunes, 6 de abril de 2015

Dios en los Alpes


   Se trata del misterio del mal, casi siempre insondable, que a tantos ha llevado a dar la espalda a Dios, pero que a muchos otros nos lleva a abrazar a los demás como hermanos
   La declaración del fiscal de Marsella de que el terrible accidente de aviación en los Alpes había sido causado intencionalmente por el copiloto ha conmovido a todo el mundo. Nos afecta muy profundamente que alguien como nosotros haya decidido terminar con su vida llevándose consigo las vidas de otras 149 personas cuya seguridad le había sido confiada. No solo nos conmueve sino que nos horroriza, porque cuando nos llegó la noticia del accidente no podíamos imaginar que un daño tan grande pudiera ser causado por un ser humano.

Una conducta de ese tipo quiebra nuestra confianza habitual en los demás: sin confianza no podríamos vivir. Estamos acostumbrados a los controles de seguridad en los aeropuertos −tanto de las personas como de sus equipajes− para intentar protegernos de algún terrorista oculto en el pasaje, pero hasta ahora habíamos confiado tranquilamente en los pilotos y las azafatas. ¿Hay que controlar a nuestros cuidadores? Personalmente pienso siempre que, una vez tomadas las medidas de prudencia elementales, más vale confiar en el género humano que andar desconfiando de todos. Cuando voy al peluquero y me pasa la navaja por el cogote, me fío de él: no le vigilo con el rabillo del ojo a través del espejo para que no me seccione la yugular. Sin duda, podría hacerlo, pero si lo hiciera por lo menos ya no me podría volver a cortar el pelo dos meses después. No es razonable que lo haga.
Me saltaron las lágrimas al leer en el periódico lo que hizo el capitán de Germanwings,Frank Woiton, en un vuelo de Hamburgo a Colonia, y que al día siguiente repitió cuando cubría la ruta Düsseldorf-Barcelona-Düsseldorf. En todos esos vuelos, después de dar la mano a cada uno de los pasajeros y miembros de la tripulación, se situó en el centro del pasillo y pronunció unas palabras emotivas y personales. “Quería que los pasajeros vieran que delante, en la cabina, también hay una persona”, explicó. Terminó su discurso prometiéndoles: “Les llevaré sanos y salvos de Düsseldorf a Barcelona. Pueden confiar en ello, porque también yo quiero sentarme esta noche con mi familia a la mesa”.
Eventos tan terribles como este hacen que nos sintamos más vulnerables y, por tanto, más necesitados de los demás, más dependientes unos de otros, más hermanos. Es un trágico peaje, pero debemos aprender la lección: no estamos solos, dependemos unos de otros. Podemos ayudarnos unos a otros, incluso es posible a veces mitigar su dolor en medio de tanta amargura. Esto es lo que hace que la vida sea tan maravillosa, pero también a la vez tan dolorosa cuando perdemos a aquellos a quienes queremos.
De regreso a la Universidad vinieron a verme en una misma tarde dos estudiantes que me contaron lo mucho que les había afectado personalmente el trágico accidente. Me decía uno que le había hecho consciente de la radical soledad del ser humano y el otro se dolía de la vaciedad de la vida. En última instancia, la pregunta ante acontecimientos tan terribles es siempre la de dónde estaba Dios cuando el copiloto cerraba con el seguro la puerta de la cabina y enfilaba el avión hacia el suelo de los Alpes franceses a setecientos kilómetros por hora. No es fácil encontrar una respuesta consoladora. Me vino a la memoria la respuesta de Tomáš Halík en Paciencia con Dios. Cerca de los lejanos ante una pregunta semejante: “No lo sé, pero ahora me gustaría que lo sintieras en mis manos que agarran las tuyas”. Es lo que hice, traté de consolarles asiendo sus manos con fuerza y cariño, haciéndoles sentir mi apoyo y afecto.
En definitiva, lo que más nos perturba es que Dios permita tanto dolor. Se trata del misterio del mal, casi siempre insondable, que a tantos ha llevado a dar la espalda a Dios, pero que a muchos otros nos lleva a abrazar a los demás como hermanos. Precisamente solo un Dios-Hombre que murió injustamente ejecutado en una cruz hace dos mil años −como conmemoramos en estos días− puede conferir sentido a tanto mal. Porque después resucitó. Por eso llevo siempre en mi bolsillo un crucifijo y por eso pienso que Dios también estaba en los Alpes el pasado 24 de marzo.

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