Saber escuchar y estar abierto a las opiniones de los otros, son condiciones indispensables para vivir la caridad; sólo así el diálogo mutuo será ocasión ordinaria de acercarse a la Verdad
“El horno prueba los vasos del alfarero, y la prueba del hombre está en su conversación. El fruto muestra cómo se cultivó un árbol; así, la palabra, los pensamientos del corazón humano”[1]. Una nota esencial de la madurez personal es la capacidad de diálogo, una actitud de apertura hacia los demás que se manifiesta en la cordialidad del trato y en un sincero deseo de aprender de cada persona.
“Conocer a otras personas, otras culturas, nos hace siempre mucho bien, nos hace crecer (…). El diálogo es muy importante para la propia madurez, porque en la confrontación con otra persona, en la confrontación con las demás culturas, incluso en la confrontación con las demás religiones, uno crece: crece, madura. Cierto, existe un peligro: si en el diálogo uno se cierra y se enfada, puede pelear; es el peligro de pelear, y esto no está bien porque nosotros dialogamos para encontrarnos, no para pelear. Y, ¿cuál es la actitud más profunda que debemos tener para dialogar y no pelear? La mansedumbre, la capacidad de encontrar a las personas, de encontrar las culturas, con paz; la capacidad de hacer preguntas inteligentes: ‘¿Por qué tú piensas así? ¿Por qué esta cultura hace así?’ Escuchar a los demás y luego hablar. Primero escuchar, luego hablar”[2].
Saber escuchar
La Sagrada Escritura cubre de elogios a quienes saben escuchar, y desdeña en cambio la actitud de quienes no prestan atención a los demás. “Oído que escucha reprensión saludable, habita en medio de sabios”[3], dice el libro de los Proverbios; y el apóstol Santiago aconseja “que cada uno sea diligente para escuchar, lento para hablar y lento para la ira”[4]. En ocasiones, los hagiógrafos recurren incluso a una fina ironía: “hablar a quien no escucha, como despertar a alguien de un sueño profundo”[5].
Un problema frecuente para escuchar es que, mientras otro habla, recordamos algo que tiene que ver con lo que nos cuenta, y estamos pendientes de decir “la nuestra” en cuanto haya una pausa. Se producen entonces conversaciones quizá animadas, en las que unos a otros se quitan la palabra, pero en las que se escucha poco.
Otras veces, el problema es que la conversación no surge de modo espontáneo, y hay que poner empeño en buscarla, con inteligencia. En esos casos, hay que evitar la presunción, es decir, la tendencia a mostrar a cada momento nuestra agudeza o nuestros conocimientos; por el contrario, conviene mostrarse abiertos y receptivos, deseosos de aprender de los demás, de modo que ampliemos cada día nuestro abanico de intereses. De este modo escucharemos con atención cosas que quizá inicialmente no nos interesan demasiado, sin que eso implique hipocresía por nuestra parte: se trata muchas veces de un esfuerzo sincero por sobreponerse al propio criterio, y por agradar y aprender.
Saber conversar requiere conjugar la audacia con la prudencia, el interés con la discreción, el riesgo con la oportunidad. Es preciso no caer en la ligereza, estar dispuesto a rectificar unas palabras precipitadas o inoportunas que quizá se nos han escapado, o una afirmación un poco rotunda que tendríamos que haber ponderado mejor. En todo caso, las buenas conversaciones dejan siempre poso: vienen después de nuevo a la memoria las ideas, los argumentos expuestos por unos y otros, surgen nuevas intuiciones, y nace la ilusión de continuar ese intercambio.
Apertura a los demás
Es llamativo comprobar cómo el espíritu de algunas personas envejece prematuramente, y en cambio otras permanecen jóvenes y animosas hasta el final de sus días. Hay que pensar que todos tenemos dentro muchos recursos aún sin usar: talentos que no hemos aprovechado, fuerzas que nunca hemos puesto a prueba. Y, por muy ocupados o cansados que estemos, no podemos dejar de avanzar, de aprender y de ser receptivos a las ideas de los demás.
Conviene que salgamos de nosotros mismos; que nos abramos a Dios y, por Él, a los demás. Superaremos entonces ese egocentrismo que a veces nos lleva a acomodar la realidad a la estrechez de nuestros intereses o a nuestra particular visión de las cosas, y estaremos más en guardia ante ciertas deficiencias que crean distancias con las personas y que, por tanto, entrañan inmadurez: expresarnos con una rotundidad que muchas veces no se corresponde con nuestro conocimiento de las cosas; manifestar nuestras opiniones con un tono de censura hacia los demás; servirnos de soluciones prefabricadas o de consejos repetitivos y manidos; irritarnos cuando alguien no piensa como nosotros, aunque luego nos digamos a favor de la diversidad y de tolerancia; llenarnos de celos cuando alguien sobresale a nuestro alrededor; exigir a otros un nivel de perfección que les sobrepasa, y que tal vez nosotros mismos no alcanzamos; pedir sinceridad y franqueza, cuando en cambio quizás nos resistimos a las correcciones.
Madurez y sentido crítico
Cuando miramos a los demás con afecto, muchas veces advertiremos que podemos ayudarles con un consejo de amigo; les diremos con confianza lo que otros quizá también han visto pero no han tenido la lealtad de comentarles. Solo ese fundamento, la caridad, hace que la corrección o la crítica sea verdaderamente útil y constructiva: “cuando hayas de corregir, hazlo con caridad, en el momento oportuno, sin humillar..., y con ánimo de aprender y de mejorar tú mismo en lo que corrijas”[6].
La clave de nuestra capacidad de hacer cambiar a los demás está en cierta manera ligada a nuestra capacidad de cambiarnos a nosotros mismos. Cuando se sabe lo que cuesta mejorar, lo difícil que resulta y, al tiempo, lo importante y liberador que es, entonces es más fácil observar a los demás con cierta objetividad y ayudarles realmente. El que sabe decirse las cosas claras a sí mismo, sabe cómo y cuándo decírselas a los demás, y es capaz también de escucharlas con buena disposición.
Saber recibir y aceptar la crítica es prueba de grandeza espiritual y de profunda sabiduría: “Quien ama la instrucción, ama el saber, y quien odia la corrección es un estúpido”[7]. Sin embargo, aceptar lo que nos dicen los demás no supone vivir siempre pendientes de la crítica en nuestra vida profesional o social, bailando al son de lo que se diga o se deje de decir sobre lo que hacemos o somos, porque esa preocupación acabaría siendo patológica. A veces, el que hace bien las cosas puede ser bastante criticado: lo censuran quizá los que no hacen nada, porque ven su vida y su trabajo como una acusación[8]; o los que obran de modo contrario, porque lo consideran un enemigo; o a veces también los que hacen las mismas o parecidas cosas, porque se ponen celosos. No faltan casos así, en los que hay que hacerse “perdonar” por los que apenas hacen nada y por los que no conciben que se pueda hacer nada bueno sin contar con ellos. En esos casos, como aconsejaba san Josemaría, “hemos de saber callar, rezar, trabajar, sonreír... y esperar. No deis importancia a esas insensateces: quered de veras a todas esas almas. Caritas mea cum omnibus vobis in Christo Iesu!”[9]
La responsabilidad de dar ejemplo
La madurez aúna la apertura a los demás con la fidelidad al propio camino y a los propios principios, incluso cuando apenas se encuentra eco o aceptación en el propio entorno. Es cierto que la indiferencia que percibimos a nuestro alrededor puede indicarnos que también nosotros tenemos quizá algo que cambiar, o al menos que explicar o presentar mejor. Pero hay algunas cosas que no deben cambiar nunca en nosotros, pase lo que pase, nos escuchen o no, nos alaben o nos insulten, lo agradezcan o lo rechacen, lo aprueben o lo reprueben: “ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido”[10].
No es infrecuente que una persona se sienta sola y sin apoyo en algunos de sus mejores empeños. La tentación de desistir puede ser muy fuerte. Le podrá parecer entonces que su ejemplo o su testimonio no sirven para mucho, pero no es así: una cerilla quizá no ilumina toda la habitación, pero todos en la habitación pueden verla. Tal vez hay muchas personas que se sienten incapaces de imitar ese ejemplo, pero saben que quieren seguirlo en la medida en que puedan, y ese testimonio tira de ellos para arriba.
Todos recordamos cómo nos ha ayudado a mejorar el buen ejemplo de tantas personas Y, sin embargo, es probable que muchos de ellos sepan muy poco acerca de su efecto real sobre nosotros. Es grande la responsabilidad que tenemos de influir positivamente en los demás. “No puedes destrozar, con tu desidia o con tu mal ejemplo, las almas de tus hermanos los hombres”[11]. Debemos hablar, aconsejar, exhortar, animar, pero sobre todo procurar que nuestras palabras estén avaladas por nuestras obras, por el testimonio de nuestra propia vida. Es imposible lograrlo siempre, e incluso la mayoría de las veces, pero hemos de querer ser una ayuda para todos, y saber pedir perdón de corazón si hemos dado mal ejemplo.
Una lucha de toda la vida
La apertura a los demás va muy unida a nuestro avance en una tarea que nos ocupará toda la vida: reconocer el rostro de la soberbia y luchar por ser más humilde. La soberbia se cuela por los resquicios más sorprendentes de nuestra relación con los demás. Si se nos mostrara de frente, su aspecto nos resultaría repulsivo, y por eso una de sus estrategias más habituales es ocultar su rostro, disfrazarse. La soberbia suele esconderse dentro de otra actitud aparentemente positiva, a la que contamina sutilmente. Después, cuando se hace fuerte, crecen sus manifestaciones más simples y primarias, propias de la personalidad inmadura: la susceptibilidad enfermiza, el continuo hablar de uno mismo, la vanidad y afectación en los gestos y el modo de hablar, las actitudes prepotentes o engreídas, junto al decaimiento profundo al percibir la propia debilidad.
La soberbia unas veces se disfraza de sabiduría, de lo que podríamos llamar una soberbia intelectual que toma apariencia de rigor. Otras, se oculta detrás de un apasionado afán de hacer justicia o de defender la verdad, cuando en el fondo late sobre todo un sentimiento de revancha, o una ortodoxia altiva que avasalla: un afán de precisarlo todo, de juzgarlo todo. Se trata de actitudes que, en lugar de servir a la verdad, se sirven de ella −de una sombra de ella− para alimentar el deseo de quedar por encima de los demás.
Igual que no existe la salud total y perfecta, tampoco podemos acabar por completo con las argucias de la soberbia. Pero podemos detectarla mejor, y no dejar que nos gane terreno. Habrá ocasiones en que nos engañará, porque tiende a atrincherarnos: nos hace reticentes a que los demás nos hagan ver nuestros defectos. Pero si nosotros no vemos su rostro, oculto de diversas maneras, quizá los demás sí lo habrán podido ver. Si somos capaces de escuchar la advertencia fraterna, la crítica constructiva, nos será mucho más fácil desenmascararla. Hace falta ser humilde para aceptar la ayuda de los demás. Y hace falta también ser humilde para ayudar a los demás sin humillar.
La madurez se cifra, en fin, en “el sano prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás”[12]. La personalidad que Dios quiere para nosotros −y a la todos aspiramos, aunque a veces busquemos en otra parte− es la de quien ha llegado a tener “un corazón que ama, un corazón que sufre, un corazón que se alegra con los demás”[13].
Alfonso Aguiló, en opusdei.es.
[1] Si 27, 6-7.
[2] Francisco, Discurso, 21-VIII-2013.
[3] Pr 15, 31.
[4] St 1, 19
[5] Si 22, 8.
[6] Forja, n. 455.
[7] Pr 12, 1.
[8] Cfr. Sb 2, 10-20.
[9] San Josemaría, Carta a sus hijos de Holanda, 20-III-1964. Cfr. Vázquez de Prada, A. El Fundador del Opus Dei (III), Madrid: Rialp, 2003, p. 530.
[10] Camino, n. 80.
[11] Forja, n. 955.
[12] Forja, n. 861.
[13] Francisco, Discurso, 17-VI-2013.
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