La amistad social no consiste en la uniformidad que asfalta sensibilidades y conciencias, sino en la capacidad de buscar juntos, desde posturas diversísimas, lo conveniente para todos, el tradicional bien común
El obtuso se cree muy listo porque es capaz de ver enseguida los defectos ajenos. Desconoce que son inteligentes de verdad aquellos que saben descubrir y admirar las virtudes de los demás. Por eso el romo tiende a la confrontación y el inteligente, a la concordia. 
Quizá también porque las personas lúcidas padecen menos complejos de inferioridad disfrutan de una mayor apertura de mente y corazón, no se cierran, asumen el riesgo que supone abrazar la esperanza: quedar defraudados.Francisco se lo recordaba a los jóvenes cubanos en su visita a la Isla. 
Les hablaba de soñar, de no encerrarse en conventillos ideológicos o religiosos, de confiar en que, de verdad, pueden cambiar el mundo. Y resumía todo eso en una especie de encomienda, casi un mandato específico para ellos: crear amistad social.
Anduve husmeando en el concepto «amistad social». No mucho, lo que pude, y sin conseguir llegar hasta el origen filosófico, sociológico o histórico de la expresión. Pero comprobé que el cardenal Bergoglio la utilizaba ya mucho antes de convertirse en Francisco. 

Leí cómo imploraba la amistad social para Argentina, delante del presidenteKirchner, y sentí un eco de aquella petición tan sentida que, casi cuarenta años antes, san Josemaría había lanzado a los argentinos: «Que os queráis, que sepáis ir del brazo de quien no piensa como vosotros». Porque en eso consiste la amistad social: no en la uniformidad que asfalta sensibilidades y conciencias, sino en la capacidad de buscar juntos, desde posturas diversísimas, lo conveniente para todos, el tradicional bien común.
La postura contraria conduce a la sospecha permanente y a la división. Cualquiera ha podido palparla muy a menudo aquí mismo. Se manifiesta, sobre todo, en la prevalencia de la ideología sobre la persona: en la incapacidad de querer a los que no sienten como yo y en el afán de silenciarlos. Quizá a menudo hemos considerado amigos a personas que no lo eran: compartíamos ciertas visiones de la vida y del mundo, pero no otras. Pensábamos que esas otras importaban, pero que podríamos hablar de ellas, mientras descansábamos en lo común. Acaso tratábamos incluso esos asuntos pacífica y argumentadamente, pero siempre aparecía un tope, un «no, porque no».
Así que iban quedando ahí, como empozados, en medio de una amistad falsa, porque al final −lo he vivido en persona unas cuantas veces y supongo que seguirá ocurriéndome− se percibe que, si lo consideraban necesario, si se presentara la disyuntiva, sacrificarían la amistad por esas ideas. Justo lo contrario de lo que enseñaba san Josemaría, que jamás renunciaba a manifestar lo que creía, por mucho que contradijera la visión de su interlocutor, pero aclaraba siempre: «Yo daría mi vida cien veces por defender la libertad de tu conciencia». Esos otros amigos, en mi caso muy queridos, circulaban más bien por los antípodas: darían cien veces mi vida, quizá con mucho pesar, por defender su doctrina. Quizá no solo entregarían mi vida, sino la de quienes y cuantos hicieran falta.
Otra manifestación del mismo fenómeno es la prevención, el miedo a que me guste alguien que no piensa como los míos. Una aprensión engendrada en el prejuicio y que impide descubrir a los demás, enriquecerse y enriquecerlos en ese encuentro. El otro ya está tachado antes de manifestarse, etiquetado y clasificado, sin oportunidad alguna de hacerse querer, sin permitirle que nos quiera. Deseando, incluso, que no nos comprenda.
La amistad social funciona como un antídoto contra el miedo y las dictaduras del silencio y la sospecha, sitúa la lógica crítica de las posturas contrarias en zonas razonables que huyen del agravio personal, del insulto o de cualquier forma de violencia. Porque la amistad siempre construye y acerca, jamás pretende aniquilar al oponente. Al contrario, opera con la única prevención de no herir, de no hacer daño a quien se quiere. Por eso Francisco se la encarga a los jóvenes, que tienen aún el corazón fresco y pueden entenderla y promoverla mejor que nadie.
Paco Sánchez es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.
Fuente: Nuestro Tiempo.