Hace casi veinticinco siglos, Aristóteles recomendaba una serie de directrices para la educación moral de los niños, pues de otro modo acabarían convirtiéndose en seres rebeldes e incivilizados. Comparaba esa educación ética con el entrenamiento físico, y explicaba que igual que nos volvemos fuertes y diestros al hacer cosas que requieren fuerza y destreza, también nos volvemos buenos al practicar acciones buenas. Habituarse a un buen comportamiento nos hace ser buenos, y entonces estamos entonces en mejores condiciones de entender las ventajas y las razones de la bondad moral. Ese buen obrar moral sirve de entrenamiento para lograr el control sobre las inercias y malas inclinaciones de nuestra naturaleza y nos hace así seres humanos libres y capaces.
Como ha señalado Christina Hoff Sommers, estos principios morales fueron incuestionables durante siglos a través de la mayor parte de la historia de Occidente, hasta la entrada en escena del filósofo y pedagogo ilustrado Jean-Jacques Rousseau: “Cuando me imagino −escribía el pensador francés− a un niño de diez o doce años, sano, fuerte y bien desarrollado, sólo nacen en mí pensamientos agradables. Lo veo brillante, vehemente, vigoroso, despreocupado, absorto en el presente, regocijándose en su vitalidad. El único hábito que se le debería permitir adquirir es el no contraer ninguno, prepararlo para el reinado de la libertad y ejercicio de sus posibilidades…”.
Rousseau consideraba la naturaleza del niño originariamente buena y libre de pecado. La educación debía proporcionar terreno donde florecer su innata buena naturaleza. La moral no debía venir de códigos externos ni ser ordenada socialmente, pues eso sería un asalto a su derecho a desarrollarse libremente. Bastaba con motivarle a poner en acción sus sentimientos generosos, para así sacar a flote su auténtica y benevolente naturaleza: “Un niño no puede jamás ser acusado de maldad, porque la mala acción depende de la mala intención y eso él no lo tendrá nunca”.
Es cierto que las ideas de Rousseau contribuyeron a humanizar la educación en una época de excesiva rigidez y dureza, pero él mismo se quedaría asombrado de la permisividad que impera en nuestros días, debida en gran parte al enorme peso que sus ideas han tenido en la pedagogía actual.
¿Quién tenía razón, Aristóteles o Rousseau? La experiencia histórica y el sentido común se inclinan a favor Aristóteles, pero es Rousseau quien domina poderosamente el pensamiento de los teóricos cuya influencia satura las modernas escuelas de educación. El progresismo educativo que heredó su pensamiento ha rehuido con frecuencia la importancia de cuestiones sencillas y fundamentales como el esfuerzo, la práctica repetida de actos buenos o la formación del carácter. El estilo ordenado y tradicional, con su exigencia continuada y su insistencia en las calificaciones, ha sido denigrado como vieja y agobiante moralidad. Celebrando la creatividad e innata bondad de los niños, se ha descuidado la responsabilidad ancestral de someterlos a disciplina, de entrenarlos en la práctica del bien y de acostumbrarlos a manejarse con responsabilidad.
Han sido muchos años de desregulación moral amparada en una lucha contra una tradición supuestamente exagerada y sermoneante. El eclipse de Aristóteles ha traído muchos problemas a nuestra época, entre los que destacan unos niveles de violencia y de fracaso escolar que nadie había imaginado. Todo parece indicar que hemos tomado demasiado en serio a quienes pensaban ahorrarnos a todos, y en especial a las nuevas generaciones, el esfuerzo diario por ser buenas personas. Recuperar ahora ese terreno perdido no es cuestión simplemente de leyes, ni de porcentajes de gasto público en educación. No es cuestión de puñetazos en la mesa, ni de añorar tiempos pasados, sino de volver a tomar en serio cosas que habíamos desdeñado un poco. Tampoco en esto se nos va a ahorrar el esfuerzo diario para rectificar poco a poco el rumbo equivocado.
Alfonso Aguiló, en interrogantes.net.
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