Con motivo del Día Internacional de la Solidaridad, el autor reflexiona sobre la fortuna de quienes pueden contar con una asistencia sanitaria de calidad y además pueden ayudar a los demás.
Hace unas semanas volví de la República Democrática del Congo tras colaborar en un proyecto solidario en el Hospital Monkole[1]. Un grupo de ginecólogos de la Clínica y estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra tuvimos la oportunidad de participar en un programa de cribado de cáncer de cuello de útero en el barrio de Mont-Ngafula en la periferia de Kinshasa. Yo sabía que se trataba de la enfermedad oncológica más prevalente entre las mujeres congoleñas, quienes carecen de acceso a un tratamiento eficaz, convirtiendo el diagnóstico, ineludiblemente en una sentencia de muerte. Nuestra tarea consistió en implementar un sistema accesible y sostenible de cribado que permita en un futuro próximo mejorar la mortalidad por este tumor.
El proyecto era ambicioso y dio sus frutos, pero lo más relevante de nuestro viaje fue reconocer que el verdadero impacto lo recibimos nosotros mismos. Sembramos una semilla que soñamos que crezca y que se convierta en un árbol frondoso. Pero mientras esto ocurre, todos los que viajamos a Congo sufrimos en mayor o menor medida un proceso de transformación interior que se podría resumir en una palabra: agradecimiento.
Hace poco celebrábamos el Día Internacional de la Solidaridad y me gustaría señalar que este es el verdadero anzuelo de la medicina solidaria. Agradecimiento, que es el resultado de poder dar gratuitamente lo que se ha recibido también gratis. De sentirnos profundamente útiles. Pero sobre todo es consecuencia de reconocer que somos muy afortunados por todo lo que tenemos o sencillamente por el privilegio de dejar huella tras realizar una pequeña acción que en nuestro país sería banal, rutinaria e inadvertida.
Es obvio que el efecto de nuestros conocimientos y recursos se multiplica en estos países. Como decía el escritor uruguayo Eduardo Galeano: “Mucha gente pequeña en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas pueden cambiar el mundo”.
Este sentimiento de servir y ser útil es a su vez profundamente gratificante y liberador. Se dice que las personas que manifiestan de este modo su agradecimiento, viven en niveles elevados de emociones positivas, satisfacción con la vida, vitalidad y optimismo. Ejercitar el sentimiento de gratitud, disuelve el miedo, la angustia y los sentimientos de rabia. Ayuda a controlar los estados mentales tóxicos e innecesarios. Esta es la verdadera droga de la medicina solidaria.
Es algo sabido que la calidad de la asistencia sanitaria en nuestro país es una de las realidades más atractivas de las que podemos disfrutar los españoles. Al mismo tiempo nuestra sociedad tiene una tremenda vocación solidaria que se manifiesta en ser uno de los países líderes en donaciones y trasplantes. Cada año profesionales sanitarios se suman a múltiples proyectos solidarios que de modo individual o dentro de organizaciones específicas intentan compartir sus conocimientos y recursos en las regiones del planeta más desfavorecidas.
En mi ámbito, y en el de otros muchos profesionales de la salud, la medicina solidaria surge como un deseo de compartir lo que tenemos; se trata de poner en práctica nuestros conocimientos en lugares insólitos y circunstancias diferentes los que no estamos acostumbrados en nuestro día a día. Una carretera, a fin de cuentas, de doble dirección: no solo haces de este mundo un lugar un poco mejor, sino que al final te conviertes en mejor médico y, quizá, en mejor persona.
Yo ya estoy organizando mi próximo viaje a Kinshasa. ¿Me acompaña?
Luis Chiva de Agustín, Director del Departamento de Ginecología y Obstetricia de la Clínica Universidad de Navarra y profesor de la Facultad de Medicina.
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