Con la luz recibida de Dios, San Josemaría comprendió profundamente el sentido del trabajo en la vida del cristiano llamado por Dios a identificarse con Cristo en medio del mundo. Los años de Jesús en Nazaret se le presentaban llenos de significado al considerar que, en sus manos, el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación[1].
Foto: José María Moreno
Por eso nos interesa contemplar con mucha atención el quehacer del Señor en Nazaret. No basta una mirada superficial. Es preciso considerar la unión de su tarea diaria con la entrega de su vida en la Cruz y con su Resurrección y Ascensión al Cielo, porque sólo así podremos descubrir que su trabajo —y el nuestro, en la medida que estemos unidos a Él— es redentor y santificador.
EN NAZARET Y EN EL CALVARIO
El hombre ha sido creado para amar a Dios, y el amor se manifiesta en el cumplimiento de su Voluntad, con obediencia de hijos. Pero ya desde el inicio ha desobedecido, y por la desobediencia ha entrado en el mundo el dolor y la muerte. El Hijo de Dios ha asumido nuestra naturaleza para reparar por el pecado, obedeciendo perfectamente con su voluntad humana a la Voluntad divina. Pues como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos[2].
El Sacrificio del Calvario es la culminación de la obediencia de Cristo al Padre: se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz[3]. Al aceptar libremente el dolor y la muerte, que son lo más contrario al deseo natural de la voluntad humana, ha manifestado de modo supremo que no ha venido para hacer su voluntad sino la Voluntad del que le ha enviado[4]. Pero la entrega del Señor en su Pasión y muerte de Cruz, no es un acto aislado de obediencia por Amor. Es la expresión suprema de una obediencia plena y absoluta que ha estado presente a lo largo de toda su vida, con manifestaciones diversas en cada momento: ¡He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu Voluntad![5]
A los doce años, cuando María y José le encuentran entre los doctores en el Templo después de tres días de búsqueda, Jesús les responde: ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?[6]. El Evangelio no vuelve a decir nada más de su vida oculta, salvo que obedecía a José y a María —les estaba sujeto[7]—, y que trabajaba: era el carpintero[8].
Sin embargo, las palabras de Jesús en el Templo iluminan los años en Nazaret. Indican que, cuando obedecía a sus padres y cuando trabajaba, estaba en las cosas de su Padre, cumplía la Voluntad divina. Y así como al quedarse en el Templo no rehusó sufrir durante tres días —tres, como en el triduo pascual—, porque conocía el sufrimiento de sus padres, que le buscaban afligidos; tampoco rehusó las dificultades que conlleva el cumplimiento del deber en el trabajo y en toda la vida ordinaria.
Baytree Centre (UK)
Era el faber, filius Mariae (Mc 6, 3), el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas (Jn 12, 32)[9]. El valor redentor de la vida de Jesús en Nazaret no se puede entender si se separa de la Cruz, si no se comprende que en su trabajo diario cumple perfectamente la Voluntad del Padre, por Amor, con la disposición de consumar su obediencia en el Calvario[10].
Por eso mismo, cuando llega el momento supremo del Sacrificio del Calvario, el Señor ofrece toda su vida, también el trabajo de Nazaret. La Cruz es la última piedra de su obediencia, como la clave de un arco en una catedral: aquella piedra que no sólo se sostiene en las otras sino que con su peso mantiene la cohesión de las demás. Así también el cumplimiento de la Voluntad divina en la vida ordinaria de Jesús posee toda la fuerza de la obediencia de la Cruz; y, a la vez, culmina en ésta, la sostiene, y por medio de ella se eleva al Padre en Sacrificio redentor por todos los hombres.
CUMPLIMIENTO DEL DEBER
Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame[11]. Seguir a Cristo en el trabajo diario es cumplir ahí la Voluntad divina con la misma obediencia de Cristo: usque ad mortem, hasta la muerte[12]. Esto no significa sólo que el cristiano debe estar dispuesto a morir antes que pecar. Es mucho más. En cada momento ha de procurar morir a la propia voluntad, entregando lo que hay de propio en su querer, para hacer propia la Voluntad de Dios.
Jesús tiene como suyo propio en la voluntad humana, las inclinaciones buenas y rectas de nuestra naturaleza, y eso lo ofrece al Padre en el Huerto de los Olivos, cuando reza: no se haga mi voluntad, sino la tuya[13]. En nosotros, la voluntad propia es también el egoísmo, el amor desordenado a uno mismo. El Señor no lo llevaba dentro de sí, pero lo cargó sobre sí en la Cruz para redimirnos. Ahora, con su gracia, podemos ofrecer a Dios la lucha por amor contra el egoísmo. Para identificarse con la Voluntad divina, cada uno tiene que llegar a decir, como San Pablo: estoy crucificado con Cristo[14].
Hay que darse del todo, hay que negarse del todo: es preciso que el sacrificio sea holocausto[15]. No se trata de prescindir de ideales y proyectos nobles, sino de ordenarlos siempre al cumplimiento de la Voluntad de Dios. Él quiere que hagamos rendir los talentos que nos ha concedido. La obediencia y el sacrificio de la propia voluntad en el trabajo consiste en emplearlos para su gloria y en servicio a los demás, no por vanagloria e interés propio.
¿Y cómo quiere Dios que usemos los talentos?, ¿qué hemos de hacer para cumplir su Voluntad en nuestro trabajo? Esta pregunta se puede responder brevemente, si se entiende bien todo lo que está implicado en la respuesta: Dios quiere que cumplamos nuestro deber. ¿Quieres de verdad ser santo? —Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces[16].
En los deberes de la vida ordinaria se manifiesta la Voluntad de Dios. Por su naturaleza, el cumplimiento del deber exige someter la propia voluntad a lo que hay que hacer, y esto es constitutivo de la obediencia de un hijo de Dios. Es no tomar como norma suprema de conducta el propio gusto, o las inclinaciones, o lo que apetece, sino lo que Dios quiere: que cumplamos esos deberes nuestros.
Monkole (R.D.Congo)
El cumplimiento de estos deberes es Voluntad de Dios, porque Él ha creado al hombre para que con su trabajo perfeccione la creación[18], y esto comporta, en el caso de los fieles corrientes, realizar las actividades temporales con perfección, de acuerdo con sus leyes propias, y para el bien de las personas, de la familia y de la sociedad: bien que se descubre con la razón y, de modo más seguro y pleno, con la razón iluminada por la fe viva, la fe que obra por la caridad[19]. Conducirse así, realizando la Voluntad de Dios, es tener buena voluntad. En ocasiones puede pedir heroísmo, y ciertamente lo requiere hacerlo con constancia, en las cosas pequeñas de cada día. Un heroísmo que Dios sella con la paz y la alegría del corazón: paz en la tierra a los hombres de buena voluntad[20]; los mandamientos del Señor alegran el corazón[21].
El ideal cristiano de cumplimiento del deber no es la persona cumplidoraque desempeña estrictamente sus obligaciones de justicia. Un hijo de Dios tiene un concepto mucho más amplio y profundo del deber. Considera que el mismo amor es el primer deber, el primer mandamiento de la Voluntad divina. Por eso trata de cumplir por amor y con amor los deberes profesionales de justicia; más aún, se excede en esos deberes, sin considerar, no obstante, que está exagerando en el deber, porqueJesucristo ha entregado su vida por nosotros. Por ser este amor —la caridad de los hijos de Dios— la esencia de la santidad, se comprende que San Josemaría enseñe que ser santos se resume en cumplir el deber de cada momento.
EL VALOR DEL ESFUERZO Y DE LA FATIGA
El trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Escritura Santa[22]. Dios creó al hombre para que labrase y cuidase la tierra[23], y sólo después del pecado le dijo: con el sudor de tu frente comerás el pan[24]. La pena del pecado es la fatiga que acompaña al trabajo, no el trabajo en sí mismo, y la Sabiduría divina la ha convertido en instrumento de redención. Asumirla es para nosotros parte integrante de la obediencia a la Voluntad de Dios. Obediencia redentora, en el cumplimiento diario del deber. Con mentalidad plenamente laical, ejercitáis ese espíritu sacerdotal, al ofrecer a Dios el trabajo, el descanso, la alegría y las contrariedades de la jornada, el holocausto de vuestros cuerpos rendidos por el esfuerzo del servicio constante. Todo eso es hostia viva, santa, grata a Dios: ése es vuestro culto racional (Rm 12, 1)[25].
Un cristiano no rehuye el sacrificio en el trabajo, no se irrita ante el esfuerzo, no deja de cumplir su deber por desgana o para no cansarse. En las dificultades ve la Cruz de Cristo que da sentido redentor a su tarea, la Cruz que está pidiendo unas espaldas que carguen con ella[26]. Por eso el Fundador del Opus Dei da un consejo de comprobada eficacia: Antes de empezar a trabajar, pon sobre tu mesa o junto a los útiles de tu labor, un crucifijo. De cuando en cuando, échale una mirada... Cuando llegue la fatiga, los ojos se te irán hacia Jesús, y hallarás nueva fuerza para proseguir en tu empeño[27].
CIMA (Universidad de Navarra, España)
San Josemaría enseña esta lección de santidad con palabras que traslucen su propia experiencia. No olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que El permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios. Es la hora de amar la mortificación pasiva (...). Y en esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder, necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos. Acudiremos como las palomas que, al decir de la Escritura (cfr. Ct 2, 14), se cobijan en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad. Nos ocultamos en ese refugio, para hallar la intimidad de Cristo: y veremos que su modo de conversar es apacible y su rostro hermoso (cfr. Ct 2, 14)[31].
LA LUZ DE LA RESURRECCIÓN
Después de escribir en la Epístola a los Filipenses que Jesucristo se hizoobediente hasta la muerte, y muerte de cruz[32], San Pablo prosigue: Y por eso Dios lo exaltó[33]. La exaltación del Señor, su Resurrección y Ascensión al Cielo donde está sentado a la diestra de Dios[34], son inseparables de su obediencia en la Cruz, y arrojan, junto con ésta, una intensa luz sobre el trabajo de Jesús en Nazaret y sobre nuestro quehacer diario.
Vida humana y divina es la de Jesús en Nazaret, y no sólo humana: vida del Hijo de Dios hecho hombre. Aunque sólo después de la Resurrección será vida inmortal y gloriosa, ya en la Transfiguración manifestará por un momento una gloria oculta durante años en el taller de José. Aquél a quien vemos trabajar como carpintero, cumpliendo su deber con sudor y con fatiga, es el Hijo de Dios hecho hombre, lleno de gracia y de verdad[35], que vive en su Humanidad Santísima una vida nueva, sobrenatural: la vida según el Espíritu Santo. Aquél a quien vemos someterse a las exigencias del trabajo y obedecer a quienes tienen autoridad, en la familia y en la sociedad, para obedecer así a la Voluntad divina, es el que vemos ascender a los Cielos con poder y majestad, como Rey y Señor del Universo. Su Resurrección y su Ascensión a los Cielos nos permiten contemplar que el trabajo, la obediencia y las fatigas de Nazaret, son un sacrificio costoso pero nunca oscuro o triste, sino luminoso y triunfante, como una nueva creación.
Así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva[36]. También nosotros podemos vivir en medio de la calle endiosados, pendientes de Jesús todo el día[37], porque Dios, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo —por gracia habéis sido salvados—, y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos por Cristo Jesús[38]. Dios exaltó la Humanidad Santísima de Jesucristo por su obediencia, para que nosotros vivamos esa vida nueva, guiada por el Amor de Dios, muriendo al amor propio desordenado. Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; sentid las cosas de arriba, no las de la tierra. Pues habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios[39].
Si en el trabajo cumplimos por amor y con amor la Voluntad divina, cueste lo que cueste, Dios nos exalta junto con Cristo. No sólo al final de los tiempos. Ya ahora nos concede una prenda de la gloria por el don del Espíritu Santo[40]. Gracias al Paráclito nuestro trabajo se convierte en algo santo, nosotros mismos somos santificados y el mundo comienza a ser renovado. «En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la Resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los nuevos cielos y la tierra nueva (2 Pe 3, 13; Ap 21, 1), los cuales, precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por el hombre y por el mundo (...). Se descubre, en esta cruz y fatiga, un bien nuevo que comienza con el mismo trabajo»[41].
Yarani (Costa de Marfil)
Esta es la fibra del amor redentor de un hijo de Dios, el tono inconfundible de su trabajo. Ocúpate de tus deberes profesionales por Amor: lleva a cabo todo por Amor, insisto, y comprobarás —precisamente porque amas, aunque saborees la amargura de la incomprensión, de la injusticia, del desagradecimiento y aun del mismo fracaso humano— las maravillas que produce tu trabajo. ¡Frutos sabrosos, semillas de eternidad![43]
EN UNIÓN CON EL SACRIFICIO DE LA MISA
El Sacrificio de la Cruz, la Resurrección y Ascensión del Señor a los Cielos, constituyen la unidad del misterio pascual, paso de la vida temporal a la eterna. Su trabajo en Nazaret es redentor y santificador por la unidad con este misterio pascual.
Esta realidad se refleja en la vida de los hijos de Dios gracias a la Santa Misa que «no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección»[44]. «Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes»[45].
Gracias a la Misa, podemos hacer que nuestro trabajo esté empapado por la obediencia hasta la muerte, por la nueva vida de la Resurrección, y por el dominio que tenemos sobre todas las cosas por su Ascensión como Señor de Cielos y tierra. No sólo ofrecemos nuestro trabajo en la Misa, sino que podemos hacer de nuestro trabajo una misa. Todas las obras de los hombres se hacen como en un altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida[46]. Así somos en nuestro trabajo otros Cristos, el mismo Cristo[47].
Javier López
[1] San Josemaría, Conversaciones, n. 55.
[2] Rm 5, 19.
[3] Flp 2, 8.
[4] Cfr. Jn 6, 38; Lc 22, 42.
[5] Hb 10, 7; Sal 40 8-9.
[6] Lc 2, 49.
[7] Lc 2, 51.
[8] Mc 6, 3. Cfr. Mt 13, 55.
[9] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 14.
[10] Cfr. Mc 10, 33-34; Lc 12, 49-50.
[11] Lc 9, 23.
[12] Flp 2, 8.
[13] Lc 22, 42.
[14] Gal 2, 19.
[15] Camino, n. 186.
[16] Ibid. n. 815.
[17] San Josemaría, Conversaciones. n. 60.
[18] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 302.
[19] Gal 5, 6.
[20] Lc 2, 14.
[21] Sal 19 (18), 9.
[22] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 47.
[23] Cfr. Gn 2, 15.
[24] Cfr. Gn 3, 19.
[25] San Josemaría, Carta 6-V-1945, n. 27, cit. en Ernst Burkhart y Javier López, Vida Cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, vol. III, Rialp, Madrid 2013, p. 109.
[26] Camino, n. 277.
[27] San Josemaría, Vía Crucis, XI estación, punto 5.
[28] Lc 22, 42.
[29] Cfr. Lc 23, 46; Mt 27, 46.
[30] Mt 11, 30.
[31] San Josemaría, Amigos de Dios, nn. 301-302.
[32] Flp 2, 8.
[33] Ibid. 2, 9.
[34] 1 Pe 3, 22. Cfr. Mt 26, 64; Hb 1, 13; 10, 12.
[35] Jn 1, 14.
[36] Rm 6, 4.
[37] Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 8.
[38] Ef 2, 5-6.
[39] Col 3, 1-3.
[40] Cfr. 2 Cor 1, 22; 5, 5; Ef 1, 14.
[41] Juan Pablo II, Litt. Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 27.
[42] 1 Cor 3, 22-23.
[43] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 68.
[44] Juan Pablo II, Litt. Enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 14.
[45] Ibid. n. 11.
[46] San Josemaría, Notas de una meditación, 19-III-1968, cit. en Mons. Javier Echevarría, Carta Pastoral 1-XI-2009.
[47] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 106.
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