miércoles, 13 de noviembre de 2013

El camino educativo de la belleza

   Nos acercamos al final de Año de la Fe. Y por tanto, interesa recapitular lo que nos sirva también para educar en la fe. 

   Pues bien, la belleza es un camino decisivo, siempre lo ha sido, para la educación. Y hoy debemos redescubrirlo para la educación en la fe, que tiene su propia belleza. “Si quieres construir un barco –escribió A. De Saint-Éxupéry–, no juntes hombres para cortar leña, dividir las tareas e impartir órdenes, sino enséñales la nostalgia del mar, vasto e infinito”. 
   En la misma línea decía el cardenal Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco, que educar es “mantener la capacidad de soñar“ (Mensaje a las comunidades educativas, 2007).

   En efecto, pues como afirma Dostoievsky, "la humanidad puede vivir sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero sin la belleza no podría seguir viviendo, porque no habría nada que hacer en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí”.
   La educación en la fe buscahacer cristianos que se muevan por ideales sociales, culturales, apostólicos, capaces de caminar hacia horizontes grandes con pasos pequeños y hacerse acompañar por otras muchas personas. Para esto la belleza ha de abrirse camino; pues en un mundo sin belleza la verdad pierde su brillo y el bien agota su fuerza. Y al contrario, una belleza separada de la verdad y del bien, se convertiría en una máscara superficial y meramente subjetiva si no individualista. Aunque nuestros contemporáneos no siempre están abiertos a la belleza que se armoniza con la verdad y la bondad, están deseosos y nostálgicos por esa belleza auténtica, no superficial y efímera (cf. Benedicto XVI, Mensaje a las Pontificias Academias, 25-XI-2008).
La belleza, toda belleza auténtica, es ventana que permite el tránsito hacia lo trascendente y absoluto, lo eterno e infinito. La contemplación de la belleza del mundo creado impulsa a ir al encuentro de su Creador. La contemplación de la belleza que reflejan la fe, el culto, la caridad, es vía que conduce a la entrega a Dios y a los hombres con quiénes estamos llamados a compartirlas. La belleza ayuda a salir de uno mismo e ir hacia los demás, y descubrir así a Dios y al modo en que Él los mira y cuida.
¿Dónde encontrar y cómo mostrar la belleza? Se contempla, decíamos, en el mundo creado por Dios, tanto en las criaturas inanimadas como en los seres vivos, con sus múltiples variedades, gamas y coloridos. De modo particular se encuentra la belleza en el mundo de los valores personales, como la fidelidad, la valentía, la capacidad de darse. Cuando pensamos en una persona capaz de sacrificarse por la vida plena de otros –como Madre Teresa de Calcuta o el padre Kolbe–, nadie deja de reconocer lo absoluto y bello de su valor.
Entre las personas que han vivido vidas más “valiosas” o más bellas, se encuentran muchos que pueden ser propuestos como “modelos” de conducta, tanto a nivel universal como local. Los buenos educadores se apoyan en estos “modelos” para llamar la atención especialmente de los niños (niños y niñas captan la belleza con frecuencia a través de “motivos” un poco distintos) y de los jóvenes hacia unos ideales más altos, aunque alcanzarlos cueste más esfuerzo. Entre esos “modelos” destacan los santos, sobre todo los santos más cercanos en el tiempo, porque sabemos más detalles de su vida o conocemos mejor las circunstancias en que les tocó vivir y dar testimonio de su fe, y por ello nos es más fácil identificarnos con ellos.
Derivadamente, la belleza se encuentra en las realizaciones humanas: textos literarios sobresalientes, obras de arte de todas las épocas, imágenes que elevan el espíritu por su calidad, fuerza o finura. Asimismo tantas historias o narraciones nos despiertan los más nobles sentimientos y actitudes humanas; como también juegos que combinan la belleza con el atractivo de la tecnología. Y en todas las épocas la música ha sido una pieza clave para la educación.
Hoy tenemos mucho de esto en el buen cine, que combina el lenguaje simbólico del icono y la narración. Escribe Bruno Forte que el cine junta “el icono con su fuerza evocativa y la narración con su potencialidad de historia abierta y contagiosa” (cf. En el umbral de la belleza, Valencia, 2004). La narración transmite e inserta en la experiencia de lo narrado, y suscita el interés con la ayuda de la argumentación.
El cine vive de iconos en sucesión continua. Por eso es apto para abrir a la trascendencia –mantiene este autor–, a condición de que respete un doble no: no a manifestar la vida como algo cerrado en sí mismo que reduzca la dignidad humana a las necesidades y apetitos; y a la vez no a reducir uno de los dos polos, lo humano o lo divino (tan malo es un mensaje espiritualista que anule lo humano como la reducción de lo divino a una ideología humana). En suma, el cine que busca presentar los valores humanos abiertos a la trascendencia debe evitar tanto decir demasiado como decir demasiado poco (cf. Ibid.). Todo esto es posible hacerlo en una película no explícitamente religiosa. Más aún, a veces lo unívocamente religioso empalaga y estropea lo humano, y cierra “por exceso” el camino hacia el Misterio.
Por lo que se refiere a la poesía, su belleza ayuda a comprender que la verdad no es tanto aquello que se posee como una visión de lo anteriormente oculto (sentido griego de la verdad); sino más bien un Alguien que te va poseyendo mientras te interpela, de modo que en el camino de la escucha enciende en ti las verdaderas preguntas (sentido hebreo de la verdad, que tiene que ver con la fidelidad y el amor) (cf. Ibid.).
Pero por encima de todo, quizá la belleza se descubre en los valores personales de quienes tratamos más o menos directamente (e incluso podemos descubrirla en algunos valores que nosotros mismos podemos encarnar). Hemos hablado de tantos hombres y mujeres, que en diversos campos (científicos, humanísticos, deportivos, etc.) pueden proponerse como “modelos” por los valores que desarrollaron en sus vidas, al servicio de los demás.
Así dice la encíclica Lumen fidei que, en la medida en que las personas se abren al amor con corazón sincero y traducen en hechos esa apertura, viven ya en el camino hacia la fe. Aunque no se den cuenta, “intentan vivir como si Dios existiese, a veces porque reconocen su importancia para encontrar orientación segura en la vida común, y otras veces porque experimentan el deseo de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a la vista de la grandeza y la belleza de la vida, que ésta sería todavía mayor con la presencia de Dios” (n. 35).
El camino de la belleza es “uno de los posibles itinerarios, quizás el más atrayente y fascinante, para comprender y alcanzar a Dios” (Benedicto XVI, Mensaje a las Pontificias Academias, 25-XI-2008). Es bueno tener en cuenta esto hoy, también ante las nuevas tecnologías.

Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra
iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com

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