sábado, 5 de abril de 2014

¿Por qué no se escucha más a la Iglesia?

¿Con qué derecho habla la Iglesia?

—¿Y qué dirías a los que piensan que la Iglesia no tiene derecho a decir cuál es esa ley natural?
En primer lugar les diría que la Iglesia goza de libertad de expresión, como cualquier otra instancia social.

Todos tienen derecho a manifestarse libremente en una sociedad democrática. Por tanto, es perfectamente legítimo que la Iglesia hable con libertad sobre lo que considera bueno o malo, como lo hacen los gobiernos, los sindicatos, las asociaciones que defienden la naturaleza, y como lo hace todo el mundo.

—Bien, pero no querrás que la Iglesia imponga su criterio y acabe por dictar las leyes al Estado...
La Iglesia no lo pretende, por supuesto. Pero se considera en el deber de aportar a la sociedad la luz de la fe. Una luz que puede iluminar profundamente y con gran eficacia muchos aspectos de la vida civil y responder a muchos interrogantes que se plantean en la sociedad.


Además, es interesante recordar que la idea de la separación entre la Iglesia y el Estado se debe al cristianismo. Antes del cristianismo había una identidad generalizada entre la constitución política y la religión. En todas las culturas antiguas el Estado poseía un carácter sagrado. Ese fue, por ejemplo, el principal punto de confrontación entre el cristianismo y el Imperio Romano, que toleraba las religiones privadas solo si reconocían el culto al Estado. El cristianismo no aceptó esa condición, y cuestionó así la construcción fundamental del imperio, es decir, del antiguo mundo. Así que, después de todo, esa separación fue un legado cristiano, y ha sido un factor determinante para el avance de la libertad.

Esa separación no es entendida así en todas las religiones. Por ejemplo, la esencia misma del Islam no la admite, pues el Corán es una ley religiosa que regula la totalidad de la vida política y social, todo el ordenamiento de la vida. La Sharíah configura la sociedad de principio a fin.

La Iglesia, en cambio, se limita a recordar lo que considera que son los principios morales fundamentales, y se dirige a todos aquellos que quieran escucharla. Y como es natural, no está obligada a coincidir siempre con lo que diga o haga el poder establecido. Por eso la Iglesia pide libertad para hablar.

Y pide también algo que no debiera faltar en ninguna sociedad: respeto a aquello que es sagrado para otros, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios. Porque, como ha escrito Joseph Ratzinger, allá donde se quiebra ese respeto, algo esencial se hunde en esa sociedad. En nuestro mundo occidental de hoy se castiga, gracias a Dios, a quienes escarnecen la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se castiga también a quien denigra el Corán y las convicciones básicas del Islam. 

   En cambio, cuando se trata de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión parece convertirse en el bien supremo, y parece que limitarlo pondría en peligro o incluso destruiría la tolerancia y la libertad. Pero la libertad de opinión tiene sus límites en que no debe destruir el honor y la dignidad del otro; no es libertad para la mentira o para la destrucción de los derechos humanos. 

   Aquí hay algo que cabe calificar de patológico, en un Occidente, que sin duda (y esto es digno de elogio) trata de abrirse comprensivamente a valores ajenos, pero que parece no quererse a sí mismo; que tiende a ver solo lo más triste y oscuro de su propia historia, pero que apenas percibe la grandeza de los valores cristianos que desde su origen hay en ella.

¿Imponer valores religiosos a la sociedad civil?

—Algunos se quejan de que la Iglesia parece querer imponer a la sociedad civil sus valores religiosos. Dicen que las creencias son cuestiones que deben quedar reservadas al ámbito personal o familiar.

La Iglesia no trata de imponer a nadie una religión o unas creencias. El Concilio Vaticano II recordó con claridad el esmero que la Iglesia y los católicos han de tener por respetar la libertad religiosa de todos los hombres. La Iglesia católica expresa con libertad su mensaje, dirigido a los fieles católicos y a todos los hombres de buena voluntad que quieran escucharlo. No sería sensato decir que, por el simple hecho de hablar, pretende imponer sus valores a la sociedad civil. Cuando la Iglesia habla, hace uso de la libertad de expresión, a la que, por fortuna, todos tenemos derecho.

Uno de los cometidos de la Iglesia católica es despertar la sensibilidad del hombre hacia la verdad, el sentido de Dios y la conciencia moral. La Iglesia procura infundir coraje y aliento para vivir y actuar con coherencia, para aportar convicciones que puedan representar un fundamento sólido. Y lo hace hablando a las conciencias de todos, aunque muchas veces sea una tarea ingrata y desagradecida, como sucede cuando se dirige a los poderosos que parecen no querer que nadie opine sobre lo que ellos hacen.

El Papa y los obispos están dispuestos a decir la verdad, aunque se enfrenten con una oposición cultural, pequeña o grande. Y lo hacen en sus declaraciones y documentos contra el racismo o la xenofobia; cuando rechazan la cultura del divorcio o defienden el derecho a la vida de los no nacidos, de los minusválidos o los enfermos terminales; cuando cuestionan la laxitud sexual o cuando alientan a las naciones a ser fieles a su compromiso con la libertad y la justicia para todos. La Iglesia protestará cada vez que corra peligro la vida humana, ya sea por el aborto, la explotación de niños, malos tratos a mujeres, injusticias económicas, abandono de enfermos o inmigrantes, o por cualquier forma de abuso o explotación.

—La Iglesia emitirá su juicio si quiere, pero luego sigue siendo la mayoría parlamentaria, elegida democráticamente, quien decide.
Por supuesto. La Iglesia no desea imponer –y menos imponer coactivamente– sus enseñanzas. Pero si la mayoría parlamentaria decide algo injusto, por el hecho de haberse decidido legalmente no se convertirá en justo.

Uno de los principales cometidos de la Iglesia es sensibilizar a los hombres para que alcancen al menos un cierto grado de evidencia común respecto a las verdades fundamentales. Entre otras cosas, porque sabe bien que resultará difícil que un Estado mantenga por mucho tiempo unas leyes que vayan contra la opinión de la mayoría social.

La Iglesia no mantiene opiniones ni posturas propias en cuestiones estrictamente políticas –la Iglesia desconfía de esas confusiones, en esta época más que en ninguna otra–, sino que procura sensibilizar ante los valores morales y denunciar a quien atente contra ellos, sea quien sea, porque ni el Estado ni nadie es soberano absoluto de las conciencias ni de la sociedad.

—¿Pero con qué autoridad se opone la Iglesia al poder político legítimamente constituido?
La Iglesia expresa sencillamente en voz alta un criterio ético o moral. No se presenta como un tribunal o un censor universal, ni trata de ir dando lecciones a nadie. Simplemente considera que ha recibido de Dios una luz sobre el hombre, de la cual se derivan, a su entender, los derechos y deberes humanos. Y expresa su criterio, como cualquier otra persona o institución.

No se trata de que los eclesiásticos controlen el poder. Primero, porque no es su misión, y la Iglesia ha reafirmado la prohibición de que los sacerdotes y los clérigos desempeñen cargos públicos. Y segundo, porque para hacer política no basta con tener buenas intenciones morales, y por eso hay que dejar trabajar a cada uno en su ámbito de aptitudes y competencias. La posición de la Iglesia en materia política consiste en emitir, en una situación determinada, un juicio moral; en denunciar el mal, sacar a la luz el bien y animar a los hombres a buscar soluciones de forma positiva.

La Iglesia se considera responsable no solo de su bien particular, sino del bien de todos, y debe pedir que se respete el derecho de todos.
Para la eficacia de ese testimonio cristiano, es importante hacer un gran esfuerzo para explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La caridad se convertirá entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la política, a la economía, a la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser humano y el futuro de la civilización.

La fuerza de los estereotipos

Es muy conocida la narración de Kierkegaard sobre el payaso y la aldea en llamas. El relato cuenta cómo en un circo de Dinamarca se declaró un incendio. El director del circo se dirigió a uno de los payasos, que ya estaba preparado para actuar, y le pidió que fuera corriendo a la aldea vecina para pedir auxilio y para avisar de que había peligro de que las llamas se extendiesen hasta la aldea, arrasando a su paso los campos secos y toda la cosecha. El payaso corrió a la aldea y pidió a sus habitantes que fuesen con la mayor urgencia al circo para apagar el fuego. Pero los aldeanos creyeron que se trataba de un truco ideado para que asistiesen en masa a la función.

Aplaudieron y hasta lloraron de risa. Pero no se movieron de allí. Al payaso le daban aún más ganas de llorar. En vano trataba de explicarles que no se trataba de un truco ni de una broma, sino que había que tomarlo muy en serio y que el circo estaba ardiendo realmente. Su énfasis no hizo sino aumentar las carcajadas. Creían los aldeanos que estaba desempeñando su papel de maravilla, y reían despreocupados..., hasta que por fin las llamas llegaron a la aldea. La ayuda llegó demasiado tarde, y tanto el circo como la aldea fueron consumidos por las llamas.

Esta narración puede servir para ilustrar la situación por la que a veces pasan los cristianos, o la propia Iglesia como tal, cuando comprueba su fracaso en el intento de que los hombres escuchen su mensaje. Aunque se esfuerce en presentarse con toda seriedad, observa que muchos escuchan despreocupados, sin temor al grave peligro del que se les advierte.

La Iglesia se encuentra muchas veces con una enorme y agobiante dificultad para remover algunos estereotipos del pensamiento o del lenguaje, con la tristeza de no alcanzar a hacer ver que la fe es algo sumamente serio en la vida de los hombres.

—¿No será un problema de saber explicarse, o de que se plantean demasiadas cosas como misterios?
Puede haber, en efecto, un problema de comunicación, y por eso es preciso por parte de los cristianos un esfuerzo de comprensión, de explicación, de capacidad comunicativa.
En cuanto a lo que dices sobre los misterios, no debe entenderse, al hablar de ellos, que la fe cristiana sea un conjunto de paradojas incomprensibles. Sería un desacierto recurrir al misterio como pretexto para no esforzarse en la comprensión o la explicación. El misterio, tal como lo entiende la Iglesia católica, no quiere destruir la comprensión, sino posibilitarla. Y eso no va contra la racionalidad. 

También Einstein, por ejemplo, escogió la palabra misterio para expresar la incalculable racionalidad del universo; y también es un misterio la salud, o la felicidad, o el amor, o la educación, y eso no quiere decir que no se pueda profundizar racionalmente en su comprensión. Se les llama misterios en cuanto que son realidades complejas en cuyo conocimiento se puede avanzar racionalmente pero nunca se llegan a abarcar o comprender del todo.

¿Y una ética laica?

—Algunos defienden que solo sería válida una ética que fuera totalmente laica, sin tintes religiosos, que deben quedar como algo personal de cada uno.
Es un abuso pretender silenciar las convicciones morales del otro –una persona, la Iglesia católica, o quien sea–, solo porque esas ideas o esas personas tienen conexión con unas creencias religiosas. Actuar así no es neutral ni laico, sino simplemente injusto. Supone acallar al creyente por ser creyente y dejar hablar solo al que no lo es.

Como ha escrito Rafael Serrano, para que haya juego limpio en el debate moral contemporáneo, hay que partir de una cierta disciplina lógica. Invocar la ética laica no debe bastar para menospreciar las razones del creyente. La ética laica es un concepto que sirve a algunos de comodín para desconcertar al creyente poco documentado, eludiendo de entrada el debate y los puntos flacos de su propia postura.

    “¿Dices que el aborto es inmoral...? Eso es lo que dice la Iglesia –contestarán–, pero el Estado es laico... ¿No querrás que la Iglesia dicte las leyes?”. Son respuestas más o menos ingeniosas, pero que siempre eluden lo sustancial de la cuestión (si el aborto es o no inmoral), y se limitan a descalificar al interlocutor, no a sus opiniones.

Descalificar al interlocutor por el mero hecho de ser creyente es de un dogmatismo impresentable. Es una forma sutil y hábil de rechazar una idea sin tomarse la molestia de rebatirla. Y una forma bastante hábil de imponer el propio criterio moral mientras –paradójicamente– se invoca la tolerancia y el respeto al legítimo pluralismo.

Se trata de una curiosa forma de pensar que recurre a la vieja fórmula de presentar a la Iglesia católica como intolerante, como demasiado anticuada, pasada de moda o incompatible con la modernidad, y que, por tanto, debe ser reprimida. Y logra con eso una enorme presión que exige a la Iglesia que se acomode a los estándares de esa doctrina laicista. 

En esa batalla el laicismo utiliza todos sus resortes, incluido auténticos linchamientos mediáticos que crean estados de opinión muy beligerantes contra la Iglesia. Todo eso hace que en no pocos ámbitos de la vida haga falta verdadero valor para manifestarse como católico consecuente, y que mucha gente buena no se atreva a mostrar su inconformismo ante tales atropellos.

Alfonso Aguiló, Es razonable ser creyente, ed. Palabra

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