La fe cristiana es vida nueva que llena de alegría y paz todos los instantes de la vida.
El modo de transmitir la vivencia de la fe no es la disertación académica ni la investigación erudita, sino un modo que llega a toda persona y al fondo de la persona.
La fe cristiana no es un saber puramente intelectual, sino que anima toda la vida del creyente. “La Iglesia, como toda familia, transmite a sus hijos el contenido de su memoria. ¿Cómo hacerlo de manera que nada se pierda y, más bien, todo se profundice cada vez más en el patrimonio de la fe? Mediante la tradición apostólica, conservada en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo, tenemos un contacto vivo con la memoria fundante” (Papa Francisco, Enc. Lumen fidei, n. 40).
El conocimiento de la Revelación divina no es un hecho puramente individual, sino que se produce a través de una mediación comunitaria. “En efecto, la fe necesita un ámbito en el que se pueda testimoniar y comunicar, un ámbito adecuado y proporcionado a lo que se comunica. Para transmitir un contenido meramente doctrinal, una idea, quizás sería suficiente un libro, o la reproducción de un mensaje oral. Pero lo que se comunica en la Iglesia, lo que se transmite en su Tradición viva, es la luz nueva que nace del encuentro con el Dios vivo, una luz que toca la persona en su centro, en el corazón, implicando su mente, su voluntad y su afectividad, abriéndola a relaciones vivas en la comunión con Dios y con los otros” (idem).
El modo de transmitir la vivencia de la fe no es la disertación académica ni la investigación erudita, sino un modo que llega a toda persona y al fondo de la persona. “Para transmitir esta riqueza hay un medio particular, que pone en juego a toda la persona, cuerpo, espíritu, interioridad y relaciones. Este medio son los sacramentos, celebrados en la liturgia de la Iglesia.
En ellos se comunica una memoria encarnada, ligada a los tiempos y lugares de la vida, asociada a todos los sentidos; implican a la persona, como miembro de un sujeto vivo, de un tejido de relaciones comunitarias. Por eso, si bien, por una parte, los sacramentos son sacramentos de la fe, también se debe decir que la fe tiene una estructura sacramental. El despertar de la fe pasa por el despertar de un nuevo sentido sacramental de la vida del hombre y de la existencia cristiana, en el que lo visible y material está abierto al misterio de lo eterno” (idem).
La transmisión de la fe se realiza en primer lugar mediante el Bautismo. Pudiera parecer que el bautismo es sólo un modo de simbolizar la confesión de fe, un acto pedagógico para quien tiene necesidad de imágenes y gestos, pero del que, en último término, se podría prescindir. Unas palabras de san Pablo, a propósito del bautismo, nos recuerdan que no es así. Dice él que “por el bautismo fuimos sepultados en él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rm 6,4). Mediante el bautismo nos convertimos en criaturas nuevas y en hijos adoptivos de Dios.
La vida de la gracia, propia de los hijos de Dios, es un don recibido, a partir del momento de recibir el sacramento. “El Bautismo nos recuerda así que la fe no es obra de un individuo aislado, no es un acto que el hombre pueda realizar contando sólo con sus fuerzas, sino que tiene que ser recibida, entrando en la comunión eclesial que transmite el don de Dios: nadie se bautiza a sí mismo, igual que nadie nace por su cuenta. Hemos sido bautizados” (Enc. Lumen fidei, n. 41)
En la cumbre de la vida sacramental está la Eucaristía, Sacramento de nuestra fe y sacramento del amor de Cristo. “La naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la Eucaristía, que es el precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo presente realmente con el acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida” (idem, 44).
Rafael María de Balbín
almudí
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