Gracias a la libertad inteligente, el hombre posee la admirable posibilidad de autodeterminarse y elegir. Y la posee en exclusiva.
El asesino de Steinhof
Permítaseme citar el caso del doctor J. Es el único hombre que he encontrado en toda mi vida a quien me atrevería a calificar de mefistofélico, un ser diabólico. Se le conocía como «el asesino de Steinhof», nombre del gran manicomio de Viena. Cuando los nazis iniciaron su programa de eutanasia, tuvo en su mano todos los resortes y fue fanático en la gran tarea que se le asignó: hizo todo lo posible para que ningún psicótico escapara de la cámara de gas.
Acabada la guerra, cuando regresé a Viena, pregunté por él. Me dijeron que los rusos lo habían encerrado en una de las celdas de reclusión de Steinhof, hasta que un día la puerta apareció abierta y no se le volvió a ver. Supuse que, como a muchos otros, sus camaradas le habían ayudado a escapar, y estaría camino de Sudamérica. Pero recientemente vino a mi consulta un diplomático austríaco que había estado preso tras el telón de acero muchos años, primero en Siberia y después en la famosa prisión Lubianka, en Moscú. Mientras le hacía un examen neurológico, me preguntó de pronto si yo conocía al doctor J. Al contestarle que sí, me replicó: «Yo le conocí en Lubianka. Allí murió, cuando tenía alrededor de los 40, de cáncer de vejiga. Pero antes de morir, sin embargo, era el mejor compañero que se pueda imaginar. A todos consolaba. Mantenía la más alta moral concebible. Fue el mejor amigo que yo encontré en mis largos años de prisión.
Esta es la historia del doctor J., «el asesino de Steinhof». ¡Cómo predecir la conducta de un hombre! Se pueden predecir los movimientos de una máquina, de un autómata, e incluso intentar predecir la dinámica de la psique humana; pero el hombre es algo más que psique. Sin embargo, la libertad no es la última palabra. La libertad solo es una parte de la historia, la mitad de la verdad. La libertad no es más que el aspecto negativo de cualquier fenómeno, cuyo aspecto positivo es la responsabilidad. De hecho, la libertad corre el peligro de degenerar en arbitrariedad a no ser que se viva con responsabilidad. Por eso, yo recomiendo que la estatua de la Libertad en la costa este de EE.UU. se complemente con la estatua de la Responsabilidad en la costa oeste.
(Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, 17ª ed., Barcelona 1995).
Noción y clases de libertad
Gracias a la libertad inteligente, el hombre posee la admirable posibilidad de autodeterminarse y elegir. Y la posee en exclusiva. La oveja siempre temerá al lobo, y la ardilla siempre vivirá en las copas de los árboles. Solo saben desempeñar, como cualquier otro animal, un papel necesariamente específico, invariablemente repetido por los millones de individuos que componen la especie, quizá durante millones de años. El hombre, por el contrario, elige su propio papel, lo escribe a su medida con los matices más propios y personales, y lo lleva a cabo con la misma libertad con que lo concibió: por eso progresa y tiene historia. Visto un león, decía Gracián, están vistos todos, pero visto un hombre, solo está visto uno, y además mal conocido.
Lo que define la libertad es el poder de dirigir y dominar los propios actos, la capacidad de proponerse una meta y dirigirse hacia ella, el autodominio con el que los hombres gobernamos nuestras acciones. En el acto libre entran en juego las dos facultades superiores del alma: la inteligencia y la voluntad. La voluntad elige lo que previamente ha sido conocido por la inteligencia. Para ello, antes de elegir, delibera: hace circular por la mente las diversas posibilidades, con sus diferentes ventajas e inconvenientes. La decisión es el corte de esa rotación mental de posibilidades. Me decido cuando elijo una de las posibilidades debatidas; pero no es ella misma la que me obliga a tomarla: soy yo quien la hago salir del campo de lo posible.
Hay una libertad física que equivale a la libertad de movimiento: poder ir y venir, entrar o salir, subir o bajar, hacer esto o aquello. Pero la raíz de la libertad está en la voluntad, y la acción voluntaria es, ante todo, una decisión interior. Esto es sumamente importante pues significa que el hombre privado de libertad física sigue siendo libre: conserva la libertad psicológica. Lo expresa muy bien Viktor Frankl, un psiquiatra judío que estuvo internado en un campo de exterminio nazi. En El hombre en busca de sentido, su ya citado relato autobiográfico, afirma que al hombre se le puede arrebatar todo salvo la última libertad: la elección de su propio camino. Luego se pregunta qué es, en realidad, el hombre, y añade estas palabras: «Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración».
Libertad limitada
La libertad no es absoluta porque el hombre tampoco lo es. Su limitación es triple: física, psicológica y moral. Está físicamente limitado porque, entre otras cosas, necesita nutrirse y respirar para conservar la vida; su limitación psicológica es múltiple y evidente: no puede conocer todo, no puede quererlo todo, los sentimientos le zarandean y condicionan constantemente; la limitación moral aparece desde el momento en que descubre que hay acciones que puede, pero no debe, realizar: puedes insultar porque tienes voz, pero no debes hacer tal cosa.
Esta triple limitación no debe considerarse como algo negativo. Parece lógico que a un ser limitado le corresponda una libertad limitada: que el límite de su querer sea el límite de su ser. Si la libertad humana fuera absoluta, habría que comenzar a temerla como prerrogativa de los demás.
La libertad tampoco es un valor absoluto, porque tiene un carácter instrumental: está al servicio del perfeccionamiento humano. Los colores y el pincel están en función del cuadro; la libertad está en función del proyecto vital que cada hombre desea, es el medio para alcanzarlo. Por eso la libertad no es el valor supremo: de hecho, nos interesa en la medida en que apunta a algo más allá de la libertad, algo que la supera y marca su sentido: el bien.
Ser libre no es, por tanto, ser independiente. Al menos, si por independencia entendemos no respetar los límites señalados anteriormente. Cortar esos vínculos sería cortar las raíces o lanzarse a navegar sin rumbo, y por eso, en palabras de Tocqueville, la Providencia no ha creado al género humano ni enteramente independiente ni completamente esclavo. Ha trazado, es cierto, un círculo mortal a su alrededor, del que no puede salir; pero dentro de sus amplios límites el hombre es poderoso y libre, lo mismo que los pueblos.
La limitación humana supone que cada elección lleva consigo una renuncia: estar leyendo este tema significa no poder, al mismo tiempo, jugar al tenis o nadar. A su vez, nadar supone no poder, a la vez, andar en bici o pasear. El problema que se plantea debe resolverlo la inteligencia sopesando el valor de lo que escoge y de lo que rechaza. ¿Quién se atreverá a decir que escoge la vagancia o la hipocresía porque valen tanto como sus contrarios? Puestos a renunciar, solo vale la pena preferir lo superior a lo inferior.
A simple vista podría pensarse que las leyes humanas son el principal enemigo de la libertad, y así lo piensan los ácratas. Sin embargo, tal oposición solo es aparente, porque la alternativa a la ley humana es la ley de la selva. Tampoco es correcto identificar lo libre con lo espontáneo. La libertad, desde cierto ángulo, es justamente la negación de la espontaneidad: es el dominio de la razón y de la voluntad. Espontáneamente mentiríamos, insultaríamos, rechazaríamos el esfuerzo y el sacrificio, pero solo somos libres cuando entre el estímulo y nuestra respuesta interponemos un juicio de valor y decidimos en consecuencia.
Libertad condicionada
Vivimos en un mundo que impone condiciones. Nacemos entre leyes, cosas, personas: «yo y mi circunstancia», diría Ortega. Por eso, nuestra libertad no es absoluta, está siempre condicionada por lo que existe en torno a ella. Ya hemos señalado que nuestra naturaleza humana nos impone vivir como lo que somos: no podemos volar como los pájaros, necesitamos comer y descansar, no podemos esquivar la enfermedad, el envejecimiento y la muerte. Este último hecho –la muerte– no es un pequeño detalle, es un dato esencial a la hora de plantearnos cómo hemos de vivir, qué sentido tiene nuestra vida.
Estamos condicionados por las circunstancias de nuestro nacimiento: no es lo mismo nacer en un continente que en otro, en una familia pobre o acomodada, culta o inculta; no es lo mismo que la lengua materna sea el inglés o el tagalo, estudiar en la universidad o trabajar en la mina. Especialmente estamos condicionados por las personas que nos rodean. Quien tiene un padre gravemente enfermo no puede diseñar su vida al margen de ese condicionamiento tan claro. Quien debe sostener a su familia no puede tomar ninguna decisión importante sin tener en cuenta esa obligación.
No hay que mirar con malos ojos estos condicionamientos evidentes e inevitables. A todo el mundo le afectan. Son parte de la condición humana, y definen nuestra personalidad. Sin ellos, seríamos personas amorfas, sin contornos ni contrastes. Y no compensa gastar energías imaginando lo que haríamos si las cosas fueran de otro modo. Sirve de poco, y se corre el riesgo de soltar la fantasía y acostumbrarse a vivir de quimeras, fuera de la realidad. No es real una libertad sin condiciones: nadie la posee. Los condicionantes son, en cierto modo, como las reglas del juego, lo que hace que la vida humana sea tal: es una gran suerte, a pesar de los deberes que originan, tener patria y ciudad, padres y hermanos, amigos, compañeros y vecinos.
La elección del mal
Pertenece a la perfección de la libertad el poder elegir caminos diversos para llegar a un buen fin. Pero inclinarse por algo que aparte del fin bueno –en eso consiste el mal– es una imperfección de la libertad.
Sabemos por experiencia que el carácter instrumental de la libertad hace que su uso pueda ser doble y contradictorio, como un arma de dos filos que puede volverse contra uno mismo o contra los demás: esclavitud, asesinato, alcoholismo, drogadicción, y también simple pereza, irresponsabilidad, mal carácter, cinismo, envidia, insolidaridad...
¿Por qué elegimos mal? Nadie tropieza porque ha visto el obstáculo, sino por todo lo contrario. Del mismo modo, cuando libremente se opta por algo perjudicial, esa mala elección es una prueba de que ha habido alguna deficiencia: no haber advertido el mal o no haber querido con suficiente fuerza el bien. En ambos casos, la libertad se ha ejercido defectuosamente, y el acto resultante es malo.
Es patente que la voluntad rechaza en ocasiones lo que la inteligencia presenta como bueno. Incluso el que aconseja bien puede no ser capaz de poner en práctica su buen consejo. En esos casos, para evitar la vergüenza de la propia incoherencia, el hombre suele buscar una justificación con apariencia razonable –las razonadas sinrazones de Don Quijote–, y se tuerce la realidad hasta hacerla coincidir con los propios deseos. El mismo lenguaje se pone al servicio de esa actitud con expresiones como a mí me parece, esto es normal, todo el mundo lo hace, no perjudico a nadie, etc.
Por último, conviene recordar algo fundamental: aunque la libertad hace posible la inmoralidad, la transgresión moral produce siempre un daño. Cualquier psiquiatra sabe que en la raíz de muchos desequilibrios se esconden acciones a veces inconfesables. Ser libre no significa estar por encima de la ética, y la inmoralidad nunca debe defenderse en nombre de la libertad, pues entonces tampoco podríamos condenar inmoralidades como el asesinato, la mentira o el robo.
Una idea de José Antonio Marina: Cada día se producen en todo el mundo sucesos suficientes para llenar un museo de los horrores: abusos y violencias de todo tipo. La naturaleza destapa en ocasiones poderosísimas fuerzas en lucha, pero solo el hombre ha inventado la crueldad, la venganza, el rencor, una perversidad que nos produce rechazo y, a la vez, fascinación. Las dimensiones del mal muestran hasta qué punto es precaria la grandeza humana, y hasta qué punto es importante la tarea de la ética.
Responsabilidad
Todo acto libre es imputable, es decir, atribuible a alguien. Por tanto, el sujeto que lo realiza debe responder de él. Los actos pertenecen al sujeto porque sin su querer no se hubieran producido. Es el agente quien escoge la finalidad de sus actos y, por consiguiente, quien mejor puede dar explicaciones sobre los mismos. Así, del mismo modo que la libertad es el poder de elegir, la responsabilidad es la aptitud para dar cuenta de esas elecciones. Libre y responsable son dos conceptos paralelos e inseparables, y por eso se ha dicho que a la Estatua de la Libertad le falta, para formar pareja ideal, la Estatua de la Responsabilidad.
La responsabilidad, capacidad para responder de los propios actos, es propia del que escoge y realiza libremente sus actos. Somos responsables de nuestros actos libres, y principalmente de los actos sobre los que experimentamos esa obligación interna llamada comúnmente deber moral. Ello es así porque el deber moral suele recaer sobre actos con importantes consecuencias: pasear o estar sentado suelen ser acciones intrascendentes, y por eso no recae sobre ellas el deber moral; en cambio, la diferencia entre matar o no matar no tiene nada de intrascendente, y el deber moral es categórico en ese punto.
Se puede y se debe exigir responsabilidad porque el deber moral es una autoexigencia humana racional. Si no estuviéramos obligados internamente, nadie desde fuera podría exigirnos, como nadie exige nada a un recién nacido o a una silla.
¿Ante quién debemos responder? Cada persona es responsable ante los demás y ante la sociedad. Ante los demás, en la medida en que su conducta les afecte: no es lo mismo poner una calificación injusta que condenar a muerte a un inocente, como tampoco es igual la responsabilidad del ciclista y del camionero en el caso de que ambos no respeten un semáforo, ni es igual robar dos dólares que dos millones. Las responsabilidades sociales también dependen mucho de las circunstancias: no es lo mismo ser primer ministro que leñador, ni tampoco el que siembra tomates tiene la misma responsabilidad que el que siembra marihuana.
Varias frases de Aristóteles: En la Ética a Nicómaco se describe el perfil de la responsabilidad personal en estos términos: no depende de nosotros sentir calor o frío, pero sí dependen nuestros actos libres; cada hombre es responsable de sus acciones voluntarias, y es evidente que la virtud y el vicio están entre las cosas voluntarias, pues no hay ninguna necesidad de cometer acciones malas; por eso, el vicio es censurable, y la virtud elogiable; cualquier persona sabe que la maldad es voluntaria, y los legisladores así lo aceptan cuando penalizan a los que van contra la ley.
M. Delibes: Querer y no poder
A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en verdad, no le importaba un ardite. Y, en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia y los caseríos blancos y los prados y los maizales parcelados; y la Poza del Inglés, y la gruesa enloquecida corriente del Chorro; y el corro de bolos; y los tañidos de las campanas parroquiales; y el gato de la Guindilla; y el agrio olor de las encellas sucias; y la formación pausada y solemne y plástica de una boñiga; y el rincón melancólico y salvaje donde su amigo Germán, el Tiñoso, dormía el sueño eterno; y el chillido reiterado y monótono de los sapos bajo las piedras en las noches húmedas; y las pecas de la Uca-uca y los movimientos lentos de su madre en los quehaceres domésticos; y la entrega confiada y dócil de los pececillos del río; y tantas y tantas otras cosas del valle. Sin embargo, todo había de dejarlo por el progreso. Él no tenía aún autonomía ni capacidad de decisión. El poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace falta para nada; cuando ni un solo día puede dejar de guiar un carro o picar piedra si no quiere quedarse sin comer. ¿Para qué valía, entonces, la capacidad de decisión de un hombre, si puede saberse? La vida era el peor tirano conocido. Cuando la vida le agarra a uno, sobra todo poder de decisión. En cambio, él todavía estaba en condiciones de decidir, pero, como solamente tenía once años, era su padre quien decidía por él. ¿Por qué, Señor, por qué el mundo se organizaba tan rematadamente mal?
(Miguel Delibes, El camino, Destino)
José Ramón Ayllon, Ética razonada, Palabra
No hay comentarios:
Publicar un comentario