Existen católicos encogidos, consentidores del “dogma” obligatorio de una práctica de la fe reducida a la intimidad, convencidos de que la fe ha de guardarse en el reducto de la conciencia
A finales siglo XIX, el capitán del ejército francés Alfred Dreyfus, de origen judío y alsaciano, fue acusado de haber entregado documentos secretos a los alemanes. Enjuiciado por un tribunal militar, fue condenado a prisión perpetua, degradado y desterrado a la Isla del Diablo, cercana a la costa de la Guayana francesa, por un delito de alta traición. En ese momento, tanto la opinión pública como la clase política francesa adoptaron una posición abiertamente contra Dreyfus, cuya inocencia se demostró años más tarde.
Después del injusto proceso y condena, Emilio Zola escribió la conocidísima carta al Presidente de la República que concluye con una serie de denuncias a los intervinientes en el juicio, comenzando cada una de ellas con la frase “Yo acuso”, con la que ha pasado a la historia ese razonado y magnífico mensaje con trazas de gran fuerza.
Ha venido a mi mente la carta de Zola pensando en los problemas que suceden a nuestro alrededor. No pretendo inculpar a nadie de nada, porque todos somos culpables, en una u otra medida, de lo que escribo después. Además, los juicios morales han de ser emitidos con mucha cautela, sobre todo al tratarse de personas. Por eso no señalaré a ninguna. Escribo de hechos, ideas, conductas más o menos generalizadas y perturbadoras, por si sirven para averiguar soluciones positivas.
Consideremos primero la confusión de poderes propiciada por nuestras propias leyes, engendradoras de la politización de la Justicia, el factor más extraviado a causa del desarreglo originado por el modo de constituir tanto el Consejo General del Poder Judicial como el Tribunal Constitucional. Es difícil atisbar la verdadera Justicia en algunas resoluciones dictadas según la composición de la mayoría conservadora o progresista. Puede originar resoluciones ajenas a la ética.
Otro asunto a resolver es el filtrado de documentos policiales o judiciales y su posterior publicación en los medios, aún estando bajo secreto del sumario o incluso antes de que el “presunto” sea ni siquiera presunto, pero lo obtenido ilegalmente puede “condenarlo” ante la opinión pública anticipándose a toda acusación. Aparte de situar el derecho a la información por encima del que gozamos sobre la imagen o la fama −lo que sería bien discutible−, ¿alguien ha intentado averiguar la fuente de la filtración que puede causar tanto daño? ¿O qué obtiene a cambio esa persona? Mientras, el “presunto” permanece en estado de indefensión. Además, suele cargarse al acusado con la prueba, en vez de probar el acusador.
Existe susto para defender el matrimonio, la familia o la vida, porque parece más correcto dejar que cada uno haga de su capa un sayo. Algunos aseguran defender a la mujer otorgándole el triste poder de matar al “nasciturus” y dejándole a cambio una vida acaso desgarradamente sola. Es como tratar de proteger la propiedad privada autorizando el robo, pero peor. El desgaste de la familia y el matrimonio natural y estable es tan patente que ni se admite su defensa. No pensamos en el deterioro social producido, por ejemplo, en la facilidad para romper vínculos, con pérdida del sentido de la fidelidad y la lealtad; con una aminorada capacidad para el ejercicio de la libertad con lo que la engrandece: la adopción de compromisos serios, la elección de opciones valientes. La libertad crece cuando sirve para buscar la verdad y el bien y vivirlos.
Se pide una escuela pública laica y de calidad. Nada que objetar salvo si significa −como sucede a menudo− negar la existencia de toda otra posibilidad. Para algunos, el laicismo se ha convertido en una religión excluyente, en un fundamentalismo que, aplicado a la escuela, niega a los padres de familia la facultad de elegir la educación que deseen para sus hijos, sin mayores o menores derechos para ningún tipo de escuela. Pagan sus gabelas los partidarios de cualquier modelo escolar, por lo que tienen derecho a que el Estado sufrague toda forma de enseñanza obligatoria. ¿Somos conscientes de que hay centros educativos en los que se problematiza gravemente a niños y niñas de diez años animándoles a pensar en qué género desean encuadrarse?
Existen católicos encogidos, consentidores del “dogma” obligatorio de una práctica de la fe reducida a la intimidad. Pero el cristianismo es vida, ha de manifestarse en la conducta. Aceptan el tipo de laicismo citado antes −en lugar del espíritu laical−, y se han convencido de que la fe ha de guardarse en el reducto de la conciencia. Que lean al Papa Francisco animando a salir a la calle, a llegar a todas las periferias: de la miseria económica, de la exclusión social, de la marginación y, las más primordiales: la miseria moral y la espiritual, la ausencia de Dios, que convierte la vida es un sinsentido.
De estos y otros asuntos hay muchos que piensan que alguien hará algo, que alguno debería actuar, mientras que cada uno hacemos como que no vemos las injusticias, las exclusiones, el hambre, la degradación social buscada y generada por los interesados en la ausencia de Dios. Pienso que todos hemos de hacer algo, porque quien no es parte de la solución se convierte en parte del problema.
Pablo Cabellos Llorente
Las Provincias / almudí
Las Provincias / almudí
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