Para el creyente la fe no es solamente un consuelo intimista y sentimental, sino un aliciente para ocuparse del bien de sus hermanos, de la entera sociedad
“Al presentar la historia de los patriarcas y de los justos del Antiguo Testamento, la Carta a los Hebreos pone de relieve un aspecto esencial de su fe. La fe no sólo se presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación de un lugar en el que el hombre pueda convivir con los demás. El primer constructor es Noé que, en el Arca, logra salvar a su familia (cf. Hb 11,7). Después Abrahán, del que se dice que, movido por la fe, habitaba en tiendas, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos (cf. Hb 11,9-10)” (Papa Francisco, Enc. Lumen fidei, n. 50)
Es privilegio humano poder ocuparse del bien común: aquel bien excelente que no es solamente individual, sino que alcanza a muchos, trascendiendo las fronteras del instinto y del egoísmo. Si cada uno va solamente a lo suyo, la sociedad se disuelve, y son muchos los perjudicados. De los antiguos romanos se decía que preferían ser pobres en una sociedad próspera, que ricos en una sociedad miserable. Compete a todos los ciudadanos y especialmente a los gobernantes la solicitud por el bien común. No se puede dejar que el país se hunda en aras del beneficio individual egoísta. “La fe revela hasta qué punto pueden ser sólidos los vínculos humanos cuando Dios se hace presente en medio de ellos. No se trata sólo de una solidez interior, una convicción firme del creyente; la fe ilumina también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios. El Dios digno de fe construye para los hombres una ciudad fiable” (ídem).
Para el creyente la fe no es solamente un consuelo intimista y sentimental, sino un aliciente para ocuparse del bien de sus hermanos, de la entera sociedad. Está en una exigente relación con el bien común. “Precisamente por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz. La fe nace del encuentro con el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la plenitud del amor. La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común” (idem 51).
La vida concreta de los ciudadanos, y especialmente la de los dirigentes, no puede construirse al margen de los derechos humanos, parte principal del bien común. “La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada podría mantener verdaderamente unidos a los hombres. La unidad entre ellos se podría concebir sólo como fundada en la utilidad, en la suma de intereses, en el miedo, pero no en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola presencia del otro puede suscitar” (ídem).
La unidad y la prosperidad de un país no se construyen como una sumatoria de intereses y egoísmos individuales. La unidad es necesariamente solidaria. “La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común. Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza” (idem).
Rafael María de Balbín
almudí.org
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