La amenaza terrorista y el radicalismo islámico han centrado los debates sobre las implicaciones violentas que puede tener el compromiso con una fe religiosa. Desde hace tiempo existe una convicción arraigada que, sin diferenciar tradiciones religiosas ni admitir excepciones, relaciona necesariamente religión y violencia. Frente a esta tesis, otros autores creen que esa identificación no es acertada y que manifiesta un prejuicio antirreligioso que puede ser nocivo tanto política como socialmente.
La historia confirmaría que la intolerancia y la beligerancia son rasgos comunes a todo credo religioso y que la verdad revelada resulta por su propia naturaleza difícil de compaginar con el pluralismo inherente a la democracia. Esta es la tesis de Mark Juergensmeyer, profesor de la Universidad de California y autoridad reconocida en la cuestión de la violencia motivada por la fe, para quien el fanatismo islamista sería la postrera manifestación de una virulencia común a toda creencia religiosa.
Según afirma en Terrorismo religioso (Siglo XXI, 2001), las culturas más sanguinarias han contado siempre con inspiraciones religiosas, pues lo violento define la religión, aunque su activación dependa del contexto. Asimismo, es la relación con lo sagrado lo que hace especialmente “espectacular” y simbólica la violencia de este tipo. El radicalismo es, pues, intrínseco a la fe, la respuesta de la religión a los desafíos que cuestionan su concepción del mundo.
Violencia sin excepción
La correlación entre violencia y credo religioso no tendría, pues, excepciones. Pero ¿por qué hoy se ha acentuado el extremismo? Según Juergensmeyer, hay tres razones que explican el fanatismo religioso contemporáneo: en la actualidad se manifiesta con mayor nitidez la incompatibilidad de los valores religiosos y la democracia liberal; las religiones se han hecho más combativas al tomar conciencia de las consecuencias que la secularización ha deparado; por último, han irrumpido formas más emocionales y más exigentes de compromiso con la fe.
Pero si la religión –toda religión– concita violencia, la solución más inmediata exige neutralizar todo mensaje religioso. Tanto Juergensmeyer como Sam Harris, autor de El fin de la fe(Paradigma, 2007), creen que acabar con la violencia requiere excluir y desterrar lo religioso. Harris distingue entre religiones –a su juicio, la más violenta es el islam–, pero no se basa en estas diferencias al reiterar la necesidad de reemplazar la función moral de la religión y de buscar enfoques morales y existenciales que no requieran la fe como fuente de sentido.
En cambio, Karen Armstrong, también especialista en el tema, cree que vincular tan estrechamente violencia y religión es un error que tergiversa la fe e impide afrontar precisamente sus manifestaciones radicales.
Asimismo, a su juicio, generalizar esa relación muestra un prejuicio antirreligioso que puede ser nocivo. En Campos de sangre (Paidós, 2015) recorre el surgimiento de las religiones y contextualiza política, económica y culturalmente su historia. Muestra que no puede afirmarse que toda religión sea violenta en sí misma y que, si a lo largo de la historia ha estado presente en muchos enfrentamientos, también se deben a la religión los avances morales más significativos de la humanidad.
Quienes como Armstrong critican la facilidad con que se liga fe y violencia no tratan de exculpar a la religión, ni exonerarla de sus responsabilidades históricas. Pretenden profundizar en el mito que afirma la natural inclinación del compromiso religioso con la intolerancia y el fanatismo. E identificar sus razones. ¿Por qué se percibe tan claramente que la religión tiende a la violencia y no se detecta esa tendencia en otros factores que, como la política, por ejemplo, han desatado pasiones y luchas cruentas?
Prejuicios antirreligiosos
Para Armstrong, una interpretación imparcial de la historia religiosa permite comprobar que los principales mensajes religiosos se han preocupado por la paz y que en ellos predominan la benignidad y la misericordia. Históricamente, se puede oponer a cada manifestación de odio movimientos críticos y pacifistas dentro de una misma tradición religiosa. De hecho, la denuncia de los comportamientos violentos y las enmiendas a muchas interpretaciones fundamentalistas han fructificado en el seno de las propias religiones y han sido favorecidas por ellas.
Para Armstrong, en casi todas las luchas de inspiración religiosa late una pugna por el control y el poder político. ¿Cómo diferenciar en cada situación violenta el peso de los diferentes factores que la desencadenan? La relación de la violencia con la religión no es así más necesaria y única que la que podría establecerse con otros fenómenos menos trascendentes y más prosaicos.
Pero entonces ¿por qué se ha asumido tan fácilmente el discurso que liga inexorablemente fe religiosa y agresión? Para William T. Cavanaugh, profesor de Teología en la Universidad DePaul (Chicago) y autor de El mito de la violencia religiosa (Nuevo Inicio, 2010), la identificación de la religión con la violencia constituye una premisa de la secularización que sirve para desterrar la fe del espacio público.
Armstrong y Cavanaugh creen que este discurso puede ser perjudicial tanto para comprender y paliar el radicalismo inspirado en la religión, como para la libertad política y religiosa de la sociedad. Implica un sesgo que desprecia la pluralidad de las tradiciones religiosas y sus funciones sociales. Cierto es que algunas concepciones de lo religioso son conniventes con la violencia y que la sociedad debe protegerse de ellas, pero el prejuicio puede ser nocivo para los credos comprometidos expresamente con la promoción de la paz.
La inclinación de la fe religiosa a la práctica violenta sería como el corolario que sintetizaría la concepción despectiva sobre lo religioso que prolifera en la vida pública. Como explica Cavanaugh, es la conclusión a la que se llegaría tras admitir los rasgos que, según el secularismo, definen lo religioso. De un lado, se afirma que toda religión es absolutista y exclusiva debido a su origen revelado, de manera que no puede ser tolerante. De otro, tiene efectos sociales disolventes, pues enfatiza la pertenencia y conduce al enfrentamiento entre fieles e infieles. Por último, al ser irracional, exacerba las pasiones y desata el radicalismo.
Lo secular y lo religioso
Pero la religión es una realidad compleja. Ni sociólogos ni antropólogos se ponen de acuerdo y discuten por lo que el término implica. Cuando se utiliza como criterio la creencia en la transcendencia, algunas tradiciones religiosas orientales, como el budismo, se dejan fuera. Cuando se amplía y se subrayan otros elementos –la fidelización, el compromiso o la identificación–, se deberían incluir también algunas ideologías políticas.
La religión entendida como un sistema de creencias acerca de lo sobrenatural, incompatible con el saber y diferente y opuesto a las realidades mundanas, es una concepción que surge en la modernidad, una época donde coinciden la construcción de los Estados nacionales y la crítica racionalista. A la contraposición entre fe y razón le acompaña la diferenciación institucional entre lo secular y lo sagrado, una distinción que no es posible aplicar con tanta comodidad en las prácticas sociales previas.
Es entonces cuando, según Cavanaugh, nace y se difunde el mito de la violencia religiosa. Se extiende la interpretación según la cual la separación tajante entre lo secular y lo religioso fue un medio eficaz empleado por el poder político para terminar con el sangriento enfrentamiento de credos que asolaba Europa. Las sociedades donde no ha fructificado una distinción así, como las musulmanas, continúan por desgracia sumidas en la violencia.
Bajo este prisma, la violencia religiosa tiene como contraparte el poder del Estado, cuya misión pacificadora e integradora justificaría precisamente su dominio. Es el poder político quien tiene la misión de domeñar la vehemencia y el fanatismo intrínseco a la fe, que perturba la convivencia social. Así, por ejemplo, en lugar de interpretar las guerras europeas del siglo XVII como luchas libradas para construir, consolidar o fortalecer el poder político, se interpretan exclusivamente como una pugna entre protestantes y católicos. Pero, como explica Cavanaugh, las guerras de religión fueron también guerras políticas y sirvieron además para justificar el predominio de lo político sobre lo religioso.
Autores tan lejanos en el tiempo como Locke o Rawls aceptan esta interpretación. Para el primero, la religión debía ser ante todo una práctica privada, pues podía provocar arrebatos de vehemencia y fanatismo. Hobbes fue más coherente al reconocer que su tentación violenta exigía a las autoridades políticas asumir funciones religiosas. Rawls afirma que el poder del Estado ha mostrado ser el único freno a la violencia de la fe. De ese modo arraiga la tesis de que la convivencia política y la tolerancia resultan incompatibles con la adscripción fiel y comprometida a un credo religioso.
Una violencia legítima, otra no
Para Cavanaugh, el mito de la violencia religiosa subyace a los planteamientos secularistas, que justifican la desaparición de toda manifestación religiosa por su predisposición al radicalismo, el enfrentamiento y la ofensiva. Sin embargo, ese hermanamiento entre violencia y religión emparenta de rondón lo secular con lo pacífico, tolerante y racional. No resulta casual entonces que los más aguerridos defensores del humanismo ateo sean también hoy quienes precisamente se han esforzado con mayor vehemencia por mostrar la inseparabilidad de violencia y religión y por desterrar la influencia de esta última.
Sin rebajar los logros de la democracia liberal, lo que Cavanaugh y Armstrong critican es que se pase por alto que la distinción entre lo secular y lo religioso es un acto del poder político; que, en definitiva, termina siendo el poder el que determina qué es una religión. ¿Lo hace de un modo desinteresado? En el ejercicio de esta práctica puede incurrir también en comportamientos violentos, radicales o intolerantes: “Prácticamente todas las reformas secularizadoras en Europa y en otras partes del mundo –explica Armstrong– empezaron con un agresivo ataque a las instituciones religiosas”.
De ese modo, el mito de la violencia religiosa conlleva un contraste implícito entre lo que se considera un uso arbitrario e injustificado de la fuerza, como el religioso, y otro legítimo y bienintencionado, el secular o político, que tendría como misión acabar con el primero. Esa teoría de la doble violencia está implícita en ciertos planteamientos geoestratégicos de los últimos años.
“La violencia que se tilda de religiosa –señala Cavanaugh enEl mito de la violencia religiosa– es siempre peculiarmente virulenta y reprensible. Pero la violencia que se califica de secular difícilmente cuenta como tal, pues es intrínsecamente pacífica. La violencia secular a menudo es necesaria y a veces encomiable, especialmente cuando se usa para sofocar la violencia intrínseca de la religión”.
Con esa diferenciación maniquea, otros tipos de violencia pueden inmunizarse frente al escrutinio moral. Y lo que es más preocupante, evita detectar las causas reales y más profundas de los conflictos, sus fuentes primarias. Para Armstrong, la lucha y la rivalidad por el poder político ha sido históricamente más sangrienta y frecuente que las guerras de religión, y en muchas ocasiones la fe ha sido solo una excusa para ocultar una pugna cruenta por el dominio económico, político o social.
Violencia política
No se trata con ello de cuestionar la separación entre lo religioso y lo político ni de reivindicar concepciones ya periclitadas del poder político. Pero no se puede soslayar que la abstracta institucionalización de lo religioso y lo secular ha sido también una herramienta para concentrar y aumentar el poder político, relegando a la insignificancia toda tradición religiosa, con independencia de su concepción antropológica y moral.
Las ideologías políticas pueden mostrarse, como desgraciadamente revela la historia, agresivas, dogmáticas y disgregadoras. También lo político exige fidelidades, pues el compromiso con los valores seculares es lo que garantiza en última instancia la cohesión social. Vincular, como se hace, la religión con la violencia termina consolidando un laicismo combativo y otorgando preeminencia a los valores políticos por encima de los morales o espirituales.
La función pacificadora de la religión
Además, abundantes investigaciones sociológicas apuntan que la religión inhibe las conductas agresivas. Un estudio, realizado en Nigeria, sobre el impacto que tienen diversos factores en el comportamiento violento de los jóvenes ha señalado que la práctica religiosa es una manera eficaz de evitarlos y recomienda impulsar las actividades y organizaciones religiosas en las universidades para promover actitudes pacíficas y valores morales (International Journal of Social Science and Humanity [6], enero 2016).
Por otra parte, en relación con el poder político, también la imposición de un secularismo radical puede debilitar la función pacificadora de la religión. Al subordinarse al poder del Estado, se debilita la resistencia religiosa a la violencia política y secular, y se atenúa la capacidad que tradicionalmente ha mostrado la religión para criticar, limitar y corregir el poder del Estado. La religión es obligada entonces a renunciar a una dimensión pública que en la historia ha determinado muchas luchas políticas y ha cosechado muchos logros, desde la igualdad hasta las protestas no violentas.
Pero la supuesta identificación de la religión con la violencia debería también hacer reflexionar, puesto que la reclusión de la religión en la esfera privada no ha terminado con los conflictos ni ha supuesto la completa pacificación. El control político de la religión y la pérdida de influencia de los mensajes religiosos ha provocado también la agudización de la crisis moral, que en mucho casos es lo que, paradójicamente, lleva a buscar alternativas radicales. Esto explica que muchos pensadores reivindiquen la importancia de la religión y de sus valores pacíficos para regenerar la convivencia social, algo que olvidan quienes suscriben el mito de la violencia religiosa.
Islam y violencia
El islam es hoy el caso prototípico para la teoría que asigna a la religión una tendencia intrínseca a la violencia.
Esta interpretación suele comparecer también en las discusiones sobre la compatibilidad entre democracia e islam. Pero el mito de la violencia religiosa revela la dicotomía entre la concepción occidental de la religión y la existente en otras culturas.
¿No se distorsiona la realidad cultural, religiosa y política cuando se aplica la separación occidental entre lo secular y lo religioso para estudiar unas sociedades en las que no es válida? Para Cavanaugh, el sesgo occidental aísla y da preferencia a lo religioso al explicar el origen de la violencia, pero orilla de ese modo la relevancia de otros factores que en la concepción musulmana, por ejemplo, van unidos y que podrían ofrecer claves para protegernos de la amenaza terrorista. Gilles Kepel, experto en yihadismo, ha recordado el peso del pasado colonial y sus consecuencias en el terrorismo contemporáneo.
Por ejemplo, en el nacimiento de Al Qaeda y en el del Estado Islámico, las reivindicaciones territoriales y el enfrentamiento cultural son importantes. La complejidad del fenómeno terrorista debería prevenir contra las interpretaciones parciales o sesgadas, para reconocer que la desactivación de toda expresión religiosa en la sociedad no es el camino para la paz.
Se sabe, por ejemplo, que muchos de los jóvenes reclutados por los terroristas no son especialmente religiosos. Algunos no conocen los textos sagrados y con frecuencia aquellos que viven en países occidentales se enrolan en el radicalismo como salida a su falta de orientación existencial. Marc Sageman, antiguo agente de la CIA en Pakistán, que ha estudiado la forma de reclutamiento y el perfil psicológico de los jóvenes terroristas, sostiene que una educación religiosa normal habría en muchos casos evitado su radicalismo.
Los expertos en terrorismo también han señalado que hay una diferencia entre los islamistas radicales de hoy: en ellos son menos importantes los motivos de fe y no cuentan con una especial formación religiosa. Muchos son, como advierte Anne Aly, más bien jóvenes delincuentes que antes de su implicación en el terrorismo cometieron delitos no relacionados con la fe (cfr. The Conversation, 31-03-2016).
Aceprensa
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