Escribe Pablo Cabellos: Me quiero referir, no tanto al terreno político, que ha sido el substrato del resto, sino a lo ocurrido con la Iglesia Católica en esos años de dolor
Parece que ahora ya no sirve el espíritu de la transición, relacionado tan intensamente con las cesiones de todos en aras de convivir, del deseo de olvidar un pasado con tantas desuniones por doquier. La transición, con los defectos de toda obra humana, fue un ejemplo de generosidad por todas partes. Ya he narrado alguna vez que mis padres tuvieron que retrasar su matrimonio por el estallido de la guerra civil, que la familia de mi madre fue detenida y deportada a Barcelona −por el delito de tener un hermano seminarista que logró escapar− con aposentos en prisiones de barcos dedicados a este menester, e incluso checas. Mi padre, más por el azar del lugar en que vivía, se mantuvo toda la contienda en al bando rojo, acabando en un campo de concentración. Apenas nos contaron nunca nada de esto. Hicieron su transición mucho antes de que se instalara la Democracia.
Pero Zapatero con su Ley de la Memoria histórica, balanceada hacia lo esperpéntico, entre su propio abuelo y el de su esposa. Me quiero referir, no tanto al terreno político, que ha sido el substrato del resto, sino a lo ocurrido con la Iglesia Católica en esos años de dolor. Nada más proclamarse la República “feliz”. Año 1931: mayo; asaltos, saqueos y quemas de casi 100 iglesias y edificios religiosos en Madrid, Valencia, Alicante, Murcia, Sevilla y Cádiz. La Guardia Civil y los bomberos no intervienen. ¿Se parece algo a esto la inauguración en el Ayuntamiento de Valencia de un refugio para los bombardeos que tuvieron todas las ciudades de ambos bandos, durante el gobierno del Frente Popular?
Año 1932: Expulsión de los jesuitas (más de 3.000). Quemas y asaltos de edificios eclesiales en Zaragoza, Córdoba, Cádiz (enero); Sevilla (abril); Granada (julio), Cádiz otra vez, Sevilla de nuevo, y Granada (octubre), con total sensación de impunidad. No en vano un noble republicano de corazón como Ortega y Gasset exclamaría enseguida: no es eso, no es eso. Todavía no era la guerra civil, podría llamarse una época de gobierno legítimo, que tal vez se iba deslegitimando por su propio empeño. Año 1934: Revolución de Asturias, 33 curas y religiosos asesinados en Mieres, Turón, Oviedo. ¿Es eso lo que pretenden Carmena y Colau, Iglesias y algunos otros con sus propuestas ideologizadas, contradictorias y totalitarias? Estos sucesos dieron un salto cualitativo trascendental.
Del 18 de julio al 1 de agosto: 861 clérigos asesinados. Agosto de 1936: 2.077 asesinatos (más de 70 al día), incluyendo 10 obispos. Asesinatos acumulados a 14 de septiembre: 3.400 sacerdotes y religiosos asesinados (no contamos laicos) en menos de 2 meses. El resto de las víctimas se repartirán durante los siguientes años de la guerra, en un balance terrorífico. Unamuno detectaba muy bien la raíz de estas decisiones con unas palabras que se refieren a los crucifijos pero que tienen aplicación a todas ellas: “La presencia del Crucifijo en las escuelas no ofende a ningún sentimiento ni aún al de los racionalistas y ateos; y el quitarlo ofende al sentimiento popular hasta el de los que carecen de creencias confesionales. ¿Qué se va a poner donde estaba el tradicional Cristo agonizante? ¿Una hoz y un martillo? ¿Un compás y una escuadra? O ¿qué otro emblema confesional? Porque lo de la neutralidad es una engañifa”. ¿Verdad que suena?
Todos los datos acerca de la persecución religiosa durante los años de la Segunda República coinciden en rebatir la difundida opinión de que esta persecución en España durante tales años fue una respuesta espontánea ante el apoyo de la Iglesia a la sublevación que dio paso a la guerra civil o ante la represión desencadenada en zona nacional. Pero el inicio de esta cacería fue anterior a 1936 y no es legítimo relacionar estas acciones con un alzamiento que aún no había tenido lugar. Otra cosa, no menos cierta, es que el comienzo de la guerra permitió al anticlericalismo actuaciones que no habían sido posibles cuando al menos se mantenía la apariencia de un orden legal.
Comenzada la contienda, las cifras se tornan aún más aterradoras: En todos los casos nos referimos únicamente a los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas pues ocuparnos también de los seglares supondría abordar una cuestión diferente y bastante más compleja. A la espera de que un estudio que se ha emprendido pueda variar −aunque no sustancialmente− el número de personas consagradas a Dios sacrificadas en la persecución religiosa, las cifras dadas en 1961 por Antonio Montero, Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz, pueden seguir siendo aceptadas: Clero secular 4.184. Religiosos 2.365. Religiosas 283. Total 6.832. Entre el clero secular se incluyen doce Obispos, el Administrador Apostólico de la diócesis de Orihuela y un centenar de seminaristas.
La II República Española fue acogida con alegría y esperanza por muchos, también por bastantes católicos. La Iglesia actuó desde el primer momento con lealtad al distinto orden legal. De hecho, los obispos pidieron a los católicos que aceptaran la nueva norma constituida; los Obispos proclamaban: monarquía y república caben en la doctrina católica. Muchos de los católicos intentaron colaborar sinceramente con el nuevo régimen. Desde los obispados se dieron instrucciones a los sacerdotes para que no intervinieran en cuestiones políticas. No soy amigo de estos recuerdos, pero hay que conocerlos.
Pablo Cabellos Llorente, en Las Provincias.
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